El Precio de la Felicidad

Lo encontré tirado sobre una banca del parque del barrio Pío Xll. Estaba lleno de escaras, ojos melancólicos  -siempre lo fueron-. El color de su rostro, detenido en algún estadio del infierno, se mezclaba con la inmunda tonalidad de la ropa que parecía tener puesta desde hacía décadas. Su apatía parecía consciente. No pude ser ajeno a los sentimientos de repugnancia de la gente que lo miraba sin hacerlo, sin compasión o emociones, como si de un mal augurio ubicado en el paraíso se tratara. Lo vi y lo irrespeté; sentí pena sincera por aquel guiñapo que alguna vez consideré mi amigo y en ese momento cargaba la espantosa enfermedad terminal del abandono. No lo quise molestar, me alejé.

Doce años antes, Henry, era el ejemplo perfecto de cómo la perseverancia y la falta de escrúpulos llevados con inteligencia son capaces de generar dioses mentirosos. En la empresa donde trabajábamos se destacó por sus arriesgadas maniobras operativas, por el carisma que embrujaba hasta los funcionarios más déspotas de la aduana nacional, por la temeridad con que robaba mercancías importadas sin ruborizarse, de frente, sin falaces atisbos de moral. “Pinta pa’ millonario”, dijo alguna vez el dueño de la empresa, el honorable «Doctor» Ruiz, mientras el intrépido muchacho entregaba escrupuloso el resultado de un saqueo organizado por ese eminente viejo descarado. Al final de la tarde, todos en la oficina lucíamos lentes de diseñador, corbatas de seda Hermès, botas militares robadas de algún menaje de la embajada americana, navajas suizas y hasta utensilios de cocina, que hipócritas, disfrutábamos como si fueran nuestros; en el fondo, pensábamos que culpable era quien ejecutaba, no quienes nos lucrábamos del botín.

Como casta ejemplar de adolescentes lanzados al mundo con expectativas de triunfo, siempre estábamos bebiendo, trabajando como mulas adiestradas, inventando faenas sexuales que involucraban mujeres inalcanzables, retirando dinero del banco donde la agencia tenía cuenta para sobornar a honestos hombres a nombre de otros hombres honestos que eran nuestros referentes, celebrando una vida que apenas comenzábamos. Lo que fue marginal al principio se hizo ley y nadie tuvo los pantalones o las ganas para detenernos. Henry, se volvió una especie de capo dispuesto a no desamparar a los cachorros de su generación. Los viejos funcionarios de la oficina lo odiaban, lo acusaban por la espalda con el dueño, rasgaban sus vestiduras olvidando que ellos también fueron “rateritos” que se pulieron con los años y en ese momento despotricaban de sus jóvenes contrincantes escudados en prósperos negocios legales e hijos estudiantes de medicina que les lavaban la vergüenza de la cara.

Pero a Henry, eso lo tenía sin cuidado. Se echó al bolsillo a las piezas claves en la aduana, la empresa y las oficinas de los clientes, lo que le garantizó, además de dinero, control absoluto sobre la agencia donde éramos, según la documentación legal, “simples” tramitadores de aduana ganado el salario mínimo. El dueño estaba feliz, las cosas fluían, se multiplicaban los negocios, la vida era buena. Un grupete de muchachitos le estaba generando más dinero que la “parranda de veteranos cicateros” que pedían mucha más tajada por hacer menos. Las ganancias ya no se le quedaban a mitad del camino. A los viejos les lanzaba huesos para que gruñeran, pero no mordieran. Ellos aceptaron sin chistar: la experiencia les dictaba lo que terminaría por suceder.

Los saqueos de mercancía y comisiones cobradas a los transportistas se volvieron ganancias de segundo orden con la nueva dinámica impuesta por Henry. Los sobornos coparon el espectro e hicieron palpable la bonanza. Cada cliente requería más y más cosas que debían pasar a través de la franja gris otorgada por la legislación aduanera del país y sus corruptos guardianes. Insaciables, pagaban por pecar y los integrantes de cada nivel de la cadena no nos hacíamos rogar. A un grupo de “rapaces”, se les concedió el poder sin contarles que éste es como una boa constrictora: hechiza, acaricia, se cierra y termina por romper el espinazo de su amo.

