Una constante vibración interrumpió mi sueño profundo; era mi móvil en el bolsillo derecho de mi pantalón avisando sobre una llamada. Estaba bastante cansado, pero no podía permitirme ignorarla. Solía dormir boca abajo y para poder alcanzar el móvil y ver quién llamaba, tuve que moverme en dirección opuesta, quedando con la mirada al techo. Mis ojos, aún borrosos por el sueño, se despertaban lentamente mientras deslizaba mi mano derecha hacia el bolsillo, el cual no dejaba de vibrar. Toqué la superficie lisa del celular y lo saqué, dirigiéndolo frente a mis ojos ya despiertos. Identifiqué la llamada, la cual provenía de mi jefe; sin demora, contesté, sorprendido de recibir una llamada después de mi turno: “¿En dónde estás? ¿Por qué es tan difícil encontrarte? ¡Necesito que vuelvas a la oficina! Al parecer, tu compañero tuvo un accidente y no puede hacer el turno diurno. ¡Tienes media hora para estar aquí!” Antes de que pudiera responder, mi jefe colgó. Era un hombre complicado, para decirlo suavemente, pero debía obedecerlo. Podría haberle dicho que no estaba dispuesto a dejar mi descanso por ir a trabajar, pero no podía permitirme perder otro trabajo. Algunas cuentas estaban por vencerse. Me levanté de la cama y me senté en el filo del colchón, olí mis axilas para determinar si necesitaba bañarme. El olor desagradable que percibí confirmó que una ducha era necesaria. Me dirigí al baño, me desvestí y tomé una ducha rápida. Luego busqué mi uniforme, el cual estaba algo sucio; lo limpié un poco con un trapo húmedo. Limpié la mugre visible de mis botas, tomé mi cinturón y coloqué mi porra y mi arma. Aunque mi trabajo podía sonar como el de un policía, solo era un guardia de seguridad.
Una vez listo, guardé algunas cosas en mi morral, me eché la bendición y salí a la calle en busca de un transporte particular. Aunque mi trabajo estaba a unos veinte minutos a pie, prefería llegar sin sudor ni signos de cansancio. Sabía que el turno que iba a reemplazar era durante las horas más caóticas del centro comercial, lugar donde debía observar varias cámaras en busca de anomalías. Pasados unos minutos, finalmente encontré un taxi que pasaba frente a mi casa. El conductor era un hombre mayor, lo que me preocupó al principio porque pensé que sería de esos conductores lentos, pero al ver mi cara de ansiedad se ofreció a ir más rápido, sentí un alivio inmediato. Una vez en mi destino, me despedí del taxista dejándole una propina. Entré rápidamente en la oficina, ignorando todo a mi alrededor. Mi jefe me esperaba con una mirada fría y unas palabras cortantes: “Ya sabes lo que tienes que hacer”, dijo antes de retirarse.
Me senté frente al escritorio. Mi entorno no era muy acogedor, lleno de monitores, computadoras y poca luz. Mi trabajo consistía en vigilar las cámaras de seguridad del centro comercial, detectando cualquier anormalidad y notificándola. Por esta razón el trabajo era tanto aburrido como deprimente, puesto que nunca pasaba nada interesante. Después de una hora de trabajo, yo me encontraba viendo mi celular y las cámaras de vez en cuando, y fue en uno de esos intercambios que mi atención se centró en una mujer en una de las pantallas. Nunca antes me había sentido tan hipnotizado por una mujer. Mi mirada se quedó fija en ella, olvidando todo a mi alrededor. No tenía intenciones maliciosas; solo estaba fascinado por su presencia. Me sentí como un investigador que solo deseaba verla en su entorno, experimentar su vida, tocar su libertad.
Durante el resto de mi turno, me dediqué a observarla, grabando en mi mente cada una de sus expresiones, sus movimientos, sus actitudes. A pesar de no conocerla, ella fue la única que logró despertar en mí una obsesión, una locura desenfrenada. Cuando finalmente se fue, me invadió una sensación de vacío. Había dotado a mi monótono trabajo de un sentido renovado, y no quería dejar que esa sensación desapareciera. Anhelaba volver a verla, no solo a través de las cámaras, sino en persona. Quería experimentar su libertad, saborearla con mis propios labios; me sentía como un prisionero, y ella era la llave de mi liberación.
