El aguacero cesó como a las cinco de la tarde, después de un fin de semana torrentoso, que no era extraño de ninguna manera, porque hacía parte de las lluvias de abril. Las precipitaciones fueron abundantes, y, aunque no causaron mayores daños, sí inundaron los caminos veredales, rebasaron las lagunas y sobrellenaron el embalse de Las Sardinas que quedaba cerca del pueblo y proporcionaba el agua que surtía el rudimentario acueducto. Había sido un invierno largo, que comenzó, cosa rara, a mediados de febrero, el mes en que nunca llovía. La gente estaba acostumbrada a unas lluvias que sucedían entre abril y mayo, para encontrar luego las brisas de San juan, en junio. Los tanques aéreos del pueblo y de algunas casas, quedaron repletos, y la gente se preguntaba si no sería mejor vaciarlos y aprovechar las nuevas aguas que caerían de acuerdo a la tradición, en los próximos días. Se calculaba que entre el 12 y el 18 de abril, habría importantes precipitaciones y se podría aprovechar para lavarlos y llenarlos a fin de que el agua saliera de los grifos perfectamente ingerible. Después del chaparrón, los niños entraron a sus casas para cambiarse, luego de disfrutar del baño a campo libre debajo de los chorros que salían de los bajantes de los techos, las señoras salieron a correr las basuras que habían traído los arroyos desde la parte alta del pueblo, hasta las esquinas, los señores, que estaban bajo techo aprovechando la lluvia para arrullarse con el sonido del agua al caer y dormir una siesta, salieron rumbo a diversos quehaceres, unos a retomar su trabajo, otros a jugar naipes y billar al café del parque, algunos a misa y la mayoría a encontrarse en la plaza con sus amigos y novias y charlar, como todas las noches, de lo divino y de lo humano. Durante los años de existencia del pueblo nunca habían vivido una sequía larga porque siempre llegaban las lluvias en abril y en octubre y se había convertido este evento en algo puntual, con el que todo el mundo contaba. Las siembras y las cosechas estaban marcadas por estos espacios de tiempo en que con su sabiduría campesina los lugareños se aplicaban a su trabajo para sacar de la tierra los frutos de una labor ardua que comenzaba muchas veces a primeras horas de la madrugada y terminaba con los arreboles de la tarde. El clima era caliente y tan solo refrescaba un poco por junio y diciembre y parte de enero, cada año. El pueblo estaba apartado de las vías principales que comunicaban a las ciudades costaneras con las del interior, y para la traída de las mercancías había que viajar hasta la Ye, recibirlas y transportarlas hasta el poblado en sus propios vehículos, porque las empresas de transporte no llevaban los envíos hasta la población. Era una vía rudimentaria y descuidada, que, pese a la insistencia de sus pobladores, la oficina de obras públicas del departamento se quedaba en promesas que nunca cumplía. Ni siquiera los recaudadores de votos que cada dos años aparecían por allí con su parafernalia de ofertas ilusorias, habían logrado que se oyeran las súplicas de los habitantes de El Olvido, cuyo singular nombre había sido asignado por su fundador, debido a que llegó allí acongojado por una pena de amor, buscando, lejos de la ciudad, olvidar ese amor que lo traía abrumado. Pareciese que el nombre influyera en el comportamiento de gobernantes, políticos y vecinos para dejar de lado los requerimientos de unos pobladores que empujaban en medio de las dificultades una carreta de ilusiones más pesada que las piedras del camino. Habían instalado, en una casa en las afueras, que habían construido entre todos, en terrenos del fundador, una escuelita para los niños, adonde llevaron troncos y piedras que servían para sentarlos a escuchar las enseñanzas de doña Asunción, una maestra jubilada que llegó al pueblo siguiendo a su hija Fátima, casada con el que fungía de inspector del pueblo. No había un centro de salud, y cualquier emergencia era atendida por el cura en la supuesta casa cural, mientras remitían al paciente, si así lo requería su malestar, a un pueblo cercano o a la capital, para que lo atendieran como era debido. La casa era amplia, en bahareque y tapia, con techo de teja de barro traída del interior, con una alberca larga y angosta que llenaban permanentemente y donde los niños se divertían a la salida, antes de ir a casa. Era, al fin y al cabo, un principio de escuela que, en el futuro, si por fin los gobernantes escuchaban sus ruegos, se convertiría en una escuela de verdad, con maestros traídos de la capital y acondicionada como Dios manda. La iglesia era una ramada: unos palos fuertes enterrados en el piso y apisonados firmemente, que sostenían un techo de paja, donde cada domingo el cura Román decía la misa y el rosario, y echaba cantaleta de tal manera que parecía una vieja beata, de esas que no tienen otra cosa que hacer sino joder, pero se le agradecía que se hubiese condolido de los pobladores cuando una vez que pasó por allí en un recorrido misional, le dijeron que querían tener un cura, y él, con esas ganas que mantenía de ser párroco, decidió que la oportunidad estaba lista para ser tomada, sin importar el tiempo que demorara para ser aprobado como párroco en funciones oficiales. El cura Román era un tipo bacano, que no usaba sotana, ni se ponía ese horrible cuello rígido que le partía en dos el cogote y lo hacía sentir como si estuviera metido en una cárcel. Era alegre y espontáneo y rápidamente congenió con los habitantes de El Olvido. Tenía algunos