Duermevela

A la recepcionista del hotel le molesta mi presencia, es evidente. Por tercera vez me pregunta con tono desafiante si necesito algo. Por tercera vez le respondo, eso sí, con una sonrisa que no me cuesta fingir, que estoy bien y espero cese la llovizna para salir a fumar. “No se preocupe,” dice, “cerca de la piscina puede hacerlo, hay una zona cubierta habilitada para tal fin. Vaya para allá, señor…” A diferencia mía, aparentar simpatía le cuesta mucho. Son las dos de la mañana, su café se enfría y no disimula el enfado que esta contrariedad, sumada al cansancio del turno nocturno, le producen. Las estrictas normas de front desk, le impiden dejar su puesto para servirse otra taza mientras yo siga ahí parado como un idiota escrutando cada uno de sus movimientos.

       Las necedades de mi mente voluble me tienen en esta situación incómoda para ambos. En otras circunstancias me hubiese quedado en la habitación, abriría cortinas y ventanas, me encaletaría en el baño o saldría a la cornisa a terminar de un sólo golpe con tres cigarrillos, así tuviese que pagar la multa absurda que nos imponen los hoteles a los viciosos. Pero encerrarme no estaba dentro de las opciones. En el cuarto la ansiedad acabaría por triturar mi cordura, y dadas las circunstancias, las decisiones que podría tomar afectarían aún más mi panorama: de confuso pasaría a ser patético y eso es lo que menos necesito.

       La mujer me observa directo a los ojos. En su mirada reverberan mil fuegos, le es imposible ocultar su enfado a estas alturas. La entiendo, estoy estacionado junto a la puerta sin hacer nada, existo de mala forma, soy incómodo, una suerte de supervisor que no cobra sueldo mientras husmea. Todo fluye a marchas forzadas, la imprudencia se vuelve ley en un lugar donde el sueño y el tedio deberían reinar con impunidad.

       Esta es una madrugada extraña, apta para insolentes que no tengan mi calaña; la empleada lo deja claro. Me lanza una mirada de “vete al diablo, infeliz,” abandona su puesto, pasa frente a mí como si no existiera. Sin perder de vista la cámara de seguridad, camina despacio hasta la máquina dispensadora, saca varias monedas del bolsillo y las introduce en la ranura. El líquido oscuro cae a borbotones en el vaso de cartón que el vapor parece derretir. “Es una hembra hermosa,” pienso; y ahora, que me concentro en ella sin pudores, aparecen ciertas características que la hacen más atractiva: madura, cuerpo firme, de baja estatura, cara linda, como me gustan las mujeres, mulata, dientes perfectos, ojos grandes. Delgadas trenzas amarradas con hilos amarillos, verdes y rojos, resaltan la redondez de su cráneo, le dan un aire de sacerdotisa suajili, con superioridad dinástica. Hastiada de mis impertinencias silentes, escupe una oferta que asumo como la invitación a desaparecer en buenos términos:

– ¿Le presto un paraguas para que pueda salir a fumar? Lo veo un poco alterado con la abstinencia… Sea obediente, ¿sí?

-Lamento haber crispado sus nervios. Debe ser lamentable que un tipo se le plante en mitad del turno a mirar todo lo que hace. Acepto su propuesta y prometo dejarla en paz. Es más, en diez minutos estaré encerrado en la habitación como un niño bueno. Ah, y discúlpeme… A una mujer bella como usted es imposible no mirarla, aun sabiendo que no le gusta-, dije, tratando de ser cortés.

       Me pide con los últimos arrestos que le permite su paciencia, que deje el paraguas junto a la puerta cuando vuelva a entrar. Intento desearle buenas noches, pero al intuir lo que quiero hacer, da la vuelta y se refugia entre el arrume de papeles que amenazan con caer de su escritorio.