Al terminar mi jornada laboral, salí apresuradamente en dirección a mi casa. Podría haber tomado un transporte público, pero sentía la necesidad humana de caminar, de reflexionar sobre lo sucedido. En mi estado de alta conciencia, mis ojos escudriñaban cada detalle de las calles que recorría. Fue entonces cuando noté una silueta que no encajaba en mi entorno, una figura que desencadenó recuerdos y emociones que parecían pasadas. La obsesión había agudizado mi memoria. La dueña de aquella sombra humana era la mujer que me cautivo. Al notarla y fijarme tanto en ella tropecé, haciendo que mi cuerpo se desplomara al suelo. No quería llamar la atención, pero ese suceso provoco lo inevitable. Cuando estaba allí, en el suelo, como una hoja caída de un árbol, una voz cálida y dulce me sacó de mi vergüenza. Era ella, la mujer que había ocupado mis pensamientos. No supe qué decir, pues no me esperaba que fuera la persona que vendría ayudarme; solo pude permitir que me ayudara a levantarme, y a limpiar el polvo de mi ropa. Me sentí como una estatua, inmóvil ante su presencia.
Ella mostró una sonrisa llena de ternura por mi comportamiento infantil. Se presentó como María Camila, un nombre que sentí como fascinante y a la vez falso. Agradecí su ayuda y me disculpé por la situación. Su respuesta fue reconfortante, porque dijo que su acto de bondad surgió al verme indefenso. Nunca había conocido a alguien que viniera a mi con intenciones tan sinceras y poco egoístas, por un instante, sentí que estaba en el cielo contemplando a Dios. Tuvimos una pequeña charla y no hubo nada que impidiera que yo le dijese lo que pensaba; me sentí libre, pues de manera extraña el miedo ya no me invadía. Pasados unos minutos el mundo en el que estaba tembló a mi alrededor. Podía seguir viéndola a ella, pero de manera borrosa y como si otra realidad se estuviera presentando; cada vez que abría y cerraba mis ojos, su rostro se desvanecía, hasta que nada de aquella realidad quedo más al descubierto. Al final, todo resultó ser un sueño, una ilusión pasajera de mis deseos, provocado como fruto del cansancio prolongado. Regresé a la realidad de mi vida melancólica con un suspiro de deprimente. Enfoqué de nuevo mi visión a las cámaras y con asombro percibí que ella seguía presente. Me alegré por ello, sin embargo, mis esperanzas se desvanecieron al presenciarla junto a otro hombre, compartiendo un beso apasionado. Me pregunté entonces, ¿Cuándo cambiará mi suerte? ¿Cuándo viviré de manera verdadera uno de mis sueños?
Seguí observándola junto a ese hombre y cuando ambos se fueron del centro comercial, me sentí devastado porque aquella mujer la retraté como mía; pero todo resultó ser una farsa. Para consolarme por haber perdido algo que dé principio no era mío, pensé dentro de mí mismo “tal vez en esta realidad nunca seré amado, pero en las demás que he vivido gracias a mis sueños, muchos amores me han acogido”.
AUTOR: SANTIAGO VILLA ORTIZ (COLOMBIA)
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Santiago Villa Ortiz, escritor nacido en Cúcuta, pero criado en el Quindío desde una semana de nacido (poeta, cuentista y ensayista). Director de la editorial independiente El Observador, futuro licenciado en Literatura y Lengua Castellana en la Universidad del Quindío con una propuesta meritoria. Ha tenido diferentes publicaciones en revistas como: Polilla, Pesadillas y Ensoñaciones, Revista alcantarilla.
La escritura se ha convertido en el refugio que lo ha ayudado a afrontar las diferentes situaciones a lo largo de su vida. Cree que la literatura más que un arte es el pensamiento en sí mismo. Ha tenido varios escritores, profesores, tutores como referentes para su desarrollo literario: Yenny Zulena Millán, Juan Manuel Acevedo, Edgar Poe, Gabriel Garcia Maquéz, Carlos Castrillón, Edwin Vargas, Elias Mejia y Jorge Luis Borges.
Una de sus mayores metas es convertirse en un escritor con una alta calidad escritural tanto dentro como fuera del país.