Los cucaracheros volaban y gorjeaban vivarachos alrededor del vetusto campanario de San Felipe. Las madres parían en humildes casitas con el rebuzno y las pedorreras de las mulas retumbándole en los oídos. El aleteo de las mariposas surcaba sembrados y los cestos se llenaban de huevos de yema colorada. Los arrieros hijueputiaban recuas, el ternero buscaba la teta de la vaca y una agraciada tomatera roja era la reina de toda la huerta. Así era la vida en San Felipe.
El único y añoso teléfono despertó muy temprano ese domingo en la pequeña aldea donde escasamente había veinte ranchos. Todos dispuestos en el ambiente de una pequeña hondonada entre potreros inclinados que adornaban el verdor de la montaña. Mucha gracia un teléfono en ese estrecho follaje. La llamada era para Leocadia quien arropada en linos acudió a contestar. Y habló hasta que el olor a aguapanela quemada la alertó. El desayuno se había retardado. No lo oía desde niña. Hoy ya era una mujer casada y tenía hijos también.
Estaba conmovida por la emoción. Don Doroteo Suescún, su padre, la acababa de llamar, quién sabe de dónde, y le confesó que había acordado visitarla. Era una mocosa cuando la abandonó, no solo a ella, sino a su madre, a sus siete hermanitos y al remilgoso burrito colimocho. Sin embargo, ninguno de los muchachos llegó a aborrecerlo. Las cavilaciones irrumpieron emocionadas en Leocadia como un pálpito. Su vida era como una mazorca brotada de ternura. Pronto conocería a su padre. No recordaba su rostro pero su portentosa voz y su sonora carcajada le respiraban siempre en la nuca. Regresó al fogón, lo azuzó con la tapa de la olla más grande haciendo que las pavesas volaran por todo el cielo de la cocina. Puso a hervir más aguapanela. Desde ese momento el crepitar de la leña fue una sola fiesta. El fuego avivado parecía chisporrotear más y los copos de humo grisáceo que salían de la chimenea de aquél ranchito, invadían cielo filipense anunciando buenas nuevas.
Pies endurecidos, casquirrajaos, subiendo montes repechudos, mancillando trochas y arriando bestias. Así le cuentan a la linda Leocadia y sus hermanos que era su padre en el oficio de arriero cuando se santiguaba, invocaba el nombre de Dios y palmoteaba mimosamente el anca de su mulita consentida:
-¡Oooooeeeee!, ¡eeeeeh!, ¡arreeee mula!, ¡arreeee machoooo!, ¡arreeee mula hijueputaaaa…!
Don Doroteo, zurriago empuñao, silbando y resoplando entre zancada y zancada, acosaba rabiosamente la mulada que jadeante avanzaba por los canalones de San Felipe y se precipitaba culebreramente en otras veredas. Pantanosos y cuchilludos eran los caminos por donde avanzaba con las recuas de mulas que hacían tronar las herraduras contra las piedras en medio de un armonioso aderezo de cagajones. Las pedorreras de los mulares iban al compás de los madrazos e improperios del muchacho que por entonces era Doroteo:
-¡Arreeee mulaaa!, ¡arreee machooo!, ¡arre mula hijueputaaa…!
Don Doroteo fue arriero en San Felipe, leñador, agricultor, recolector de café, trapichero, moledor de caña y herrador de bestias. No había tiempo para la holgazanería. Siempre tenía algo que arar. El campo y San Felipe lo eran todo para él. Leocadia legó esa alma vernácula y montañera. Se adivina porque en su cara angelical todavía brilla esa sumisa capa de musgo.
-¿En serio pa, vas a venir?
La voz titubeante del padre contesta: -Sí mija, -en ocho días. Cuando sea otra vez domingo.
Por años, Leocadia soñó con tenerlo en frente suyo. Lo conocería, por fin. Y ahí estaba, aunque solo fuera en un cuchicheo lejano. Nunca en su vida había recibido una noticia como esa. Por eso, en medio de la incertidumbre, muchas veces, a la oracioncita, no se concentraba en el rezo del Santo Rosario a la Virgen o lo interrumpía para volar hasta el patio del rancho. Un patio que se fundía con el potrero. Allí lo imaginaba silbando detrás de los árboles o afilando el machete. O se lo figuraba escogiendo café, rajando leña o palmoteando su mulito colimocho.
-En el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo; los misterios que vamos a contemplar hoy son los gozosos. El primer misterio es la anunciación.
Así entonaba el rosario la madre de Leocadia a la luz pálida de una vela. En todos los ranchos de San Felipe era lo mismo.