conocimientos de primeros auxilios, lo que motivó que la casa cural – una pieza que le habían hecho atrás de la ramada-iglesia, también de palos y techo de palma – se convirtiera en centro de salud. Dormía en un catre metálico que le proveyó una de las familias del pueblo, y lo hacía en calzoncillos y sin camisa, a pesar de las hordas de zancudos que, en ciertas épocas de lluvia, se levantaban de las lagunas y cañadas para, después de las cinco y media de la tarde, invadir todos los rincones del pueblo, como si trajeran esa misión puntual designada por no se sabía quién, que deseaba amenizar las noches con los terribles zumbidos de estos mosquitos asesinos a quienes les encantaba zumbar precisamente sobre los oídos de los durmientes, despertarlos y obligarlos a entablar un feroz combate con estos bichos inaguantables, hasta las primeras horas de la madrugada. El cura tenía una lona que colocaba alrededor del catre, y que llegaba hasta el suelo, pero, aun así, estos feroces enemigos de la tranquilidad y de la salud lograban meterse y picarlo sin misericordia alguna. Pero prefería esto a dormir con ropa, que podría preservarlo un poco mejor de las picaduras, a sentirse inundado por aquel calor inclemente para el cual no había sido hecho. Era un hombre alto, fortachón y atlético, blanco, de cejas pobladas y mirada cariñosa, dientes blancos como la nieve de la cerveza recién servida, los cachetes aún colorados, labios delicados, cumbamba alargada, no en extremo, que le daba una apariencia de monje de clausura, manos delicadas de dedos largos y bien cuidados, con ademanes suaves y tiernos. Desde el primer día impuso su autoridad amorosa y se convirtió rápidamente en el centro de las consultas, que iban desde la exposición de problemas familiares, amistosos, maritales, hasta las respuestas a inquietudes que tenían que ver con el sexo de los solteros y solteras, los noviazgos, los amancebamientos y las disputas entre padres e hijos por cuestiones que tenían que ver con los gustos en asuntos de amor y sus participantes. Era el todero, la esponja que todo lo absorbía, y se ganó la confianza de los pueblerinos que veían en él a un ser que los escuchaba. No había policía: entre todos habían escogido a dos jóvenes fuertes de 28 y 30 años, para que hicieran las veces de agentes, y los invistieron de autoridad total, lo que les permitía intervenir en la resolución de disputas a golpes de mano, de robos de gallinas y pavos, en fin, de cualquier cosa que supusiera estar fuera de la ley. Los pillos que incursionaban en los patios de las casas, eran, por lo general, muchachos que venían en las noches de fincas vecinas, que no representaban un peligro para la integridad de los lugareños. Cuando los agentes – Pacho y Miro – los apresaban, el inspector, ante la ausencia de una autoridad oficial que dependiera del gobierno departamental o nacional, los condenaba a una limpia, que era ejecutada por los lugareños con varas que arrancaban de algún árbol, cuidando de no afectar demasiado al maleante, quien, al término del castigo, arrancaba en carrera veloz para el monte cercano y de allí a su lugar de vivienda. Había tres ricos, Venancio Ríos, un comerciante del interior del país que vivía en la capital del departamento, San Anselmo, y que estableció un comercio mixto donde proveía de cuánta cosa se podría imaginar que hubiese podido encontrarse en la capital, en pequeñas cantidades; Laureano Cabarcas, el fundador de El Olvido, ganadero que era dueño de una gran extensión de tierras donde lo había emplazado y Roque Poveda, dueño de uno de los principales depósitos de compra y venta de arroz de la región, que fundó un depósito de abarrotes. Laureano – Lauro, le decían los poblanos – les había vendido a los primeros que lo acompañaron a fundar el pueblo, lotes donde harían sus viviendas, y a quienes fueron llegando después, atraídos por la noticia de que se había fundado un pueblo, les vendió o alquiló un terreno para que se afincaran allí, todo avalado por contratos de palabra. Laureano era famoso en la región por su honestidad a toda prueba, lo que garantizaba que en cualquier momento que llegara una autoridad competente, se correrían las escrituras de venta y se trazarían los límites del lugar. Venancio y Roque construyeron sendas casas levantadas en ladrillos, mezcla de arena y cemento y techos de teja de barro, pero no vivían allí todo el tiempo. Cada tanto venían, se instalaban unos días para mirar el movimiento de sus negocios, hacer la lista del surtido que requerían y regresaban a San Anselmo, donde vivían con sus familias. Poco a poco el caserío fue tomando forma de pueblo, recibiendo una inmigración constante de gentes venidas de la región, y, pese al inclemente calor y la carencia de una organización gubernamental, El Olvido se convirtió en una comunidad amable y solidaria, donde lo de uno era de todos, y la contaminación de los grandes pueblos y ciudades estaba lejos de llegar a ese lugar. Estaba localizado en medio de un extenso territorio adornado de colinas y prominencias donde había árboles de sombra: bongas, samanes, mangos, algunas palmas de corozo que ornaban el ambiente campesino, majestuosas y milenarias ceibas y guacaríes, los árboles preferidos por el ganado para guarecerse del sol y echarse a rumiar cansinamente. Cerca del lugar, estaba el embalse de Las Sardinas, una enorme depresión natural que Laureano y otros ganaderos habían llenado con las aguas desviadas del río La Bonga, donde unos ingenieros traídos