       El calor es agobiante, esta ciudad a cualquier hora es un invernadero. Saco de la cajetilla un mentolado y me dejo llevar por los latigazos del humo. No disfruto las bocanadas, es la maldita ansiedad la condición que me induce a llenar de tóxicos los pulmones. Dos hombres que caminan por la acera se acercan. Me piden, con marcado acento antillano, que les regale cigarrillos. Están ebrios. Les hago un ademán para que sigan de largo, “no me frieguen,” les digo entre dientes y sonrío sarcástico.  Malentendiendo mi gesto como una invitación a la amistad, empiezan a contarme los detalles de la juega en la que acaban de estar: “Muchas apuestas, bro… Muchas zorras, bro… Nos sacaron hasta la camisa esos mejicanos jugando a las cartas, bro…”. La paciencia no me alcanza para cortar la conversación de manera elegante. Miro el teléfono, les hago una señal y me vuelvo a meter al hotel.  A mi espalda, los hombres a carcajadas, me agradecen el detalle. “Borrachos maricas,” pienso, mientras cruzo el lobby.

       Ya en el cuarto, enciendo la televisión, me tiro en la cama, hago zapping, me detengo en la repetición de uno de esos magazines insulsos de la mañana en los que dan recetas, leen el tarot y hablan de sexo “del bonito” para acabar con el tedio en el matrimonio…  Tres “engendros” saltan como posesos de lado a lado de la pantalla buscando hacerse los graciosos. “La televisión latina es un asco”, digo para nadie. No acabo el comentario cuando uno de los presentadores, con exasperante acento “mejicoboricuainsoportable” y tonito bobalicón, anuncia que al día siguiente estará en un centro comercial del oriente de la ciudad realizando un concurso infantil de talentos. No evito la carcajada. En el mismo lugar, a la misma hora en que me voy a encontrar con Carmen, este payaso patético llevará a cabo su espectáculo para una audiencia ramplona, mientras, a mí los nervios de la espera me carcomerán los intestinos. Me conozco, a la cita voy a llegar con cincuenta minutos de adelanto, así tenga claro que ella aparecerá, como siempre, con una hora de retraso y cara de que le quedo debiendo por ser puntual.

       Apago el aire acondicionado, las luces, me recuesto en el sofá. Dentro de cuatro horas volveré a verla después de diez años… Esa certeza no permite que el sueño me acompañe. Comienza a suceder lo que temía: litros de ácido láctico circulan por la pulpa de mis carnes y activan los sesos.  El encierro hace que piense, pensar me llena de ansiedad, la ansiedad entumece los músculos que pensé, el lactato haría mazacote. Se alborotan las pulsaciones del corazón, potencian mis deseos de fumar como un preso atado a una máquina de resucitación. Estoy perdido y la sensación me encanta. Siempre sucede lo mismo antes de encontrarme con ella, y siempre se resuelve de la misma forma: apenas la bese los síntomas desaparecerán. Síndrome de abstinencia potenciados por un polvo en ciernes hace mucho, llaman los expertos a este mal necesario.

       Una madrugada de mierda da paso a un jueves oscuro con lluvia, más humedad y esperanzas colgadas de las nubes. Me arreglo en once minutos. Aprovecho que el restaurante está abierto para tomar un poco de leche. En la recepción una nueva encargada me observa divertida. “Seguro su compañera le dio mi descripción y le contó lo fastidioso que estuve.” Despeja cualquier duda cuando, exhibiendo una sonrisa de comercial, sin decir una palabra, me entrega un paraguas, indica el área de fumadores junto a la piscina y sigue con sus asuntos.

