Hay hábitos tan deprimentes que por lo ridículos deberían ser inconfesables. Contraviniendo mi propio derecho de la intimidad, confieso la risible costumbre de no poder resistirme a contar las llantas de los tracto camiones cada que los veo en una carretera o avenida, aunque sepa de estricta memoria que tienen 22 ruedas. Y las cuento de dos en dos, empezando por las de adelante. En cambio, los tatuajes de mi amiga Victoria Margarita, que solo son como 15, me aburrí de contarlos. Por fortuna, nunca me mostró los que tiene allá en esos recodos donde mi madre encontraba sonrojos. Quien en Medellín diga que no ha bajado hasta El Hueco, probablemente esté mintiendo. Yo sí he bajado cientos de veces hasta El Hueco. Me gusta porque agudizo mis sentidos y me saboreo con ese delicioso sumidero con formas mudas de comunicación. Ese tragadero me eriza y me transmite cosas. El Hueco es el nombre de una colosal y emblemática zona comercial en el centro de la ciudad, cuyas madrugadas silenciosas solo son alteradas por la estridencia de comerciantes y compradores, y por ese mundo expresivo de los tatuajes que viajan en pieles humanas. Los exhiben alardeando, bien porque los consideran estandartes, rebeldía, o simplemente como culto a algo o alguien, o por invocación a una fuerza divina protectora que puede ser un dragoncito, una flechita, o una cadenita. Se los graban por estética o maquillaje, o porque se identifican con la personalidad, además de querer provocar sensualidad. Para conocer la opinión de la iglesia sobre los tatuajes busqué a mi párroco de confianza y al preguntarle sobre si estampárselos era pecado me dijo que sí, que era pecado mortal, que no era sano manchar el cuerpo así y que los tatuados deberían hacerse exorcizar con aceite. –Padre, y si me tatúo la Virgen, ¿qué? Que no, que tampoco, que me dejara el cuerpo como me lo había desterrado mi mamá del suyo. Con todo y lo que me advirtió el vicario, lo refuté porque, aunque nunca me he tatuado, cuando lo haga, me mancharía el cuero con “una arepa con quesito” que es lo que más me trasnocha. Instalar marcas indelebles en la piel pareciera trofeo. Se debe sentir una conmovedora emoción que eriza la epidermis cuando se sienten guiños y miradas. No lo van a creer, pero mi abuela se hizo un tatuaje en la mejilla en una época en que casi ni se conocían. Era una figura geométrica casi perfecta. Yo adoraba, el tatuaje de mi abuela, aunque fui el culpable de esa marca, una cicatriz que se quedó viviendo en su rostro. Se la hizo por mi culpa cuando de niño dañino resbaló al piso para salvarme de una inminente caída por estar brincando encima de las camas. Mientras los tatuajes de El Hueco sean dibujitos de perros descocidos haciendo de las suyas, o de gente erizándose con mierda de dictadores borrachos, me quedo con el triangulito que se hizo mi abuela por mí. Crecí con ese triangulito en mi memoria. Y no era una cicatriz, era un corazón. Se lo hizo por salvarme.
AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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José Luís Rendón C. Nació en el Municipio de Argelia (Antioquia) – Colombia. Titulado como Profesional en Comunicación Social. Ha sido corresponsal de prensa alternativa independiente, cronista, periodista y locutor de radio. Cuentos: LEOCADIA, obra ganadora del primer puesto del concurso de cuento “Carrasquilla Íntimo” convocado por El Colegio de Jueces y Fiscales del departamento de Antioquia-Colombia y publicado en la revista Berbiquí. Cuento: EL MONSTRUO DE LA PLATANERA (inédito).
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