de la capital la habían acondicionado para represar agua suficiente que proveyera las fincas vecinas al rebalse. Cuando el depósito, por efectos del sol o del gasto empleado en las fincas, bajaba su nivel, se abrían las esclusas y permitían el paso del agua de la desviación, convirtiendo el río en un caño, hasta que se cerraban de nuevo, y La Bonga retomaba su caudal, entre otras cosas, de una cristalinidad pasmosa, y donde había charcos que eran disfrutados por los vecinos. Tenía abundante población de peces: anguilas de río, bagres, mata caimanes, chivos, mojarras y bocachicos que hacían parte de la dieta campesina, y que se volcaban al embalse cuando se abrían las esclusas. Era como una bendición para los lugareños y sus vecinos tener esta despensa natural que los surtía del alimento más preciado en la región de la costa. También abundaba la raya en las partes cenagosas y una población de babillas bastante considerable que era protegida por Laureano, quien consideraba vital tener estos animales habitando los ríos y lagunas cercanas. La fauna tenía entre sus ejemplares al tigrillo, el mico tití, las guacamayas y loros, los pericos, el encantador mochuelo que canta como ninguno, canarios comunes y otra serie de aves canoras, que amenizaban el ambiente con sus trinos celestiales, y más animales que habitan esas tierras calientes. El Olvido tenía para sus habitantes esa riqueza natural circundante que les daba la experiencia de vivir en medio de una melodiosa naturaleza, amable y acogedora. Desde un principio, fue un pueblo agradable que tenía como una especie de imán que a quien llegaba lo atraía y lo sembraba para siempre como parte de sus habitantes. Poco a poco el pueblo fue teniendo almacenes de ferretería, un café que fue proveído de dos mesas de billar que trajeron desarmadas y unas mesas con sus sillas donde los aficionados a las cartas y al dado daban rienda suelta a su afición. Los propios habitantes habían tendido una red rudimentaria de acueducto, que aumentaba en la medida en que nuevos asentamientos se sumaban al pueblo, donde nunca faltaba el agua. La única incomodidad, muy grave, por cierto, era la electricidad. No tenían conexión con las redes públicas y esta situación obligó a traer tres plantas que funcionaban con diésel, el cual traían desde San Anselmo hasta la Ye cada cierto tiempo, y de allí a El Olvido. Formaron una red que no alcanzaba a proveer todas las casas y que a veces fallaba por falta del combustible o por que se dañaba alguna de las plantas. En todo caso, los pobladores se resignaron a esperar que algún día el pueblo se conectara a las redes públicas y solventar ese problema que impedía conectar los apreciados ventiladores que ayudaban en el combate a muerte con los zancudos en las épocas de sus invasiones. El Olvido se había convertido en un lugar agradable pese a las embestidas del calor y a los pantanos del invierno. La gente vivía en paz, a la espera de que el progreso llegara paulatinamente, alejados de los vicios y de la contaminación de las urbes. Era como un oasis en medio de un desierto de cemento construido en ciudades y pueblos a lo largo y ancho de la nación. Un día de enero, el mes del brillo celestial, las luces que se vieron en el horizonte, eran distintas a las cotidianas. El sol brillaba con un resplandor inusual, y su refulgencia era tan fuerte, que la gente comenzó a agachar la cabeza para evitar que la luz encegueciera momentáneamente sus ojos. Era algo anormal, salido de toda noción de cotidianidad, y notaron que había como una especie de fuerza que no se percibía a simple vista, pero que los sentidos advertían como algo desestabilizante. Y comenzaron a sentir un calor salido de madre, que aporreaba la piel de los pobladores y los obligaba a buscar cobijo rápidamente bajo los árboles o los techos salientes de algunas edificaciones. Quienes trabajaban a campo abierto, rápidamente buscaron sombra bajo las bongas o los guacaríes, junto al ganado, que también se había reunido allí para protegerse de esa inclemente arremetida del calor. Ese primer día del verano más largo en la historia del pueblo, la luz diurna duró como hasta las nueve de la noche, y don Laureano, que había estado en Europa hacía algún tiempo, pensó que lo habían llevado a los campos europeos en verano, en alguna nave interplanetaria. Bromeaba con esto cuando les contaba a los amigos que, en Europa, en verano, la luz del día se apaga algunas veces a las diez de la noche. Esa noche, antes de acostarse, aún con la luz del sol resplandeciendo en el firmamento, los pobladores de El Olvido sintieron que su cuerpo pesaba más de lo normal y que un cansancio demoledor les mermaba las fuerzas, al extremo de optar por tirarse a la cama vestidos, porque el agobiante calor no les dejaba fuerzas ni para quitarse la ropa. Laureano, uno de los pocos habitantes que tenía planta y ventilador, ni siquiera sintió un soplo refrescante emanado del aparato, porque – pensó – el aire estaba absolutamente poseído por el endemoniado calor de los infiernos. Esa era la única posibilidad: que el universo hubiese trasladado el infierno para El Olvido. Nadie pegó los ojos esa noche, cartones, láminas, gorras, sombreros, hojas de palma, fueron usados como abanicos, buscando contrarrestar de alguna manera la inclemencia de ese calor tan raro. Los niños lloraban y gritaban desesperados, el sudor anegaba los cuerpos y las sábanas, los animales permanecieron despiertos bajo o entre las ramas de los árboles, y el tiempo