La pobre anciana, con la mirada fija en el cielo, determinó que la noche estaba a minutos de realizar su presentación rutinaria. Tomó las llantas de su silla con ambas manos y retrocedió, alejándose de la puerta de su hogar desde donde observaba a los escasos viajeros que pasaban por su casa. Algunos la saludaban, mientras que otros desviaban la mirada en dirección opuesta a los ojos de la anciana. Su cuerpo, ya un tanto oxidado, le dificultaba incluso el simple acto de cerrar una puerta. Cuando la vejez se combina con la falta de una extremidad posterior y el abandono, casi todo parece imposible.
Retratando cada movimiento como una danza que solo la muerte podría apreciar, la anciana cerró la puerta para evitar que el frío entrara y se encaminó hacia su cocina, construida con concreto desgastado y algunas gavetas vestidas de polvo, evidenciando la incapacidad de limpiarlas por sí sola. Buscó debajo del muro de su cocina un tarro donde guardaba su panela. Aunque muchos la menospreciaban, para ella era una fuente de energía indispensable. En sus últimos años, se había convertido en una catadora experta de panela, ya que era prácticamente lo único que podía comer, a pesar de que muchos de los viajeros que pasaban por allí le ofrecían comida, algo que la anciana había olvidado por completo.
Una vez encontró el tarro que tanto buscaba, retiró la tapa y notó que solo quedaban pequeños pedacitos de su maná divino. Metió la mano hasta tocar fondo y escarbó como un minero, igual que aquel que la acompañó años atrás y que la muerte se llevó en un acto de envidia. Intentó saciar su hambre, pero la dosis era muy pequeña, a pesar de que dicen que el estómago de los pobres se reduce por la falta de comida. Volvió a tapar el tarro e hizo una rápida plegaria, como un pensamiento rogando que el Dios al que servía y obedecía hiciera el milagro de llenar aquel plástico con comida para poder sobrellevar los años que le quedaban.
Una vez terminada su cena, Doña Pastora se dispuso a ir a su habitación para descansar su cuerpo ya cansado por las décadas vividas. Sin embargo, su acto final fue interrumpido por una visita inesperada: su nieto, un joven apuesto. A él le encantaba visitar a su abuela para escuchar todas las historias que ella contaba y que él anhelaba algún día vivir. A pesar de ver la puerta cerrada, el joven tenía un truco bajo la manga para abrirla, y lo usó con la intención de sorprender a su abuela, quien, con una sonrisa, le mostró su alegría. Él le dio un beso en la mejilla y se inclinó ante ella para recibir su bendición. La anciana atendió su deseo, y una vez lo hizo, le invitó a comer, pero al final recordó que no tenía nada que ofrecerle, así que se disculpó por haberle mentido.
El joven, cuyos ojos brillaban como si se tratara de su amada, le pidió que no se disculpara, sino que se alegrara por la intención de su visita, la cual traía muchos regalos. Ambos pasaron a la cocina para apreciarlos; él desde la parte posterior de la silla la empujó y con su voz gritaba: «¡He aquí a la reina más hermosa del mundo!» La anciana solo podía reírse por las ocurrencias de su nieto. Esa noche se prepararon todo tipo de manjares que ni en los reinos más grandes se pueden disfrutar. Desde el cielo se observaba aquella escena de dos enamorados de la vida y unidos por la sangre. La abuela acostumbraba a dormir en su silla, ya que no había nadie que le brindara ayuda para recostar su cuerpo en la cama fría que deseaba algún día volver a tocarla. La abuela le pidió a su nieto que le ayudará a cumplir su petición de poder dormir después de tantos años en su cama y así descansar verdaderamente su alma. El nieto no se negó, y una vez lo hizo, la arropó y esperó a que se durmiera con sus arrullos juveniles. Esa noche, una vez ausente el nieto, la muerte se llevó a la viejita. Aquella casa quedó reducida a recuerdos de una mujer que, junto con su hogar, se deterioraba poco a poco hasta que la memoria era lo único que podía almacenarla.
Por allá no se volvió a ver al joven, decían los restos de panela dentro del tarro. La cama argumentó que la abuela había sido llevada por la muerte porque fue Dios quien la llamó. Después de varias semanas, el nieto recibió una carta de su abuela desde el cielo, la cual decía: «Mijito, no te preocupes por mí. Aquí en el cielo, Dios escucha mis historias y ningún viajero evade mis ojos. Además, tengo una casa que, al igual que yo, no se deteriora, sin dejar de lado que el tarro de panela nunca se acaba».
AUTOR: SANTIAGO VILLA ORTIZ (COLOMBIA)
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Santiago Villa Ortiz, escritor nacido en Cúcuta, pero criado en el Quindío desde una semana de nacido (poeta, cuentista y ensayista). Director de la editorial independiente El Observador, futuro licenciado en Literatura y Lengua Castellana en la Universidad del Quindío con una propuesta meritoria. Ha tenido diferentes publicaciones en revistas como: Polilla, Pesadillas y Ensoñaciones, Revista alcantarilla.
La escritura se ha convertido en el refugio que lo ha ayudado a afrontar las diferentes situaciones a lo largo de su vida. Cree que la literatura más que un arte es el pensamiento en sí mismo. Ha tenido varios escritores, profesores, tutores como referentes para su desarrollo literario: Yenny Zulena Millán, Juan Manuel Acevedo, Edgar Poe, Gabriel Garcia Maquéz, Carlos Castrillón, Edwin Vargas, Elias Mejia y Jorge Luis Borges.
Una de sus mayores metas es convertirse en un escritor con una alta calidad escritural tanto dentro como fuera del país.