Ladrón en Belén

El señor Eladio, anfitrión de aquélla Novena de Navidad, descubrió que se le habían robado el Niño del pesebre. Lo ocultaron en uno de los orificios de los ladrillos de la terraza donde estaban construyendo un piso nuevo. Yo lo había escondido en esa abertura porque después de la Novena quería adornar mi repisa con él. Los asnos, las ovejas, los chamizos, y especialmente la imagen del Niño, han sido mi afán en la noche de Belén. El dueño de la figura, un rezandero empedernido, me atribuyó tal hurto tildándome de ladrón. Era el segundo Niño Dios que se le había perdido en dos años. Me cantó la tabla y me dijo que me arrepintiera. Me señaló de impío y pecador y me amenazó con mandarme al quinto infierno. Me defendí. Le expliqué que yo no me había robado a su pequeño ojiazul, que simplemente lo había invitado a casa para preguntarle ciertas cosas sobre estos putos gobiernos. Sostuvo que yo también había sido el ladronzuelo que le había substraído el Niño del pesebre en la Navidad anterior. Detalló que el chico estaba estrenando paños blancos para sus agüitas menores. Salí con las manos en la cabeza y lo dejé cuchicheando rabiosamente algunas plegarias. No robé Mesías alguno. Simplemente lo oculté en el hueco de un ladrillo. Realmente, nada le preguntaría. Solo quería llevarlo de vuelta en el tiempo paseándolo por las callecitas de mi pueblo en un carruaje de cristal durante unas Navidades largas con globos de nieve decorando el camino y parroquianos sin hambre, luciendo trajes verdes y rojos esmaltados. Después, un festín con escarchas, pavos rellenos, relicarios, cánticos y bastoncitos de chocolate. Le haría olvidar el día en que lo escondí. Además, supuse que, como niño, se relamería jugando a las escondidas con otros niños como yo. Entonces jugamos, pero durante el juego, al señor Eladio, que también jugó, se le fue la lengua, y me contó que el santo y travieso crío, solo se escondía cuando algún malhechor indultado le pedía el milagro de volverlo alcalde o gobernante de un país. Ellos se obnubilan viendo estrellitas por obra de sedantes pulverizados. Me perdonó por adelantado porque le confesé que en la siguiente Navidad no resistiría la tentación de volverlo a esconder. Después del agasajo y del paseo en carruaje lo devolví y le regalé paños nuevos para sus agüitas. Me falta el obsequio para los indultados de mi país. Sin duda, serán pañales también, para las gotitas de café y para las pizcas de adictivos que desde la nariz se les va desmoronando sobre los pesebres a los que, dicen, van para orar.

AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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