pareciera que se había detenido porque los cerebros se trastornaron agobiados por esa calentura inmisericorde e inesperada negándose a pensar. El agua se convirtió en el elemento más consumido durante ese día y la noche, y al amanecer, comenzó a soplar un vientecillo muy leve, que sembró esperanzas en la gente de que, tal vez, había sido algo temporal y que ya no iba a pasar más. Las totumas con agua abundaron, muchos pobladores fueron al embalse y a La Bonga a tirarse en los charcos y sentir esa benévola caricia del agua. Sin embargo, casi al medio día, la refulgencia del sol aumentó y el calor comenzó a producir una presión atenazante. Los hombres se despojaban de las camisas y suéteres, las mujeres se desprendían de las blusas y se quedaban con el torso cubierto solamente por el brasier, los niños lloraban de nuevo, empelotas, y el cura Román buscó entre sus ropas una muda de lino beige que tenía reservada para eventos especiales, para no salir con el torso desnudo, pues sentía que su calidad de clérigo no le permitía exponerse ante sus feligreses. Pero creía que lo mejor “sería andar todos empelotas, – pensó – pues al fin y al cabo así habían venido a este mundo, ¿no? ¡Ah! Pero los prejuicios sociales no lo permitían, ¡qué carajos!” El cansancio producido por esta temperatura infernal era notorio, la frente y el cuerpo de los pobladores se veían brillantes por el sudor que los empapaba y un estado de dejadez y pereza se apoderó de todos, al punto que se dormían en sus puestos de trabajo. ¡Qué era lo que estaba pasando! Nadie se explicaba de donde carajos aparecía este estado de calor tan verraco. Cuando la tarde comenzó a declinar, otra vez apareció como un lenitivo el vientecillo parecido al de la mañana, acariciando los torsos y las cabezas sudadas, refrescando los rincones, serenando a los niños y a las madres desesperadas por el llanto y el calor inmisericorde del día. Parecía que esa noche, oscurecida desde las ocho, no fuese a ser tan lacerante como la anterior, y tal vez, iban a poder dormir y recuperar el sueño perdido de ayer. Los lugareños se tiraron agua nuevamente – cada uno se había bañado por lo menos cuatro veces en el día – y el voleo de totumas repletas del líquido fue constante, y en los baños de las casas donde había tanque, los chorros se precipitaron como si estuvieran aliviando un sopor incandescente que estaba ardiendo en la piel de la gente. Esa noche, Laureano creyó que el ventilador iba a refrescar su sueño, y se tiró en la cama, empelota, a todo el frente del aparato, refrescando sus gónadas ardientes y dejando que esa sensación de alivio recorriera todo su cuerpo. Igual que sus vecinos, el cansancio y la dejadez producida por la quemante temperatura lo hizo dormir profundamente casi al momento de acostarse, y soñó – seguramente muchos de los pobladores lo hicieron también – que se sumergía en un lago profundo repleto de bloques de hielo que se derretían por la violencia de aquel calor inhumano. Pero esa deliciosa sensación de descanso duró como hasta las tres de la madrugada, cuando, intempestivamente, volvió el calor más atropellador que se pudiera imaginar, arremetiendo como esos toros que se embravecen de un momento al otro y se avientan descontrolados contra lo primero que se mueve para destruirlos a su paso. Laureano y los vecinos se despertaron ipso facto, porque eso fue como una oleada que llevaba consigo un huracán de fuego, y pensaron que no era calor lo que sentían, eran las llamas del infierno quemando cada una de sus células, destapando cada uno de sus poros y dejando salir como ríos desbordados el sudor represado en esos cuerpos desde los tiempos de su creación. La diaforesis de todos los pobladores se sumó una tras otra, formando un arroyo salitroso y hediondo, como si de los cuerpos de los lugareños hubiese sido expelido todo el desperdicio que sus organismos represaban, y avanzó como una borrasca buscando la salida por las esquinas, transitando por las acequias que formaron las arenas acumuladas en los bordes de las aceras, contaminando el aire, congestionando los pulmones de los perros y los gatos y las gallinas y los cerdos, hasta encontrar una cañada que conducía deshechos a unos pozos profundos donde se descargaban para luego ser tapados con tierra. Comenzaron a sentir sed, y acudieron a la fábrica de hielo recientemente montada, derribaron la puerta, levantaron la tapa del estanque donde se procesaba el hielo, y sacaron un bloque que aún quedaba, lo quebraron a pedazos y lo repartieron, esta vez, con cordura, entre todos los lugareños. Los perros acezaban con la lengua más afuera que de costumbre, los gatos maullaban lastimeros, las gallinas se echaban en el suelo con las alas extendidas, los cerdos se revolcaban en sus propios excrementos como buscando refrescarse de alguna manera. No parecían las tres ni las cuatro de la mañana, era como si el cielo hubiese madrugado más temprano despertando a los animales, a los hombres, a los árboles, las matas y los sembrados de los patios. El cura Román, en calzoncillos, embotado por el sopor, salió corriendo de su casa cural a buscar hielo, pero ya lo habían repartido todo. Un vecino le regaló un trocito y se lo metió a la boca, refrescando sus papilas y su garganta por un instante. La gente estaba confundida. Esto que estaba pasando era inconcebible. El sopor era tan infame que doblegaba cualquier cuerpo, cualquier tallo, cualquier animal. De pronto, comenzó a amainar el calor y a entrar el famoso vientecillo