       No sé si su auto es plateado, azul, anaranjado o verde (quiero creer que es verde, como el de Fernanda Mía, en la “Amigdalitis de Tarzán,” de Bryce Echenique), nunca se me ocurrió preguntarle por ese detalle. Cuando veo aquel sedán blanco parqueado frente a la peluquería, cuya ventanilla baja en cámara lenta cuando me acerco, como si de una escena de thriller policial se tratara, ratifico que Carmen ha crecido y mis delirios de fantasía literaria ya no enternecen su corazón. Jamás renunciará a sus formas, a sus códigos, debe proyectar seriedad; aunque sabe que tiene una imaginación fuerte, así no lo reconozca y su carro ostente un lustroso color perla aburridísimo, el maldito cacharro en el fondo de su corazón es un Alfa Romeo verde que matiza despedidas en una intersección de un barrio bohemio como todos los de París.

       Me acerco temeroso, extasiado al mismo tiempo. Cuando nuestras miradas se encuentran, cualquier sensación incómoda desaparece. Me ruborizo, sonrío como un tonto, nuevamente soy feliz… Me abraza. Por un momento dudamos: ¿cómo debemos saludarnos? El instinto nos lleva a besarnos en la boca, rico, muy rico, tibio, con lengua, despacito, sin bajezas, sin prejuicios, con miedo y un cariño de amigos que se aman mucho, con pasión de amantes que se murieron una mañana después de comerse un coctel de camarones…, es lo natural, así la lógica nunca aplique cuando estamos involucrados. Media hora después, ya instalados en su casa, me prepara el desayuno, huevos con hogao, pan integral, leche, jugo de maracuyásu passión fruit, -no se cansa de decirle así la muy snob- su compañía que tanto valoro. Nos descalzamos en la sala mientras la música de Selena y decenas de párrafos aprendidos de la “amigdalitis,” llenan nuestros corazones de nostalgia benigna y a los pies desnudos con ganas de tocarse. Sin prisas, nos contamos lo que nos contamos todas las noches por el teléfono. Hora y media después, estamos entre las sábanas encontrándonos como es, como obligan nuestras soledades rodeadas de tanta gente día a día… Todas nuestras veces son la primera, vírgenes que rondamos los cuarenta, aunque hoy es especial: por fin retozamos en una cama que le pertenece.

-Te quedas conmigo los días que faltan para tu regreso-ordena-. Por fin te atreviste a venir a mi casa y aquí se hace lo que yo quiera. Esa es la norma. Ni tus miedos o verdades a medias tienen cabida.

-Para ser sincero, ganas de irme no tengo muchas… Estando contigo las consecuencias no tienen relevancia, menos sustancia, Carmencita de mi alma. ¡Que se nos caiga el mundo encima, carajo…! Si hemos de perder, tiene que ser con estilo, ¿no te parece?

-Entre nosotros perder no es una tragedia. Lo dices siempre. He comenzado a creerte y eso es peligroso…

-Esas palabras las anula la esperanza de permanecer a tu lado, así sea para que me mates.

       A eso de las cinco suena el teléfono. Amalia, su compañera del trabajo, confirma que puede reemplazarla al día siguiente en la reunión con los ejecutivos de una aerolínea. Su rostro se ilumina. Soy un ente cuya única misión es hacer caso Me besa, toma mi brazo firmemente y me lleva hasta el baño, abre la ducha y me hace entrar. El chorro a presión le pega el cabello con iluminaciones rubias al cráneo y resalta sus facciones, se voltea, lleva mis manos hasta sus senos para que los acaricie. Veo cómo el agua recorre su espalda, cruza esa línea que divide por la mitad su pelvis, se pierde y emerge diáfana en la parte interior de sus muslos. Un momento que no olvidaré, estoy atado a ella… La beso por enésima vez; esa sensación de angustia que provoca la observación hace que mis instintos salgan del letargo. Acariciar, agarrar, poseer, nada más tiene sentido. Sus formas conservan la gracia que conocí hace mucho, son perfectas, hechas a la medida de mis manos que son las suyas cuando la ausencia me encarcela en un auricular a miles de kilómetros de esta casa.

