—«Mono», te ganaste esta semana el derecho a repartir la chuspa de confites. Obtuviste la excelencia en disciplina, y una calificación de 5.00 (cinco cero cero) en la materia de educación moral y religiosa— le decía el «cura Bironcho», mirándolo.
El «Mono» Se levantó sin pereza, chorreándole miel de sus ojos, bailándole las pequitas en su cara, y comenzó a repartirlas, uno por uno, en su puesto, sin que ninguno se parara. La tarifa que siempre ordenaba el cura era un solo dulce. El «Mono», a la barrita de los cinco, incluyéndose él, nos daba dos, y un bombón de ñapa, solapado, con mano ilusionista, embolatando las mirandas pilosas de los compañeros, que estaban bien atentas para sapiarle al cura.
Esa era la expectativa de nuestro grupo de cada inicio de semana. Todos habían saboreado el privilegio de repartir los caramelos. Algunos repetían dos o tres veces. Yo ni repartía, menos repetía. No era porque mi conducta fuera pésima. Pasaba raspando la letra R (regular), pero la salvaba.
En religión, sí que era porra, les quitaba hasta las diademas celestiales a los santos.
Referente a mi infortunio de no repartir y echarme al bolsillo algunos confites, culpaba a mi compañero «Juancho Pedos», aplastado en un puesto delante del mío. Le puse el apodo porque cada vez que se chupaba un caramelo, más dos o tres que los compañeros le regalaban, y como ñapa, dos bocadillos veleños con queso, como mediasnueves, iniciaba su cañoneo, no sonoro sino silencioso, que es el más oloroso y peligroso.
—¡Salve el alma «Juancho» porque el cuerpo ya ni bañándolo con agua bendita! — le gritaba muerto de la risa.
Él no se inmutaba por nada, no se reía (tal vez lo hacía en su casa) ni en visajes, sólo alzaba los hombros, y seguía pegado en su puesto. Apenas se iban esparciendo las ventosidades, señalaba con un dedo en todo el centro de su peladura de cura, sin que él se diera cuenta, con la otra me tapaba las fosas nasales, todos me volteaban a mirar haciendo la misma mímica, y empezaba la murga de visajes discretos, pero el cura me pillaba sólo a mí, y castigo hasta las siete de la noche, una hora después de la salida normal del colegio, con los miembros superiores arriba. ¡El profesor de disciplina me decía:
—«¡Manos arriba, y si no te compones, no los bajes ni por el carajo!».
No recuerdo si mis manos apretaban ladrillos o no.
«Juancho Pedos» se paseaba con su risa morronga (aquí si la asomaba) por el sitio de mi castigo, me mostraba, sin muchos visajes sus ojos burlones. No hablaba, había que sacarle las palabras con caña de pescar, pero sí era un burletero tácito de primera clase. Me cobraba con intereses las cagadas que le hacía. ¡Qué manuelito!, ¿no?
Bueno, Sinceramente, sin chicanear más, debo decir que lo de «Juancho Pedos», aunque sí era uno de los sospechosos, fue película mía. El vacilón de moda era, «quién fuera aficionado a la pedorrera, por lo regular se quedaba callado, sin ponerse colorado» (este retrato cuajaba perfectamente en él); bobo sería que se pusiera de escamoso; otros, muy frescos, decían por joder, con las manos en la masa:
—«Un pedo no se le niega a nadie, o pintalo de verde, o tirate otro con cachos para torearlo».
Ni modo de decir lo que dice el marica.
Con el pasar de los días, el teje, teje del maneje era, quien primero se lo tirara e hiciera bombo, lo tenía debajo, por lo tanto era el amo espiritual y material de dicho eructo que salía pitado más abajito de la cintura, con su firma en la notaría para su autenticación y testigos. Como marco musical final, sonaba el corito como en primaria:
«¡De Tín Marín de do pingue, cúcara la mácara títere fue, este marrano cochino fue…!»
Creo que así era la letra y tonito, y si no era así, le pego cerquita.
Esta simpática lirica tradicional infantil, en muchos casos, era la cura para algunos puestos en la picota, que se volvían igualiticos a un arco iris. No había necesidad de que tomaran hierbabuena, 4 tazas o té de hojas de guanábano. A veces pienso, fui yo, y no me di ni cuenta. ¡Qué va a saber uno!