reparador. Ahora había desconcierto. Las gentes comenzaron a anotar las horas en que aparecía el vientecillo y comenzaba el calor, como para tener un dato que les permitiera alistarse para enfrentar a ese enemigo insólito que aparecía y desaparecía como los fantasmas. Ese día, aunque más caliente de lo ordinario, la temperatura permitió que los campesinos fueran a arar, a cuidar el ganado, regar los sembrados, y hacer las labores cotidianas con cierta comodidad que estaba perdida desde hacía dos días. Tanta confusión generada por este estado de cosas, hizo que la gente no se percatara de las noticias que emitían por la radio. El cura Román se acordó del suyo y se propuso escuchar las del medio día, donde contaban las cosas tan desequilibradas que estaban aconteciendo en las ciudades y en los campos del país a raíz de una ola inesperada y violenta como ninguna que azotaba todos los rincones de la nación. Pasaron algunos días de relativa calma calórica, y la gente pensó que ya se había vuelto a la normalidad. Un día, muy temprano, de nuevo el sol refulgió con una furia inusitada. Pareciera que quisiese quemar la naturaleza. El rey del cosmos estaba herido y respiraba fuego, que expelía sin piedad sobre la tierra. La temperatura aumentó de manera inconmensurable, y se podía decir que pretendía derretir los nevados, asolar los campos, escanciar las aguas y secar la tierra para que sobre ella no quedaran sino ruinas y recuerdos de lo que antes era belleza y frescor. El embalse de Las Sardinas estaba bajando de nivel, el río La Bonga mermaba su caudal, y los caños y quebradas mostraban un debilitamiento de sus corrientes que asustaba a los campesinos. Las noticias que Román escuchaba hablaban de la reducción en los niveles de agua de las represas, el adelgazamiento de las corrientes de los ríos y la sequedad de las lagunas, pantanos y humedales. El país estaba asustado. En El Olvido se reunió la gente con el cura Román. Hablaron de lo que estaba ocurriendo afuera del pueblo y de las consecuencias que estaban afectando a la nación. El pueblo debía prepararse. Y ¿Cómo? No había más que los tanques de las tres casas de Laureano, Roque y Venancio y la alberca de la escuela para llenar. De todos modos, había que repletar de agua cualquier vasija, cantina, olla y pimpina disponible en cada casa. No sabían cuánto tiempo duraría esta situación tan extrema. Así procedieron, y en cada casa se guardó agua dentro de las posibilidades de almacenamiento de cada uno. La fábrica de hielo producía a todo esfuerzo para proveer a los lugareños. No importaba si había dinero o no, la gente se llevaba sus porciones para refrescar el agua hirviente que llegaba aún por las tuberías. Y poco a poco, casi sin darse cuenta, el calor escanció el agua del embalse, agotó la corriente de La Bonga, y adormeció la vegetación doblegada por esa embestida brutal de la temperatura. Comenzaron a encontrarse cuerpos inertes de babillas, iguanas, culebras, ratas, conejos, pajaritos que habían muerto por causa de tan alta presión de calor. Los peces, desde antes de agotarse las corrientes, habían desaparecido como por encanto, como si hubiesen presentido la debacle que agotaría las aguas. Y el cansancio y el agotamiento se apoderó de los pobladores que acudieron donde el cura Román para decirle que le dijera a ese Dios tan misericordioso, milagroso, bondadoso y compasivo que él les mostraba, que los estaba dejando consumir por el calor. “¡Qué se deje ver, carajos!”, le gritaban. El cura Román tomó el único Cristo de madera que tenía en la iglesia y organizó una procesión rogativa que recorrió el pueblo rezando el rosario como ocho veces, recorriendo todos los misterios, desde los gozosos hasta los gloriosos, la salve, hasta los mil jesusees, para decirle a Dios que los estaba dejando morir en “este valle de lágrimas” y ¡que les mostrara qué carajos habían hecho de mal para merecer ese castigo tan hijueputa! Terminaron la correría como a las doce de la noche, después de darle como veinte vueltas al pueblo, con los zapatos gastados, aumentados los callos, la piel escoriada por la violencia de los rayos ultravioletas, el cuerpo ensopado en sudor, un desaliento infinito que no se explicaban cómo lo habían soportado durante la procesión, las ojeras que parecían pliegues de carriel, adormilados por el sopor, sedientos como nunca, y esperanzados en que aquella rogativa surtiera el efecto deseado. “Recuerden” – les decía el cura Román en voz alta: – “No es en el tiempo de ustedes que suceden las cosas, es en el tiempo de Dios. Tengan paciencia, hermanos.” Y con ese cansancio tan bestial, que no dejaba trabajar libremente al cerebro, se retiraron a sus viviendas con la esperanza de dormir, aunque fueran una o dos horas, pues era tanto el calor que, aún con ganas de adormilarse, no lo podían hacer, porque el ardor de la temperatura y la humedad del sudor lo impedían. Comenzaron a notar que estaban sucediendo cosas muy graves. El ganado no tenía agua en los jagueyes, los frutales habían perdido la flor y no daban frutos, las plataneras estaban secándose y los vástagos eran flacos y débiles, los árboles de sombra perdían de a poco su frondosidad, en fin, el campo lloraba desconsolado por la aridez que estaba cercándolo. La tierra sufría, los animales sufrían, el hombre sufría. Y nadie, ni en El Olvido ni en ninguna parte, sabía que pasaba, en realidad. Y el calor seguía cercando a los pobladores con su ardentía inmisericorde. La esperanza, que nunca se perdía, ahora estaba