       Por su pecho salpicado de pecas el agua dibuja formas vegetales, hojas finas, raíces, vástagos iridiscentes, envés transparentado que brilla con la luz cuando lo choca. Sus parpados inferiores se tiñen con tonos morados y verdosos que el exceso de trabajo le marca en la piel bajo los ojos. Es hermosa, está conmigo, y lo mejor es que ninguno sabe hasta cuándo poseeremos el edén… Puede que haya ruido, tentáculos que estrangulan el árbol de la creación, distancias insalvables; nada importa, el mundo es perfecto otra vez.

       Segura de sí, de lo que piensa, toma decisiones sin consultar. Está acostumbrada a no titubear. Mientras cenamos garbanzos, arroz y pollo, que preparó en un santiamén, me informa lo que haremos mañana: San Eliecer, una playa a cincuenta minutos de donde estamos, será el destino de nuestra “jornada sin responsabilidades.” La miro y no puedo contener una carcajada que me sale del estómago. Toma una de las almohadas, la lanza con todas sus fuerzas a mi cara, me hala del cabello y hunde su lengua en mi boca.  Una orden terminante zanja cualquier reclamo que quiera hacerle: “Hagamos el amor y descansemos; el de mañana será un día largo, pequeño huevón. Ah, y deja de reírte, sé que soy una mandona sin remedio… ¿Y qué?”

       Cumplo con la primera parte del mandato, la segunda se hace esperar.  He sido insomne desde que tengo uso de razón. La escucho roncar a mi lado; ese trepidar tiene un efecto soporífero en mi cerebro, socava, aletea; pero fracasa en su propósito de llevarme a los profundos recovecos de la inconciencia. Duermevela, así tildaba doña Justina, mi abuela, el estado que me martiriza. En este, los sueños de ley son alucinaciones, existe conciencia del entorno, del movimiento imperceptible de las cosas habituales, cortinas que ondean cuando el viento las toca, manecillas que rasgan la panza de los relojes, sombras que encarnan en el techo cuando el contraste de las luces de los autos que pasan y la densidad de los objetos se pelean las superficies.

       El mecanismo es una dulce tortura. Su murmullo, líquido que choca contra las rocas, es una dependencia fisiológica que retomo encantado. Ronca y yo descanso, me aproximo sigiloso, percibo su tibieza contra mi esencia, la disfruto como el placer supremo que se otorga un exiliado voluntario arrepentido de perder por capricho. Mi mente trabaja al máximo mientras el cuerpo pide descanso, son ya dos noches sin dormir. Analizo lo que sucede, sus implicaciones, ella a mi lado otra vez, una pequeña victoria que le arranco a un mundo adicto a patearme el trasero.  Me gusta la negación de la realidad. Esta es una alborada fabricada para optimistas.

       Los pensamientos que elaboro y se cuelan en la inconciencia encarnan, se manifiestan, respiran tan fuerte que no pueden camuflarse con el ambiente. Asustado, siento que desde la puerta una presencia nos observa. Mis ojos se encuentran con una mirada escrutadora que resulta familiar. No puedo moverme, ni gritar, el hechizo del mal sueño ha comenzado. La entidad deambula por la habitación, serpentea entre nuestra ropa desperdigada por el piso, se acerca a mi rostro para dictarme una proclama:

-Tenemos que aprovechar el tiempo, todo se acaba… No lo olvides. Ya me entregué a las olas que tocan los puertos una vez y se extinguen; evita hacer lo mismo-. El choque de su aliento contra mi piel, hace que se ericen los vellos de mis brazos.

       Persigo a la intrusa a través de la penumbra. Sí, es mujer, tiene puesta una túnica, pulseras de cobre tintinean como sosteniendo el ritmo frenético del azar, sus hombros son delgados, los tatúa el sudor que forma una película blancuzca sobre cada uno de sus poros. Me quedo petrificado, trato de levantarme y no lo logro, “las brujas tienen el poder de paralizarnos,” me enseñó mamá. Con esfuerzo, un hilo de voz desgarra las fibras de mi garganta, hay un sabor a sangre en mi saliva, dolor intenso que sale de las entrañas, estoy pariendo una pregunta que creo necesaria y me aterra:

– ¿Voy a morir mañana?

