“Se puede matar a un amigo, pero la amistad nacida entre dos personas en la infancia no lo puede matar ni siquiera la muerte…” Sandor Marai, El último encuentro.
Él tendría siete u ocho años, yo estaría por los seis o los siete.
Teníamos la excusa de la contemporaneidad, hecho más que suficiente para justificar nuestra amistad, que se formó, consolidó y creó como todo lo realmente valioso e importante en toda vida, con paciencia y esmero.
Me recuerdo en casa, en el cuarto piso, ya desocupado después de completar los deberes escolares. Yo tenía la fortuna, que no tenían otros tantos, de limitarme única y exclusivamente a mis deberes escolares, de resto, me quedaba el tiempo para hacerme cargo de mis deberes como niños, esto es, jugar, divertirse, reír y aprender durante el proceso. Digo que tenía la fortuna, ya que muchos en esa tierna edad donde se prioriza la inocencia, la ingenuidad y la ternura, deben adquirir ciertas responsabilidades que se salen por completo de su naturaleza como niños, dada la situación o circunstancias que se asumen en el hogar. Fácilmente conocía niños de mi edad qué, además de los deberes escolares, tenían que asignarse el rol de ama de casa ante la ausencia de mamá por cuestiones laborales o porque simplemente no estaba. También los conocí que debían cuidar de los hermanos más pequeñitos, era un menor cuidado a otro menor. Y finalmente los que no tenían ninguna supervisión, estos, con la mayor libertad de la que se pueda imaginar a esa edad, tuvieron que entender de manera muy prematura la tenaz responsabilidad que se adquiere a costas de esa aparente libertad sin límites. Y pensar que ellos también fueron niños, pero no pudieron serlo. ¿Qué recordará una persona que no tuvo infancia?
Entonces sí, era especialmente afortunado.
Las diversiones que tenía en casa no me alcanzaban para algo más que un par de horas, así que esa inquietante insatisfacción por buscar algo más empezaba a martirizarme. Entonces yo me asomaba por la ventana frontal, donde papá, para evitar un accidente, instaló un par de varillas para que yo no estirara de más el cuello y terminara en tragedia. Pero no me bastaba más que correr una silla del comedor a la ventana para sobreponerme a las precauciones. Las varillas, que antes de la silla me daban casi en la frente, me llegaban ahora a la cintura, acentuando dramáticamente el peligro, pero en mi caso, entre mayor era el peligro, más atento actuaba. Yo ya sabía que esa no era una mirada por la ventana cualquiera. No se trataba de una mirada distraída, perezosa, casual y despreocupada. Esa maniobra de correr la silla para sacar el cogote no era simple respuesta ante la interminable aburrición. Yo tenía claro hacia dónde mirar, sabía lo que buscaba, por ello había traído la silla, porque sin ésta, me era casi imposible lograr mi cometido.
Nuestro apartamento estaba en un bloque central, que daba justo frente al parque donde se acumulaban los puntos de interés de todos los infantes del barrio. En mi primera observación, no encontraba nada de interés en el parque, así que traía la silla del comedor, me ponía de pie sobre ella, colocaba mis enclenques brazos sobre el marco de la ventana, y sacaba todo mi torso para poder ver hacia el costado sur del barrio, donde éste terminaba, al otro lado de la entrada. Por lo general, encontraba lo que buscaba. Fueron muy pocas veces las que cierto vacío al no dar con mi interés se escurría por mis entrañas, alimentando ese estado agónico de aburrimiento que me obligaba asumirlo con resignación. Lo que veía y alegraba mi tarde, era mi mejor amigo.
Él no solía salir por iniciativa propia. No sé si se trataba de cierta norma o regla impuesta en la normativa de su casa o por simple voluntad. Si estaba afuera, era porque yo u otros tantos lo arrastrábamos para que saliera de su aislamiento. Lo que sí sabía es que él frecuentaba lavar el carro familiar, tarea que sí se le asignaba con criterioso énfasis. Lo hacia día de por medio, una semana los días impares (lunes, miércoles, viernes), la otra los pares (martes, jueves, sábado). Yo ya le sabía el horario, por eso, casi nunca era en vano mis temerarias y arriesgadas maniobras al asomarme por la ventana del cuarto piso.
Cada vez que lo veía una alegría y emoción particular contagiaban mi espíritu. Fue casi un milagro que en esos saltos de alegría no me hubiera salido de cabeza por la ventana, como papá tanto temía. No dudaba dos veces en saltar de la silla, arrastrarla a su sitio y pedir el permiso pertinente para salir a la calle, permiso que, si mal no recuerdo, nunca me fue negado. Salía corriendo al encuentro de mi amigo, consciente de que cada segundo que pasaba era tiempo que perdía. Desde aquel entonces le encontré el valor al tiempo, especialmente ese que se comparte con las personas más valiosas e importantes.