desaparecida. El pesimismo y la tristeza se apoderó de las gentes y algunos pueblerinos, como Laureano, comenzaron a sentir una rabia inexplicable, un deseo de desquitarse con algo o alguien por el daño que se estaba produciendo en ellos. Estas situaciones tan catastróficas e insólitas, sacan a flote las emociones del ser humano, positivas o negativas. Los lleva a la ira intensa, al dolor profundo, al sufrimiento procaz, o le extrae la compasión y solidaridad más inexplicables, que surgen de almas desprevenidas que ven al otro como si se vieran a ellos mismos. Y esas emociones confunden a las personas y las llevan a extremos incalculables, que los hacen desafiantes y violentos. La cordialidad que antes armonizaba a los habitantes cedió el terreno a unas actitudes negativas antes desconocidas. Pareciese que todo les incomodaba, el vecino, las cosas a su paso, los animales. Era como si algo ajeno a ellos estuviera jugando a transformarlos inversamente. El cura Román hacía todo lo que podía para calmarlos, “que tranquilos, que tengan calma, que todo va a cambiar, ¡hombre! ¡la bola siempre da la vuelta! ¡nada es para siempre! Ya verán como todo va a ser como antes…” Conversaba con uno, escuchaba a la otra, y sentía que el pueblo entero se estaba descontrolando. Y si eso pasaba en un pueblecito como El Olvido, ¡qué diremos de las capitales! – pensaba – mientras caminaba presuroso a atender un enfermo, consolar a un desesperado, poner unas compresas frías a un enfermo de la piel, apoyar en un parto. El cura se multiplicaba y terminaba las tardes agotado, minado por ese calor tan tormentoso, y cuando lograba pegar los ojos, con el cuerpo poseído por ese maligno sopor de los infiernos, llegaban a despertarlo para decirle que la señora Simona estaba enloqueciendo, que Lauro estaba en el café insultando a todo el mundo preso de una rabia desconocida, que el agente Miro se había peleado con la novia y estaba llorando desconsolado en una silla de la plaza. Y eso era lo que ocurría, en mayores proporciones, lejos de allí, en los pueblos grandes, las ciudades, la metrópoli capital, en los países vecinos, eso era lo que decían las noticias de la radio. El calor estaba causando esta debacle y esta confusión tan horribles que estaban sacando de quicio a las personas. Pero su problema era El Olvido, no San Anselmo, ni las otras ciudades. Era su gente, los que le escuchaban cantaletear como beata, los que le confiaban sus pecados y le pedían la hostia los domingos en la misa. El cura comenzó a preguntarse: “¿Es qué Dios se olvidó de este pueblo? ¿Es qué no es ese Dios compasivo y amoroso del que tanto me hablaron y hablo? ¿Dónde se esconde cuando ocurren estas cosas?” Y comenzó a comprender que no era cosa de Dios, ni de Su voluntad, sino cosa de lo que había creado y que los humanos alrededor del mundo no se cansaban de depredar. “Las consecuencias de los actos humanos aparecen cuando menos se espera,” – pensó – “y esto puede ser el resultado del comportamiento del humano con la tierra que le permite caminar sobre ella, sembrar, cosechar, que le provee del agua, que le da los frutos y los animales, que le regala sombra, valles, montañas, toda una gama esplendorosa de regalos que el Universo puso ahí, frente a sus narices, para que se gozara de ellas, no para que las maltratara.” En fin, elucubraba mientras atendía las diversas ocupaciones en que los lugareños lo enredaban, como si él fuera la única solución, la única respuesta, el último cáliz de donde beber. Cada noche, de cada día, de los días que habían pasado desde el primero en que el sol se encabritó, los lugareños terminaban mermados, desanimados, rabiosos, sin comprender qué era lo que motivaba esta situación de incomodidades y destrucción, porque ya se empezaba a notar cómo los animales sentían la fuerza de este extraño ataque de la naturaleza; ellos, que eran tan fuertes, que poseían un instinto que les permitía avizorar las inclemencias y buscar el remedio para ellas, se veían lerdos, aplomados, cansinos, como si les hubiese caído una volquetada de escombros encima. El ganado se veía flaco, desgarbado, con los huesos pegados a la piel, los ojos turbios, los cascos roídos y escarnecidos, viviendo de chiripa, comiendo las nacientes hojitas que la tierra, generosa, dejaba aflorar del pasto que se había secado o se lo habían comido, como un intento por renovar la pradera. Los tigrillos y zorros y perros de monte y otros animales, venían en la oscuridad de la noche hasta los patios de las casas, los puntos donde se acumulaba la basura, buscando migas de deshechos que pudiesen haber quedado de lo poco que estaban comiendo los humanos que, en este momento, tenían a la escasez de alimento como otra de las amenazas. Ya no eran el sol y la sequía y la posibilidad de que el embalse secara totalmente lo que les pelaba los dientes, era la posible hambruna que se derivaría del verano inmisericorde que estaban viviendo. ¡Oh, Dios! ¡Qué terrible porvenir se mostraba en el claro firmamento de la vida! Pero el cura Román se paseaba arriba y abajo del pueblo, arengando, animando, expresando palabras de acompañamiento y hablando de una esperanza que todos en el pueblo, incluso él, no veían como un aliciente para la serenidad del espíritu. “¡Qué no se agote el agua, Dios!” – rogaba el cura en sus adentros – mientras observaba que cada día el horizonte resplandecía con más fuerza y el sol quemaba con más intensidad. Las noticias que recogía el cura por la radio, para cuyo aparato