Un día amanecí cansado. Las palabras del padre Camilo sobre la honestidad, repetidas por seis años de bachillerato, escaldaron mi culpa. Mis viejos no se rompieron el lomo para que fuera un simple rufián ignorante. Decidí irme de aquel lugar, dejar de figurar como elemento en una ecuación de la que nunca me sentí parte. De aquel grupo hambriento de pelafustanes sólo estimaba a Henry y a Juan Carlos, “el pollo”. De los otros siete compañeros jamás me fie; el tiempo le dio la razón a mis instintos. Henry, confiaba en mí, daba razones, me contaba sus asuntos, jamás suavizó puntos de vista y eso se lo agradezco todavía. Tomaba en cuenta mis razonamientos aunque al final decidiera hacer lo contrario. La noche en que celebramos mi despedida de la empresa nos separamos de la muchedumbre y dijo con voz de verdadera tristeza, que me cuidara, que no los olvidara, que mantuviéramos contacto. Incumplí cada una de estas promesas. La cautela y esa maldita propensión a juzgar estando manchado, jugaron en contra de unos principios débiles, o por lo menos a prueba, de un muchacho asustadizo.

-¿Por qué seguir haciendo esta mierda,  Henry?-dije más como imposición maniquea que como pregunta. Con una sonrisa sació mi curiosidad.

-Vea, poeta marica, soy un tipo que se rompe por sus sueños y mi sueño es ver feliz a mi mamá, a mi “chinito” (3 años en aquel entonces) y a Kelvy, la noviecita. No estudié, no respeto lo ajeno ni valoro el esfuerzo y sus recompensas.  Mire cómo andan los que lo han hecho así, llenos de deudas, saltando “matones”, no son nadie la mayoría. Sin padrinos esta pendejada no funciona. Estoy aprovechando mi cuarto de hora. En unos añitos me retiro con plata y todos contentos. El plan es seguro…  ¡Camine nos emborrachamos y deje de joder, hermano. Hoy es su último día aquí!

Si hay algo seguro es que nada lo es. Entender eso costó lágrimas. Comencé a vivir otras cosas, me enamoré, perdí, volví a enamorarme, pagué por ello, encontré rostros hermosos en la selva,  las ilusiones ya no fueron amantes sino compañeras, no busqué más trabajo y le aposté a escribir. Pasaron varios años;  las noticias sobre Henry y su grupo me llegaban a cuentagotas y por terceros: que empezaron a meter «perico» como aspiradoras, que los sobornos se intensificaron,  que formaron una banda y robaron tractomulas que llevaban mercancías de los clientes, que se transportaban en camionetas 4×4, que Henry ya no era Henry sino un criminal con demasiadas ínfulas, que andaba armado y lleno de fantasmas que lo obligaban a hacer estupideces, que le dieron un tiro en el pecho, que los amigos lo delataron y terminó “comiéndose” cinco años en La Modelo, que ellos quedaron tranquilos en sus casas, que Kelvy, lo mandó al carajo y se casó con otro tipo, que al hijo se lo llevó la  ex esposa para Cali, hastiada de aguantar privaciones, que a Henry, lo volvieron a encarcelar en Francia por robarse una chaqueta en Charles de Gaulle,   que traficaba drogas hacia Corea del Sur, que era un perdedor llevado por el vicio, que… Que… Que…Qué…

Tantas cosas se dijeron, tantas se comprobaron y otras tantas entraron a ser parte de la visceralidad de su leyenda. Lo más triste es que los beneficiarios de sus escaramuzas de bandido se cansaron de aguantarlo y se fueron no bien la fortuna cambio de acera. Alguna vez me encontré por casualidad al “pollo”, y me contó cosas que matizaron mi irrelevante punto de vista respecto a la historia que estoy narrando:

-Todo lo que le comentaron es cierto, poeta. Del muchacho buena gente no quedó nada. Siempre estaba en unas “turcas” increíbles, metiendo «a lo loco» y jodiendo con esa puta pistola que disparaba cada vez que le ganaba el vicio. Cuando le entraba la depresiva se ponía a mirar al infinito y se acordaba de una vaina que le dijo a usted,  algo sobre los sueños.