Y referente a esta explosión fisiológica tan cotidiana en nosotros, deberíamos entre todos, realizar una marcha nacional para que el gobierno decrete, al menos por una hora, el día de las ventosidades, algo parecido a la celebración mexicana de la fiesta del grito donde «una multitud enardecida grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año…» Les dejo a ustedes la ampliación de la idea central de las ventosidades, sé que podrían explicarla mejor. En todo caso, sería un evento cómico y singular.
Días después, antes que el «padre Bironcho» no nos diera más la materia de educación moral y religiosa, reconoció que mi conducta había mejorado a 3.5, no era la calificación mejor, pero valía (tres cinco cero), y por fin me puso a repartir la chuspa de las golosinas.
Fue un acontecimiento. Mejor que repichingas o agualulos de los sábados. Me desquité. Mientras un mompita entretenía al cura, yo repartía a diestra y siniestra. A la galladita les daba cinco «cucarachas», revueltas con bombones, de una sola; a los medio amigos les daba dos, los que me caían gordos, uno, y eso que vacilándolos. Desmantelaba la chuspa, no dejaba el raspado ni para las hormigas. El clérigo siempre se chupaba el último bombón, pero esta vez le hice pistola, sólo se mamó el dedo. Los tenía contados, le dije que le había fallado la contabilidad o alguien le había desacomodado el número de golosinas… Uno de los que me caían gordos del totazo, que no se aguantaba un cólico parado, me sapió. El «cura Bironcho» me miraba malicioso, diciéndome:
«Eh, Ave María, Policarpo, usted si es la patada!, ¿no?»
De un momento a otro dejó de darnos la clase de religión. Por ese lado, con él, se fue la figura de Cristo enchapada en caramelos, le cantábamos un hasta luego en el salón, recordándole su afición a los caballos, como si estuviéramos vacilando en un paseo, aplastados en los puestos de los músicos del bus:
«El cura de mi pueblo le gusta montar en burro y de tanto montar en burro se le ha pelado el cuuu…ra de mi pueblo (bis)».
Y se reía gozoso. No sabíamos si había montado alguna vez en burro, pero sí lo veíamos en la cabalgata de abertura de las fiestas de aniversario, pinchado, montado todo el día en un lindo alazán de paso, alzando la mano, repartiendo saludos, bendiciones y risas angelicales.
El diálogo con él no se perdió. Los domingos, cuando íbamos en filas a misa, lo veíamos encaramado en el púlpito, explayado en el sermón del Santo Evangelio. Lo mirábamos, medio se reía, tapándola con el pasaje religioso que iba a leer.
Hago un paréntesis aquí para aclarar lo del «sacerdote Vironcho». Ése no era el nombre o apellido. Nosotros se lo pusimos. Él siempre nos saludaba:
—«¡Quihubo bironchos!»
Se reía. Le hacíamos el jueguito.
Con el paso de los años comprendimos su significado coloquial. En todo caso, no éramos así, el romanticismo se desparramaba en nuestros ojos, salvo que ahorita (y lo dudo mucho porque la persona volverse marica en la edad de acordeón, pues sería un hecho que merecería un estudio aparte…) a alguno, se le hubiera ido la machera para otro lado.
¡Eh, Ave María, los religiosos, algunos, no dejan sus vainas ni porque Dios los pille con las manos en la masa…!
Y si, el «sacerdote Bironcho» no fue sólo recursivo con los confites. En el período que nos dio la materia de religión, una tarde apareció con quince uniformes, dos balones, el buzo de arquero con el número uno, dos rodilleras, menos guayos, cada uno tuvo que comprarlo, y así creó el primer equipo de pibes, luego nació el primer campeonato, con equipos como Racing, Centinela, América…. y el recuerdo de entrenadores como Congo, el Viejito Okey…
Y siguiendo el hilo, una tarde, matando el tiempo, me hallaba en el café de don Ramón degustando un suave tinto; fumando pielrojas, dibujando rosquillas de humos, vi entrar al «cura Bironcho», tenía terciado un gran carriel de cuero fino, un sombrero de paja, muy típico, muy campesino adornaba su cabeza. Los presentes se pararon como guiados por una orden divina, hasta la muchacha que atendía inclino la cabeza y escondió su trasero protuberante.