-Todos vamos a morir-responde la mujer. Y continúa-: Trata de poner tus asuntos con Carmen en orden, tanta ausencia es perjudicial para una vida que pretende transformarse.

       Quiero seguir explotando su don de profecía, su dulce macumba; que me oriente; ahora me produce confianza en vez de miedo. Se me cierran las palabras, debo conformarme con verla salir del cuarto sin siquiera mirarme. Llaman mi atención las trenzas multicolores que se mueven en el aire como un sonajero mudo, colores atravesados que se transforman en el último vestigio rastreable de la mensajera enviada por los dioses de mi ambición para empujarme al abismo. Amarillos, verdes, rojos, hilos que develan las pasiones que mi inconsciente desperdiga a espaldas de la mujer que duerme impune junto a mí.

       Lo primero que hago al despertar es sujetarme a Carmen, que con un leve espasmo de su pierna derecha me da la bienvenida a su tibio imperio de sueños. La morena irascible del hotel, la sensual reina africana, se metió tanto en mis pensamientos, que hasta vocera de mis desvelos se volvió. No puedo sacarla de mi mente; pero debo tratar de dormir, conociendo a mi anfitriona, la mañana de descanso será un tiempo plagado de frenesí castrense.

       El tráfico insufrible de la ciudad nos da espacio para realizar el ejercicio para el que nos hemos entrenado con testarudez: recordar. La conozco hace veintidós años y el noventa por ciento de ese tiempo no la he visto. Eso sí, nuestros asuntos están plagados de drama, abandonos, encuentros como el que vivimos hoy, duras despedidas y cientos de silencios. Si no fuera por el teléfono y nuestra terquedad a prueba de todo, la vida sería muy aburrida. Hablamos de lo divino y lo humano, de sus escapadas los sábados después de la universidad para ir a escuchar música y verme beber cerveza en Galerías, las caminatas eternas por Salitre buscando sacarnos los miedos del pecho, el amor que nos tuvimos mientras el planeta se hacía trizas y nos cobraba el gravísimo pecado de ser lo que queríamos, no lo que nos tocaba.

       Me gusta estar con ella, me gusta ella, su cuerpo, sus estallidos de mal humor, por eso cada vez que puedo la acaricio, la disfruto, aprovecho las luces rojas para hablarle sucio mientras me pellizca los brazos cuando no le doy la razón. Su piel es más amarilla que de costumbre; un brazalete dorado le otorga un aire de seriedad que aniquila sin miramientos. El resto de su indumentaria es la negación de la adultez: blusa celeste sin mangas, sandalias de caucho, jeans desleídos, el cabello recogido con una moña de mil colores. “¡Contigo me vuelvo una “gamina”, Santo Cristo!” Su afirmación plasmada a gritos  llena el auto que atraviesa el puente que comunica la parte oeste de la ciudad con la costa. Tonos azules copan las ventanillas y el olor a sal es la forma en que la libertad nos informa que estamos cerca de nuestro destino.

       San Eliecer, es un lugar hermoso. Aguas que se tornan verdes por el contraste de la luz al chocar con los corales y la vida, música que fluye con el viento, arena blanca como gránulos de arroz, cielos abiertos donde las nubes no pasan de ser referencia. Una comunidad de trabajadores que se ganan la vida en faenas de mar, elaborando artesanías, vendiendo chucherías a los turistas o trabajando en hoteles de la ciudad donde vive Carmen. Aquí, además de contadas edificaciones, sólo se encuentran casas rodantes llenas de hippies, pequeños comercios y una pequeña iglesia protestante igualita a la del video de la canción de Guns and Roses, November Rain.