Mi cara apesadumbrada debió activar algún mecanismo de recuerdos, porque acto seguido, dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y comenzó a hablar con sincera congoja:

-No le miento, hermano. El hombre se ponía “mamón” cuando estaba borracho; pero tenía sus razones y ninguno era capaz de preguntárselas, nos producía miedo. Me contó por ejemplo que la ex mujer no lo dejaba ver al niño si no llevaba equis cantidad de plata. La mamá le quitó unos ahorros y se los dio a una iglesia cristiana a la que asistía-su rostro se tornó sombrío-imagínelo, poeta, el man reventado y la señora regalando lo único que tenían…Qué estupidez… Y la de Kelvy, fue peor: Henry, le mandó arreglar las tetas y la muy bandida se fue con un vecino porque el hombre no le estaba dando plata. Mucha rata, una malparida, poeta… Le pagó carrera en la universidad, le puso carro, apartamento, le mantenía el hogar al suegro y la hijueputa lo «falseó»… ¡Qué descaro!

– ¿Y qué dijo él cuando pasó todo eso? – pregunté.

-No dijo nada, no se quejó. Un varón de verdad. Siguió rebuscando, pero ya nadie le tenía confianza. Nuestro jefe el Doctor Ruiz, que tanta plata ganó con los torcidos que hicimos, lo “vendió” con las demás agencias, nadie le daba trabajo, por eso se puso a robar carga de los antiguos clientes… Ese viejo es un hipócrita, un aprovechado como toda la gente de este país de mierda… Y hasta para el senado se postuló diciendo que iba a luchar contra la corrupción… viejo maricón.

Insistí con la pregunta. Quería saber que había dicho respecto a lo de sus sueños, de lo que hablamos la noche de mi despedida de la agencia. El “pollo”, hizo un esfuerzo, bebió un trago largo y me dijo:

-Estábamos en Galerías, en un “rumbeadero”  a donde  fueron varias veces, según recordó. Me contó que usted le preguntó las razones por las que hacía lo que hacía y que él le contestó que por sus sueños, o algo así. La vaina fue, y nunca se me va a olvidar, porque los ojos se le llenaron de lágrimas, que me dijo  se le había olvidado contarle algo más ese día: que había tomado una decisión dura , pero justa: prefería vivir diez años llenos de alegría y pagar lo que tocara, así fuera la muerte, a vivir toda la vida esperando el momento indicado para sentirse feliz y que este nunca llegara. Eso fue lo que me dijo. Todo de ahí para adelante ya lo sabe.-concluyó.

Lo paradójico del asunto es que los beneficiarios jamás seremos culpables a los ojos del mundo, hasta de víctimas se disfrazaron algunos. Los viejos de la oficina retomaron sus negocios una vez desapareció el postulante a príncipe de los ladrones. Sus hijos se graduaron de médicos y los recogen, siendo hoy respetables abuelos, los sábados para almorzar en sus lujosos almacenes de muebles, en sus fábricas de tubos o en las agencias que compraron. Los doctores y dueños de esas casas de lenocinio disfrazadas de agencias de aduanas, se atornillan aún al poder y ya prepararon a la siguiente generación de cafres ansiosos por acabar con todo. Kelvy, debe ser una respetable matrona sin pasado, obsesiva, traidora.  Los delatores, los siete nefastos cómplices, estarán rumiando su pusilanimidad en oficinas donde son tímidos puntos grises dispuestos a vender a cualquiera por treinta monedas de plata. Tan culpables como inocentes, porque el paso del tiempo nos limpia todo menos el remordimiento, esa vocecita incómoda que se esfuerza por no dejarnos dormir tan rápido cada noche.

El precio de la felicidad. Cuánto estamos dispuestos a arriesgar, cuánta paciencia tenemos… No es un asunto de ética sino de compulsión, tomarlo todo, atragantarnos, escapar, repetir hasta hacernos daño o menospreciar el tiempo, aguantar, pujar, esperar. Es un asunto personal, creo que hasta intuitivo. Sólo dejo una historia por si la quieren leer, no voy a juzgar a nadie, no tengo esa potestad.

AUTOR: JAVIER BARRERA LUGO (COLOMBIA)
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