Concluyó antes de tiempo la canción Cataclismo cantada por María Elena Sandoval. Los sombreros hicieron benditas reverencias. El tonsurado esgrimió una risa del Sagrado Corazón de Jesús, y mientras caminaba, sacudiendo el carriel divino, las manos iban echándole billetes, mientras decía: Jesús se lo pague (¡Eh, Ave María!, pues, para tantas culebras, este gran revolucionario va a tener que hacer prestamos al por mayor, y los intereses por allá en las nubes, que a lo último tenga que hipotecar el cielo!).
Siguiendo con el itinerario en el recinto del café, el clérigo era meticuloso, pues no se le escapó ni siquiera la ojeada del orinal. No le di ni el mimeógrafo de una moneda. Tenía un billete grande (Excusa telegrafiada y chicanera). Al pararse bien campante al frente de mi cara, le estiré cinco dedos de mi mano derecha. Peló los dientes. Salió con esa misma risa santurrona, sombreada por su sombrero y ventilada por el chicotear de su sotana.
Por esos días se celebró la milenaria fiesta a la Virgen del Carmen. Él era el motor de la continuación de dicho evento. Me paré en un recodo del parque, vi su figura llena satisfacción, sentada en el corredor de la casa cural, contemplando la imagen, cuadrada en el atrio de la iglesia. Era un rato solemne. La multitud feligresa cubría de billetes su vestido blanco y azul. Eran tantos que la Virgen no podía ver con agrado la colaboración de sus fervientes devotos. El mismo día, las torcacitas que merodean a diario la pila del parque, tragaban babas en vez de agua por su suciedad menos hambre porque el parque estaba copado de donaciones arrancadas de la barriga negruzca de la tierra; uno que otro lechón, potrico o vaquita con su ternerito, tapizando de orines, boñigas, la fiesta que se esfumaba con el prólogo de la noche.
Las viejas más rezanderas decían:
—«Son ofrendas caídas del cielo»”.
Otros;
—«Es puro negocio que van a engrosar el peculio personal del cura».
Sobre esto, la gente tiene la lengua como una tejedora, pero aquí no entro a polemizar. Allá el cura con su santificado consciente, preconsciente e inconsciente.
Por ahora, lo cierto, es que este acto creyente era una costumbre más vieja que la moda de andar a pie. Burila se encomendaba a la Virgen del Carmen, su patrona. Hasta los chusmeros la colgaban en el cuello para cometer sus masacres, se aferraban a ella con exaltación. Hay que machacar que los chóferes siempre la llevaban chilingueando en sus yipis como guía. Hoy en día, en los pueblos, ese fervor religioso no ha parado. Yo mismo no me perdía estas procesiones, sobre todo las Auroras, aunque sea por hacer pila en los rezos, oír taconeos, caer de babas por las peladas con sus falditas corticas, como también lo hago en la iglesia.
Ahora, en todo, existe un factor económico, pienso que es razonable, para bien o para mal, el dinero prima en todo, y lo divino no escapa.
El sacerdote, habló no en forma general, eructa, se mete con gusto los dedos a la nariz, moldea curioso, con arte, figuritas barrocas o góticas con su materia prima, las pega, discreto, debajo de la mesa del altar (no importa que lo acechen ojos enyesados), en las paredes, en los parapetos maderosos de cubículos de secretos pecaminosos, que por nada del mundo contaría a otro pecador igual que yo. ¡Eh, Ave María, si debajo de la sotana se encierran cosa y cosas…! También tira vientos por enfermedad, vicios o placer; arroja lombrices por tomatas de aceite de Ricino; se rasca las güevas de berraco o contento, no sé si en el púlpito, en el atrio, en el inodoro, en el despacho parroquial, o donde lo pille el rasca, rasca. ¿Averígüelo Vargas? Es un ser humano como todos. Su investidura no lo hace persona de otro cosmo. El oficio de cura debe ser nivelado de alguna manera. Él vive como todos, de vitaminas materiales para poder armonizar las espirituales. No vive de suspiros, viento raspado o pechugas platónicas. Para eso son las limosnas, los pagos de misas, la fiesta a la Virgen del Carmen. El capellán verá como gasta sus lucros.
