La tarde estaba lenta y pesada. El bochorno me tenía tonto y perezoso. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de bostezos consecutivos, como también el número de intentos en progresar algo.
Me levanté de la silla, en dirección a la ventana, buscando alguna novedad que despertara el interés o ahuyentara la pesadez. Afuera, todo reflejaba la radiante luz del sol, adquiriendo el hábito de la tranquila y relajada costumbre del barrio. La calle solitaria. El ante jardín de la casa de al frente, repleto de flores y matas sembradas en recipientes reciclables, simulando una especia de jardín del edén. Las rejas negras, ya descoloridas, de la casa de al lado. La fachada de ladrillo ya opaco en diagonal, y di con la ventana del segundo piso.
La persiana estaba recogida y de espaldas a la ventana, la joven mujer que vivía con sus padres. Lo primero que llamó mi atención: tenía el pelo recogido. Hasta donde la conocía, lo poco que la conocía, no lo había hecho de esa forma, con el cabello recogido. Era difícil hacerse a la idea de ese rostro rutinario con el cabello recogido, y dado que estaba de espaldas, no era posible completar la satisfacción que anhelaba mi curiosidad.
La joven mujer tenía el celular en su mano derecha, a la altura de la cintura, apuntando hacia su rostro. La cabeza ligeramente inclinada y el torso lo giraba sutilmente hacia un lado. La intención estaba clara, buscaba la foto perfecta con el sol del atardecer dándole en la espalda. Solo faltaba imaginarse la sonrisa, pero difícilmente se reconocería sonrisa alguna teniendo en cuenta el ángulo a partir del cual pretendía tomar la foto, pero la realidad era que imaginar una sonrisa que desconocía era algo difícil. Hasta donde conocí a la joven mujer, solo lo había hecho con el rostro serio y plano, sin ningún atisbo de emoción o efusión.
Esa mujer de espaldas a la ventana con el cabello recogido tratando de tomarse una foto y pretendiendo dibujar una sonrisa mentirosa en su seria expresión era una completa desconocida para mí, no era la joven tranquila y taciturna que pocas veces se dejaba ver en la cotidianidad compartida del barrio. Había muchos aspectos que marcaban una diferencia entre esa mujer en la ventana y la idea de mujer que yo tenía. Primero que nada, el cabello recogido. El rostro de la mujer era delicado, fino, delgado y alineado, por lo cual, el cabello negro, suelto y alborotado a su alrededor le favorecía. El cabello recogido puede que acentuara la delgadez y ligereza del rostro, que en esas circunstancias puede tomar la impresión de un rostro enfermo, y yo no recordaba a mi vecina con el rostro enfermo. Posteriormente, aparece la presunta y ciertamente fingida sonrisa. Presunta porque no me puedo imaginar una foto de ese carácter sin la delicadeza de la sonrisa, que parece se trata de una regla no declarada en esas secuencias fotográficas personales catalogadas como selfies. Ahora, el carácter fingido de dicha sonrisa resulta de una deducción basada en la experiencia. En las ocasiones que me cruzaba con la joven mujer en el corredor del barrio, yo la saludaba y ella correspondía, pero nunca con sonrisa alguna. Si la veía sacando a pasear los perros, llegando o saliendo del trabajo, llevando las bolsas del mercado o simplemente paseando, siempre lo hacía con el rostro serio, la boca alineada. Boca que era difícil adivinarla en la comprensión de una sonrisa bajo esa dura expresión ceñuda de sus ojos. Incluso si la encontraba con sus padres o su hermana, era ella, la joven mujer, la que nunca se dejó ver con una sonrisa.
En ese momento, se me hizo inevitable no imaginármela sonriendo. Si lo hacía, tendría que cambiarle la expresión de los ojos, los pómulos se le resaltarían, los flácidos cachetes se le dibujarían y la boca, de cierta sensualidad carnosa, dejaría de asustar para encantar. Sería, en términos definitivos, una cara totalmente ajena a la que yo conocía.
Me sentía engañado, estafado. Pero, valía la pena plantearse la pregunta: ¿Quién era realmente el engañado? ¿El o los destinatarios de la foto, o yo, su vecino, que asumía conocerla en la cotidianidad, casi intimidad, de la vida común del barrio?
La mujer llevaba dos vidas en simultaneo: La vida virtual, basada en fotos, chats y audios, lo que representaba una vida de apariencia. Y la vida que se desarrollaba en la normalidad de la casa, con mamá y papá, con los perros y el gato, en el trabajo, preparando el almuerzo, haciendo compras, saliendo con la familia. Existía entonces una contradicción. La imagen de aquella mujer pretendiendo una foto bajo el soporte del sol ya pasado de la tarde con una sonrisa incluida sugería algo totalmente ajeno a la vida real y normal, donde no se le conocía sonrisa alguna.