       Estaciona el carro en una de las bahías públicas y me pide, me ruega, para ser exacto, que la acompañe a tomarse un café. Es la única adicción que le conozco. El tráfico se hace pesado. A esta hora, decenas de autobuses repletos de visitantes se parquean junto a las escolleras para escupir su ansiosa carga en la playa. Nos demoramos en pasar la calle; pero lo logramos. A lo lejos se escuchan frenazos, pitos desesperantes, alegatos, turbas que rechiflan a los conductores que se niegan a bajar la velocidad y ponen en riesgo la integridad de los que alegres, creen la avenida un punto habilitado para deambular a sus anchas.

       El sitio, una pequeña caseta anaranjada cuya única división perceptible entre los clientes y quienes atienden es el mesón donde se ubica la registradora, simula los locales parisinos que aparecen en las películas. Tiene una docena de mesas de metal forjado empotradas al piso, techo de palmas y un mueble de aluminio donde los compradores afanados se abastecen de azúcar, servilletas y mezcladores plásticos. Desde cualquiera de sus puntos abiertos puede observarse el mar. El olor húmedo a salitre se mezcla con el vapor que desprende la cafetera y el inconfundible tufo del bloqueador solar, formando un amasijo que atiborra de sensaciones la nariz.

       Nos sentamos cerca a la entrada. Carmen me observa divertida, sabe que no me gustan los lugares llenos de gente y mucho menos el café. Rompo el silencio contándole lo que soñé, o imaginé, más bien, en la madrugada. Escucha atenta y desenvaina una pregunta cargada de veneno cuando termino mi relato:

– ¿No será más bien que la mujercita te gustó mucho y por eso se te apareció en sueños?

-La mujer me encantó, es hermosa-respondo con sarcasmo-. Pero si quieres la verdad, y espero que la asumas como tal, me impactó cómo mi cerebro exige una solución a lo que venimos evadiendo desde hace tanto utilizando elementos puntuales de mi cotidianidad.

– ¿Vas a vivir aquí conmigo? -Se quita los lentes para que vea sus ojos bien abiertos. Sonríe.

-No lo descarto… Estoy cansado de extrañarte. No niego que me encanta tener sexo telefónico, volverme loco cuando nos encontramos y todo es placer sin responsabilidad, recibir los lunes la foto que te tomas antes de iniciar tu semana de trabajo, eso es motivante. Pero hoy me siento viejo y feliz. No quiero morir solo sabiendo que la distancia hace estragos en nosotros. El miedo atávico a crecer: esa es la tara que me ancla a la soledad… Y lo juro por mi madre, eso ya no me gusta tanto.

-No exijo nada… Cero plazos… Después, llora como una nena porque me vuelvo a casar con alguien que no eres tú, o consigo un trabajo al otro lado del mundo… O dejo de hablarte… ¡Basta ya de tantas pendejadas, amigo! Mueve el culo; el sol está perfecto para broncearse.

       Busco desviar la tensión que produjo el tema que traje a colación. La propensión a destrozar los momentos felices, me vuelve a pasar factura. La beso y ella me devuelve generosa la atención. Le comento que voy a hacer un cuento utilizando la alucinación de la madrugada y ella aprueba la idea con un nuevo pellizco en mi brazo. Celos y sadismo, eso me trasmiten sus dedos al presionar la piel de mi antebrazo.

-Escribe una historia de amor, varía tu estilo. La morena de las trencitas se llamará Sara, nació en Barranquilla hace treinta y ocho años. Lo dejó todo por amor y terminó viviendo en San Eliecer, con un hombre al que le gusta pescar. Ella limpia la casa, cocina, cuida un jardín porque le fascina recrear, cada vez que los botones explotan, la batalla de flores del sábado de carnaval, las cumbiambas, la alegría que aquí es tan reposada. Puro cliché marica y bonito, ¿no?

