Alma Por Alma

Augusto decidió acostarse temprano esa noche. Puso tres alarmas en el teléfono celular para evitar que el sueño le impidiera asistir a la ceremonia.

La primera sonó las dos de la madrugada; la apagó mientras una punzada en el estómago le recordó la deuda de honor que tenía con Carlos. Las imágenes del coche accidentado, él, ebrio e inconsciente frente al volante y con solo un raspón en su cabeza; Lucía, la esposa de Carlos tirada en el asfalto luego de salir despedida por el panorámico ante el impacto.

La segunda alarma se escuchó a las 2:10. Tomó la almohada y se la puso sobre la cara, «no quiero, no quiero, no quieroooo», pronuncio quejándose y pensando que debería existir alguna excusa para quedarse en casa. No la halló. Volvió a recriminarse el no haberle insistido a Lucía que abrochara su cinturón de seguridad, el dejar que ella

La última alarma se activó a las 2:20, tenía el tiempo justo para salir de las mantas cálidas, bañarse y ponerse el traje que tenía listo sobre la cómoda.

«Ya saliste de casa?», fue el mensaje que vio en su WhatsApp.

«Voy en camino”, escribió Augusto mientras tomaba las llaves de su coche, la tarjeta de invitación e iniciaba el trayecto rumbo al cementerio central.

Eran las 2:55 de la madrugada cuando Augusto enseñó al encargado de la seguridad del cementerio, la invitación quien le dio acceso al lugar.

Parqueó el coche y aligeró el paso hasta llegar al lado de su amigo. Carlos lo esperaba elegantemente vestido y con una pequeña flor en la solapa de su frac. Estaba al lado de la tumba de Luisa, su esposa.

—Amigo, gracias. Llegué a pensar que no vendrías— dijo Carlos mientras suspiraba de alivio.

—Estoy acá contra mi voluntad y lo sabes, pero te di mi palabra, y cumpliré mi promesa— contestó Augusto con la voz atemorizada.

El celular de Carlos se encendió cuando dieron las tres de la madrugada. La hora maldita la llaman algunos.

—¿Estás seguro de hacer esto Carlos? Aún estamos a tiempo, es muy peligroso lo que quieres hacer.

—Augusto, fuiste mi padrino de bodas cuando, frente al altar, el sacerdote dijo, “hasta que la muerte los separe”, y así sucedió. Ahora estamos acá para que esta sacerdotisa vuelva a unirnos, para que Luisa vuelva, para que la muerte ya jamás nos separe.

—Pero, ¿y si no es ella? —preguntó Augusto.

—Cállate. No me vas a convencer de retractarme. Además, ¿recuerdas el pacto de sangre?

—Si. Está bien, luego no digas que no te lo advertí.

La sacerdotisa vestida con una túnica negra les sonrió mientras dos trabajadores del cementerio exhumaban el féretro que contenía los restos de Luisa.

Depositaron el ataúd que tenía la madera roída, en el centro de un circulo con velas encendidas. La mujer abrió un libro voluminoso y empezó a dar un discurso en un idioma ininteligible.

Carlos transpiraba ansioso, frotaba sus manos en el pantalón y movía con nerviosismo su pierna derecha. Augusto, a su lado, empezó a tiritar y no del frío precisamente. La piel se le erizó cuando vio moverse sola la tapa del cajón. Las llamas de las velas se agitaron sin viento y una mano huesuda asomó al borde del ataúd, deshaciéndose de la tapa por completo.

A Carlos le tomó dos años, después de la muerte de Luisa, encontrar a alguien que le asegurará traer a la vida, al amor de su vida y de su eternidad.

Cuando la encontró, la sacerdotisa le pidió a cambio un alma. Alguien de corazón noble que se convirtiera en ofrenda al rey del inframundo como pago por robar un alma del cielo.

La sacerdotisa le habló al cuerpo inerte de Luisa. Un olor nauseabundo invadió el lugar y todos vieron como el cuerpo descompuesto, con el vestido deshilachado, hebras de cabello largas, secas, podridas, las uñas largas y filosas, se deslizaba fuera de su habitáculo mientras los huesos crujían.  A cada paso que daba, su cuerpo se iba formando de nuevo, la sangre, los músculos, los pechos, los ojos se volvieron a establecer en sus cuencas, el cabello volvió a brillar.

Caminó a los brazos de Carlos y se fundieron en un beso, uno donde ella besaba los labios carnosos de él, y donde él, besaba una boca sin piel.

—Lo que el rey del inframundo unió, ya ninguna muerte separará— sentenció la sacerdotisa.

Luisa se separó de Carlos, puso su mano sobre el pecho de Augusto, lo miró con los ojos totalmente negros y le sonrió con una mueca espeluznante de una mandíbula aún desencajada. Con una fuerza inexplicable, Luisa clavó las uñas en el pecho de Augusto, la camisa blanca empezó a teñirse de rojo y mientras él trataba de escapar, los dos trabajadores del cementerio lo sostenían con fuerza.

El corazón de Augusto en la mano de Luisa, aún palpitaba cuando lo entregó a la sacerdotisa.

AUTORA: ALEJANDRA BAUTISTA (COLOMBIA)
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