tenía guardadas unas cuantas pilas, eran igualmente caóticas. Pero debía callar. Total, ni un alma ajena se apareció por allí desde hacía como quince días. Se había ido hasta la Ye con la esperanza de encontrar gente que le apoyara a encontrar agua, o frutas, o cualquier clase de comida para llevar a El Olvido. Pero ni vehículos se vieron pasar por la vía durante el tiempo que estuvo ahí. Eso quería decir que el panorama era igualmente siniestro en las fincas y pueblos vecinos, tal vez en San Anselmo, también. Con el chofer del jeep que fue hasta la Ye se metió por la región para observar cómo estaban las cosas, pero rápidamente se cercioró que era igual a lo que pasaba en su pueblo. Regresaron esa noche desconsolados y tristes, seguros de que la hora había llegado. Sin embargo, debía resistir, animar a los lugareños y acompañarlos en sus temores. Los ceños fruncidos, las ojeras alargadas, ese rictus de tragedia en las bocas de los pueblerinos denotaban la gran desesperanza que los embargaba. Todavía no había sucedido ninguna tragedia extra que hubiese que lamentar, pero el cura sabía que en cualquier momento empezarían a suceder. Aún quedaba algo de agua en el embalse, pero había que ir hasta allá para traerla. Después de todo, los poblanos se habían ajustado a la recomendación de guardar el agua celosamente y no gastarla hasta que hubiese una necesidad urgente, por el momento, traerían del embalse lo necesario para surtir lo de cada día. La bomba que succionaba el agua para conducirla por el remedo de acueducto, ya no lograba atraerla y la habían apagado. Entonces acudieron a una volqueta vieja que sellaron con barro en las hendijas de la compuerta, y así lograban llegar con un poco más de la mitad del líquido recogido, porque por el camino se iba colando por entre el remiendo. Era un panorama de tenebrosa realidad el que se estaba viviendo en El Olvido. Y comenzó a aparecer la sed. Asomó tan de repente como asomaron aquellos destellos impresionantes del primer día. El embalse agotó la reserva, la fábrica de hielo ya no lo producía, y la gente empezó a tomar de las vasijas guardadas. “¡Por favor, no tomen cantidades grandes, solo tragos pequeños para que dure la reserva!” les gritaba el cura con ese afán que la angustia le producía. Pero la gente no supo manejar esta situación y tomaba vasos completos del precioso líquido, tesoro invaluable en aquellos momentos. La sed se metió por todos los rincones del caserío como una tromba que tumbaba todo a su paso. La gente acezaba como los perros por el calor y por la sed, se tiraban bajo los árboles adormecidos y despoblados del parque, intentando olvidar que tenían sed, deseando soñar que todo lo que estaba sucediendo era una ilusión pasajera. Pero la realidad decía otra cosa. La primera víctima mortal de la falta de agua fue Cristal, una perrita criolla que deambulaba de casa en casa, logrando la conmiseración de los pobladores que le daban cualquier cosa para comer y le regalaban algunas gotas de agua para calmar su sed. Un día por la tarde se le vio caminando, sonsa, por la calle de las ánimas, como si fuera una de ellas, con la lengua afuera, los ojitos casi cerrados, temblosa y mustia, y de pronto cayó sobre la tierra caliente como si hubiese perdido toda energía. Murió de sed. La levantaron y la tiraron al pozo de los deshechos, y se olvidaron enseguida de ella. Y así comenzaron a morir los perros, los gatos, los marranos, las reses caían como empujadas por una mano invisible, los pájaros caían de los árboles de un momento a otro, y se presentó de repente un cuadro siniestro de muerte que fue como la premonición de lo que habría de suceder con los humanos, que ya estaban llegando al límite de sus fuerzas. Y comenzaron los tropeles, los robos, los ataques a todo aquel que tuviese agua guardada, se acabó el respeto y la solidaridad, la amistad dejó de existir y el deseo de satisfacer aquella sed tan espantosa rebasó cualquier valor moral, dejando salir a flote lo peor que un ser humano puede comportar, con tal de satisfacer la sed. En las mañanas se encontraban cadáveres de personas que habían sido asaltadas y robadas, las vasijas con agua desaparecidas, los niños con sed, envueltos en el llanto más lastimero que nadie podría imaginar, las viudas abrazando los cuerpos de sus compañeros, los hijos pegados a las madres suplicando el milagro de su protección. Y el cura Román sacando energías de donde no tenía, atendiendo un enfermo allí, rebuscándose un trago de agua para un moribundo allá, como ese samaritano del que se había investido el día en que se ordenó. Estaba macilento, ojeroso, adolorido por el esfuerzo desmedido que desarrollaba, entregado a esa labor escogida desde que era un muchacho. Por momentos sentía que lo iba a vencer el agotamiento, pero cuando escuchaba llorar a los niños pidiendo agua para calmar la sed, un vigor nuevo se apoderaba de él y recomenzaba su labor humanitaria, recogiendo cadáveres y enterrándolos, limpiando heridas y aplicando emplastos, consolando tristezas y prodigando amor, mucho amor, todo el que tenía dentro de su alma, entregada al servicio de esta tragedia inesperada. La gente se moría de sed, se caía al suelo desgonzada, sin fuerzas, mascullando maldiciones los unos, rezando y pidiendo clemencia al cielo los otros, despotricando de Dios algunos. Reinaba la confusión por todas partes, la gente desesperada cavaba en el suelo de los patios buscando un pozo milagroso que les surtiera cualquier gota de agua, ansiosos, angustiados, presas