-Soy malo para narrar romances. Ni en la realidad ni en la ficción la cosa me sale decorosa. Tú sabes, mis temas se acercan a lo metafísico, a lo increíble; el sueño está hecho a la medida de mi estilo. No, una historia de amor me quedaría grande.

-Te lo dije… Tienes miedo de arriesgarte con cualquier vaina… ¿Eres huevón, o qué? -. La seriedad vuelve a su rostro.

– Huevón me siento cuando te cabreas si te digo lo que de verdad pienso.

       Buscamos la salida. Me aprieta la mano con ganas de fracturarla. Las últimas frases que dijimos hacen estragos en nuestro humor. La gente se agolpa en la entrada del negocio. El desorden predomina en la cuadra. Un bus turístico se parquea imprudente en la intersección de las calles ignorando el semáforo en verde. Los transeúntes, evadiendo el tumulto, caminan imprudentes por la orilla de la carretera. Esperando el cambio de luz, nos despabila un chirrido largo de llantas, un bulto anaranjado de metal que se detiene abruptamente, una masa que vuela por los aires y un raudal de gritos que vienen de todos lados.

       “¡La mató…! ¡La mató…! ¡Llamen una ambulancia…! ¡Pobrecita muchacha…! Los testigos reaccionan aterrados. El cuerpo yace a menos de veinte metros de donde estamos. Asustada, Carmen me abraza y comienza a llorar. La confusión toma por asalto esta esquina. “¡No alcance a frenar! ¡Lo juro, lo ju…!”  El conductor, un tipo rubio, joven, acuerpado, baja de su Camaro y se tiende al lado de la víctima tratando de encontrar algún signo de vida: espasmos, respiración agitada, un gimoteo perceptible… Ninguna señal surge para salvar su alma.

       Pasan varios minutos. La expectativa crispa los nervios de los presentes. Todo parece detenido en una película de gel. Le insisto para irnos, el asunto es lamentable. Fracaso. Se niega a caminar. “Hasta que llegue la ambulancia no me muevo, Gabriel. Es por solidaridad, entiéndeme”.

       No quiero ver cómo quedó la mujer, su cuerpo magullado, el charco de sangre que Carmen describe. Las sirenas cortan la excitación del público. Un paramédico revisa minucioso a la atropellada. Sin pedirme opinión, sin tener en cuenta la cara de repulsión que hago, me ordena ayudarlo a colocar una sábana sobre el despojo que yace sobre el pavimento. Sujeto uno de los extremos de la tela y lo paso por encima del torso. Me atrevo a mirar. Sorprendido por lo pequeño que es el mundo y cercanas las casualidades, hijas bastardas del demonio, me encuentro con la parte posterior de un cráneo redondo lleno de trencitas amarradas con hilos amarillos, verdes y rojos…

       Sentados en la playa, lamentando aún la suerte de la mujer, nos prometemos hallar la forma de estar juntos por más de cuatro meses. Afortunadamente Carmen, no conectó las pruebas brindadas por el accidente con lo que el destino me anunció horas antes en una duermevela. Se acerca para que la conforte. Disfruto su cercanía tierna. “Lo ves, eres frágil. Por más guerrera que te sientas, me necesitas… Soy tu macho,” pienso orgulloso. Por obvias razones omito el temor que me impidió ver a la víctima antes de que ella me ordenara hacerlo.

       Aunque no puedo hablar, necesito sentirla, me hace falta palparla cuando respira. Tras varios minutos de sonidos olvidados, una frase suya hace que esta lección que acabamos de enfrentar valga la pena: “Cuenta la historia de Sara, la barranquillera, como se te dé la puta gana, un relato loco, un texto de amor, hasta un tratado filosófico te acepto; pero hazle un final feliz, Gabo. ¡Prométemelo!” La petición es redundante. Sabe que esta vez no voy a contradecirla.

AUTOR: JAVIER BARRERA LUGO (COLOMBIA)
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