En todo caso, hoy en día, yo no me metería de cura a sabiendas que fuera el único trámite que tuviera que bregar para conseguir mi salvación. Asimismo, la vocación sacerdotal (Anteriormente si era rentable) hoy en día, no es una bandeja exquisita, tal vez espiritual pero no material (Los fieles no consignan en sus orejas los pecados mortales de antes sino los veniales, repetitivos, por puro relleno, tal vez los camanduleros o rezanderas. No paga confesarse, rezar padrenuestros por bobadas. Esa acción se haría, encaramándose uno en lo más alto de la finca del papá de mi mompita «Guerrillero», abrir la boca y los brazos al cielo, y así, el pecado o deseo prohibido, acariciado por la frescura de la mañana o de la noche, cualquier momento es buen, y gritar:
—¡Acúsame padre que deseo con verraquera la esposa de mi vecino…!
Bueno, debe ser por los tiempos de hoy, la evolución embalada de juicios tan variados como en botica. Las tentaciones rebosan la carne y el alma, cada día, algunos curas, la mancillan con ciertos atajos censurables, también a ella le salen competencias evangélicas por dondequiera.
—«¡Oiga, pilas, Policarpo, cuidado se cae! ¡Está zonzo! ¿Diga?»
Me despertó el grito acosador de mi mompita de salón Acoso, desde la calle, gateando por las baldosas hasta llegar a la tribuna, que me hizo despabilar ahí mismo de mis repasos.
Luego añadió:
—«¡Quihubo, no va ir al paseo o se va a quedar! ¡No me diga que no tienes ganas de remontar el copo del nevado del Ruiz, hacer boleo con las bolitas blanquitas, no como lo hacen en otras partes con los muñecos de nieve en épocas navideñas, sino con los muñecos de tus compañeros, ja, ja, luego bañarse el ombligo y las güevitas en los termales! ¡Ojo, pues!, el bus nos está esperando hace rato en el parque de ‘los Cocoteros’. Debe de estar pitando. ¡No lo oye! ¡Vámonos!»
—¡Qué Pajudo!, ¿no?, y aguarda un poquito Acoso. Dejá tu acoso, pues.
Después de mirar el reloj, verificar que en pocos minutos había evocado este pasaje de mi vida, y revisar que mis utensilios personales, más el «gato», estaban bien acomodados en el morral, me lo tercié afanoso a espaldas, me puse la cachucha, besos a la familia. Y los que huyen.
Bajando a toda prisa las escalas de madera, masticaba el motivo o motivos que tal vez tuvo «el párroco para no despedirse. Seguro, sin vacilaciones, mi grupo, le hubiera hecho un agualulo o repichinga de gracias por su aporte, a pesar que ya no nos daba la materia de moral y religiosa, tampoco volvimos a saborear las golosinas con las cuales endulzábamos aún más la figura de Cristo, y menos nos volvió a regalar uniformes con números grandes. Esta vez nos dio melo a lo «Garrincha, esgrimiendo un recurso que no le conocíamos. No importa, tendría sus motivos y los respetamos. ¡Averígüelo Vargas, pues! Y sea como sea, su nombre estará escrito en las anécdotas del pueblito.
—«Eh, casi que no sale, Policarpo»— dijo Acoso apenas me dio la mano.
—Vamos, por el camino te cuento por qué me estaba demorando.
AUTOR: JESÚS ANTONIO GUTIÉRREZ RODRÍGUEZ (COLOMBIA)
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Jesús Antonio Gutiérrez Rodríguez, nació en el municipio de Caicedonia, Valle del Cauca. Es licenciado en literatura en UNIVALLE.
Tiene escrito cuatro libros: -Distancia (novela inédita). Muchachadas (libro de cuentos). Cuadritos (libro cuentos). Cuesta Arriba (novela corta inédita).
Diversos relatos han sido publicados en revistas literarias en Bolivia (Rincón Poético, videos YouTube, Red de Escritores y Escénicas, Potosí)), Perú (Caipell), Chile (Lugares Imaginarios, libro E-book), México (En Sentido Figurado), España (Dicotomía poética de poesía Haikus, Comunidad Tus Relatos y Letras Como Espada) y Colombia (E-book, ITA Editorial, Historia de Amores y Olvidos), revista Arriería), y libro en papel Antologías Narrativas en papel (editorial Trinando).
Correo: jarguti@outlook.es