¿Qué necesidad de aquello? ¿Qué motivaba a esa joven mujer dejarse seducir por esa costumbre, convertida en moda, de pretender algo que aparentemente no es?
Inmediatamente, la respuesta me vino dada en un recuerdo. En más de una ocasión vi a la joven mujer con un tipo de su edad. Él la recogía y la dejaba en moto, vehículo que estuvo en más de una ocasión todo el fin de semana en la puerta de la casa, como si se tratara de un miembro más de la familia. Incluso, en estas circunstancias, el hombre nunca le saco sonrisa alguna a la mujer, o seguramente lo reservaban para la intimidad. El hombre motorizado no volvió por el barrio y tal vez la mujer, en la búsqueda de un nuevo pretendiente, buscaba engañarse a sí misma para engañar a otros ingenuos.
Finalmente, el último aspecto que alteraba la idea que yo tenía de la joven mujer era el hecho mismo de intentar tomarse una foto con pose.
Poco podía sacar yo de la personalidad de mi vecina. Las pocas palabras que cruzábamos se reducían a la cordialidad del saludo, que eran muy pocas veces. Aun así, me puedo hacer a una idea según lo que encontraba en la vida en común del barrio, y esto era: Mujer seria, recatada, firme y con carácter. No se le conocía escándalo, vicio, chismes o rumores que la perjudicaran o la involucraran. De hecho, toda su familia en particular pasaba desapercibida. El hecho de tener perros y gato sugería que gustaba de los animales. El talante taciturno terminaba de configurar una idea de mujer que prefería la tranquilidad y la paz de su casa. Era de esperar, dada su edad y presunta madurez, que los intereses estaban enfocados en cuestiones relacionadas con las artes, como la música, la literatura, la pintura, la fotografía, el cine, los animales. A este respecto, tenía una idea clara de estas personalidades: Que eran categóricamente genuinas y auténticas. De este modo, nunca consideré la idea de esa vida en simultaneo.
Esta fue una conclusión que, extrañamente, me decepcionó. Aunque la decepción radicaba, específicamente, en esa idea casi irreal que tenía de mi joven vecina. La había considerado como una persona con un potencial innato que emanaba cierta atracción en forma de interés, pero todo ello desapareció.
Me quedé observándola, con la consecuente tristeza y decepción. Sin intención alguna más que atraer el interés para retomar con entusiasmo la tarea que había dejado pendiente, la mujer se dio la vuelta, mostrándose a través de la ventana y con la cabeza inclinada en el celular, observando los resultados de su doloroso esfuerzo. La curiosidad resucito en ese cementerio de tristeza y decepción: Deseaba verificar ese rostro nuevo que se me presentaba a través de las ventanas que configuraban nuestros hogares, quería verla con el cabello recogido y, porque no, con su sonrisa que desconocía, pero la mujer seguía, obstinada en su celular.
Apliqué la estrategia de atraer la atención con una mirada insistente, y de repente, la mujer alzó la mirada de su celular para acercarse a mí. A diferencia de lo que había pensado, el cabello recogido le sentaba, y mucho. Aunque la sonrisa ya se había esfumado, quedaba un ligero atisbo de ésta, como unas sobras, como un ligero recuerdo, y me pareció muy coqueto, agradable y lindo a la vez. Me gustó tanto, que intenté animarla sonriéndole, pero ella, en lugar de sonreír, bajó la persiana.
Me quedé regalándole mi sonrisa a la persiana blanca de su ventana. Traté de disimular un gesto aleatorio con la boca, por si alguien más estuviera viendo.
Aunque no di con la sonrisa, tenía el entusiasmo y la iniciativa otra vez alegres por el hecho que acababa de ocurrir. Así que retomé mi tarea, pensando en que el intento de sonrisa no había sido del todo en vano…
AUTOR: JULIÁN DAVID RINCÓN RIVERA (COLOMBIA)
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Julián David Rincón Rivera, segundo de dos hijos, nacido en Bogotá, Colombia el 7 de abril de 1994. Profesional de Cultura Física, Deporte y Recreación.
Lector apasionado, escritor por elección, músico por diversión.
Cuenta con tres publicaciones antológicas con la editorial ITA, además de dos publicaciones en proceso, también de carácter antológico, con factor literario y la editorial mítico.
Con varias publicaciones en revistas de américa latina, encuentra en la escritura el mejor sustento para su vida.
Instagram: @relatero_literal