de la desesperación y la desesperanza. El pueblo parecía como si le hubieran explotado una bomba de gas venenoso, porque los animales se encontraban muertos y tirados en el suelo, las personas se morían de un momento al otro, sin avisar, con la tenaza de la sed en la garganta, apretando sin compasión, ahogándolos sin misericordia, como si fueran unos condenados al ahorcamiento. Laureano se encerró en su casa, trancadas las puertas, las ventanas semi cerradas, con una escopeta en las manos para defenderse de cualquier ataque que se presentase. Pero el agua de su tanque también empezaba a escasear. Leves gotas del líquido llegaban hasta el lavamanos, donde él las recogía y con un pañuelo humedecido en ellas se frotaba los labios quebrados por la sed. La planta dejó de funcionar por la falta del diésel, y el calor dentro de la casa era como fuego que ardía sin control. Un día, desesperado, sacó de la billetera la foto de aquella mujer que lo había dejado de amar y que motivó la fundación de El Olvido, la puso contra la pared, sobre un armario, y mientras la miraba con los ojos inundados de lágrimas y sudor, se disparó un tiro en medio de la boca que le destrozó el cerebro y esparció por la casa los sesos. La desesperación había comenzado a provocar en los habitantes de El Olvido decisiones en contra de sus vidas, y se presentaron varios suicidios que, como una cadena, fue formando eslabones de muerte por todo el pueblo. El calor seguía inclemente y descomponía los cadáveres de hombres y animales, confundiendo los olores y provocando un hedor asfixiante que impedía respirar con normalidad. Una tarde, el cura Román se paró del piso donde atendía a un niño que murió en sus brazos, miró al cielo, llorando, y gritó desesperado: “¡¿Dónde estás, maldito Dios?!, ¡¿dónde?! ¡¿Qué fue lo que hicimos para que merezcamos esta catástrofe?!” Y cayó arrodillado, temblando, envuelto en el llanto y humedecida su faz por las lágrimas, en movimientos compulsivos que no era capaz de controlar. Al momento se derrumbó desmayado, casi muerto. Cuando despertó, tirado en el catre de su aposento, adonde lo llevaron algunos vecinos, sintió que había agua dentro del cuarto. Salió y observó que el cielo se estaba vaciando, las nubes negras como la noche estaban dejando caer toda el agua que se había robado el verano. Los lugareños reían otra vez, los pocos niños que habían sobrevivido se bañaban con los chorros de los bajantes, las calles parecían arroyos y los relámpagos iluminaban un pueblo que había pasado muchas madrugadas en la oscuridad total. ¡No lo podía creer! ¡Estaba lloviendo! Corrió a tropezones hacia el parque, siguió de largo hasta el río La Bonga y vio la borrasca que llenaba el cauce del río, volvió al pueblo, fue de casa en casa cerciorándose del estado de cada familia, y de nuevo en el parque se detuvo en el centro y miró la desolación que el verano inesperado había provocado en el pueblo. Casas derruidas, comercio abandonado, familias destruidas. Había que empezar de nuevo, reconstruir de las cenizas, congregar a los lugareños y apoyar la nueva fundación de un pueblo que, tal vez, había sido signado por su nombre, porque era un pueblo olvidado de todos, alejado de las urbes, una ilusión destruida por una catástrofe que, si bien, causó tragedias y daños en otras partes, en este pueblo la desolación había sembrado sus raíces. Llovió y llovió y llovió sin parar durante muchos días, destruyó casas que estaban semi derruidas por el calor intenso que habían soportado, arrasó con el pozo de los desperdicios y los llevó hasta el río, destapó tumbas y sacó despojos humanos llevándolos hasta la corriente de La Bonga, como si de esta forma limpiara el recuerdo de unos días aciagos que enfermaron los cuerpos y las almas de los sobrevivientes, pero calmó la sed, la maldita sed que había secado paladares, ahogado gargantas, resquebrajado labios, dándoles una nueva energía a los pobladores y devolviéndoles la esperanza perdida. El cura Román supo ese día que Dios era la naturaleza, los humanos, el sol y las estrellas, el viento y la lluvia, el universo entero. Supo que Dios era todo lo que él era y lo que veía. Que contra las rebeldías de natura nada se podía hacer para controlarlas, porque ella misma decidía cuando comenzar un evento y cuando terminarlo. Entendió que hacía parte de un todo poderoso y que el universo se encargaba de cobrar las afrentas que el hombre, en su codicia y ambición, le propinaba a la hermosa tierra que habitaba. Supo que la verdadera religión era el amor por sí mismo, por el prójimo y por la naturaleza. Y envuelto en estos pensamientos, caminó despacio, lento, hacia la ramada que hacía las veces de Iglesia y de casa cural, se tiró sobre el catre, y se durmió profundamente, tan profundamente, que cuando despertó creyó haber vivido un sueño trágico y destructor. La sed había desaparecido.
AUTOR: RAFAEL ORLANDO ESTRADA MADRIGAL
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Rafael Orlando Estrada Madrigal; Escritor Colombiano. Combina las letras con las ventas y el mercadeo. Actualmente Pensionado. Autor de la novela TRES HERMANOS, una decisión de amor, autopublicadas en Amazon y Autores & Editores, Bogotá. Autor del libro de autoayuda ODELÍN EL MENSAJERO, autopublicado en los dos sitios mencionados. Autor de ROSAS ROJAS PARA AMANDA, pendiente de publicación. Autor de PARRICIDIO, pendiente de publicación. Autor del libro de cuentos y relatos «HISTORIA DE UN DOLOR», pendiente de publicación.