Me sentaba en el andén, esperando a que mi amigo terminara con su labor. No sé si en alguna oportunidad llegué a ofrecerle algún tipo de ayuda, tampoco recuerdo si ésta intención fue aceptada, solo recuerdo la conclusión de la tarea, cuando faltaban no más que las llantas. Para ésta labor, teníamos un ritual en particular: Nos esculcábamos los bolsillos, tratando de hallar las sobras de las mesadas de la semana y contábamos el valor en monedas que juntos reuníamos. Con eso comprábamos una botella de Coca-Cola, y si la suerte nos sonreía, nos alcanzaba para algo más: un paquete de papas, un chocorramo, una chocolatina. La Coca-Cola era, específicamente, para limpiar las cuatro llantas, que quedaban con un brillo particular. Mi amigo siempre se aseguraba de dejar algo para compartir. Terminada la labor, los dos nos sentábamos en el andén, viendo el resultado de la tarea, bebiendo Coca-Cola compartida, cansados ambos, él por lavar el carro, yo por observar y queriendo ayudar.
Ya nos quedaba el resto de tarde libre, y nosotros no sabíamos qué hacer con tanto tiempo libre por delante. Resolvíamos quedarnos allí, aplastados en el irregular concreto del andén lleno de polvo y suciedad, pero no nos importaba. Hablábamos y reíamos, reíamos y mirábamos al cielo, porque ese era nuestro limite, sin saber qué nos deparaba allí arriba. Yo solo veía un cielo azul ciertamente tímido, que se escondía detrás de esponjosos nubarrones blancos y grises que se sucedían irregularmente en ese cielo infinito que no tenía inicio ni final para nuestras cortas expectativas. No recuerdo de que hablábamos, pero nos la ingeniábamos para hablar de todo. No sé si hablamos de mujeres, de arte, literatura, política, sexo o religión, pero sí que hablamos de video juegos, música, fútbol y de la amistad. De esto último lo recuerdo bien, porque estábamos afuera, en el andén. Ya nos habíamos tomado la Coca-Cola sobrante y compartíamos un paquete de chitos con los cuales nos chupábamos los dedos sucios. No sé quién de los dos propuso hacer un ranking de amigos, y yo no dudé en colocarlo en mi primer lugar. Yo no sabía si en estas circunstancias se debía dar las razones aparentes, ¡Pero es que las razones estaban de sobra! Que más con decir que me jugaba la vida en la ventana del cuarto piso del apartamento buscándolo a él, pero me lo reservé, porque pensé que no lo entendería.
¿Haría acaso mi amigo lo propio todas las tardes, mientras lavaba el carro de papá?
Yo siempre que lo miraba desde el cuarto piso, lo vi sumergido en su tarea, tan concentrado como un contador haciendo cuentas, como un científico haciendo cálculos, como un artista afinando detalles. No parecía que pensaba en amigo alguno, mucho menos intentar alzar la vista a ese cuarto piso donde se encontraría con algún conocido.
Mientras él hacía su ranking, yo miraba ese día el cielo, que no aparecía azul, sino tristemente decorado con un cumulo largo de nubarrones grises, como si de un tapete especial se tratara. Miraba el cielo esperando encontrar ese azul intenso que se ve todos los días, pero que aun así deseaba en esa tarde en particular, esperando a su vez esa confesión recíproca de la amistad confesada y confirmada. Aquí radicó mi error, porque una amistad no se exige, se espera o se anhela, se ofrece sin nada a cambio, si de una amistad franca y verdadera nos referimos.
Yo quería ser su mejor amigo, como él lo era para mí, pero me relegó, me dejó en segundo lugar. Esa era una verdad que yo no esperaba y que me dolió de manera extraña y novedosa. Yo le pregunté quién era el primer lugar, me dijo que uno de sus compañeros de colegio. Yo seguía mirando el cielo, no quería verlo a los ojos. Allí entendí porque en ocasiones el cielo se ponía gris, a pesar de nuestro deseo del azul repetido de todos los días. Así mismo, entendí que nuestra amistas ya no sería la misma, ya que estaría condicionada por ese anhelo del primer lugar que yo le había ofrecido pero que él había despreciado.
Él habló despreocupadamente de ese amigo que era su mejor amigo. A mí no me interesaba ese amigo que no conocía, solo sabía buscar en el cielo gris una forma de apaciguar ese dolor nuevo y extraño que me sacudía. Recordé entonces cuando mamá decía: a quién no quiere sopa se le dan dos platos, y cuando decía: si la vida nos da limones, pues limonada hay que hacer.
Ahora, no logro entender el presunto poder de nuestra amistad sobre la muerte, pero sí sé que hay algo mucho más poderoso que la muerte: El tiempo, porque ni siquiera nuestra amistad fue capaz de resistirse a su contundente y tenaz naturaleza de andar siempre hacia adelante, y en su andar, me digo que tal vez no debí ser tan arriesgado como para jugarme la vida cada tarde asomándome por la ventana.
AUTOR: JULIÁN DAVID RINCÓN RIVERA (COLOMBIA)
© DERECHOS RESERVADOS AUTOR (A)

Julián David Rincón Rivera, segundo de dos hijos, nacido en Bogotá, Colombia el 7 de abril de 1994. Profesional de Cultura Física, Deporte y Recreación.
Lector apasionado, escritor por elección, músico por diversión.
Cuenta con tres publicaciones antológicas con la editorial ITA, además de dos publicaciones en proceso, también de carácter antológico, con factor literario y la editorial mítico.
Con varias publicaciones en revistas de américa latina, encuentra en la escritura el mejor sustento para su vida.
Instagram: @relatero_literal