Dios te salve María, llena eres de graaa…. ¡veeé, veeé!, ¡Leocadiaaa, Leocadiaaa!, ¡espantá esas gallinas que se van a cagar en la cocina!, ¡espantálas Leocadia!, ¡espantálas que se van a cagaaar!
-¡Ve que rilientas estas pa estorbar! Pa eso que no dejan parar limpia la cocina,
-gruñía la madre.
Casi con 43 años, y con su piel de un primoroso matiz aceitunado, Leocadia se conservaba muy linda. ¡Su mirada era de un penetrante apacible! Tenía una nariz altiva y afinada en medio de unos ojos burbujeantes que le brillaban, así como brilla esa miel que hierve en las pailas del trapiche de San Felipe. Sería por lo bonita que le lucía tanto esa pañoleta de colores. Como si ella fuera el único Ángel esbelto en el mundo de mirada dulce, tentadora y virginal. Como si fuera la única hada del universo.
De negros crespos que se asomaban largos y retorcidos por entre el borde de la pañoleta, y de brazos de velluda fascinación, sus curvas elásticas y deslumbrantemente anchas dejaban con la boca entreabierta a los peones que a la salida de misa le miraban disimulados sus senos cálidos, frondosos y palpitantes. Sí. Le miraban disimuladamente los senos, como si fuera pecado mortal contemplarle los pechos a una mujer tan sencilla, tan bella, tan humilde, tan piadosa y pulcra como Leocadia.
Esta guapa ama del campo era todo candor. Un candor que se confundía con la armonía compasiva de la tentación. No sabía de odios, ni de rencores ni de traiciones. Pero no era ella la culpable que los peones le pusieran encima los ojos a la salida de misa. No. No era ella. Tal provocación lo fue por la gentileza de su corazón y por todo ese cuerpo y esa alma desparramadora de reverencia y sencillez a borbotones. Ni lo velloso de sus fascinantes brazos ni lo elástico de sus curvas, ni tampoco lo frondoso de sus estremecidos senos, eran la causa de esas bocas entreabiertas y de esos ojos perseguidores. Hasta Toño, solterón piadoso y entregado a los asuntos de la parroquia, y quien nunca quiso casarse, le tenía una enamorada devoción. Por él hubiera sacrificado la sacristanía para amarla el resto de la vida pero creía que si se atrevía a mirarla de otra forma recibiría un castigo divino.
¡Si supiera don Doroteo a la mujer tan hermosa y cierta a la que le quitó el habla y a la que privó de mimos y caricias! ¡Si supiera de la noble, íntegra y majestuosa señora que tenía por hija! ¡Ay! si supiera. Y como si fuera poco, era benditamente preciosa. ¡Era insoportablemente bella! ¡Santo cielo! ¡Que bello tenía el corazón esta guapísima mujer del caserío de San Felipe! Una diosa como ella, como Leocadia, no se había visto nunca en la historia de esta tierra. No se explican allí, pero su hermosura parecía un librito abierto del que llovían solo palabras dulces.
Instintivamente cerraba sus ojos durante el rosario y su corazón parecía abrirse al regreso de su papá. Despertaba, como siempre, con los primeros cantos tempraneros de los gallos.
-¡Por fin vas a venir apacito!, ¡por fin!, -exclamaba a cada instante. – Apuesto a que nadie en la casa sospecha. Burbujea su sangre acosando las arterias. Zapatea y se frota las manos de contenta.
Viendo radiante su semblante y luminosa su mirada, se notaba como había recuperado la esperanza de conocerlo. Siempre posó sus ojos acariciantes sobre los cerros de San Felipe esperando verlo aparecer por entre ese camino enrastrojao. Y le pareció distinguirlo muchas veces en el portillo de la cerca enjalmando y picándole caña a su burrito colimocho o acomodando las piedras quemadas del fogón de leña o encarrando astillas en la barraca. Y también se imaginó al platanar inclinándose a su paso y a la tomatera engalanándole el camino. ¡Cómo lo quería! Se veía en él. Lo quería con toda el alma, aunque don Doroteo nunca vio sus pechos hincharse y sus entrañas pariendo una y otra vez.
En ese letargo de recordaciones se mantuvo hasta que apareció su voz, la de su padre. Por un arcaico teléfono pero ahí estaba:
-¿Verdá pá?, ¿verdá?
-Sí mijita, es verdá. El otro domingo. -Ya acordé con ella que el otro domingo.
-¿Y quién es ella papá?
No hubo respuesta pero ante semejante noticia, Leocadia cerró los ojos conmovida y apretó fuerte los párpados. Desde ese momento las montañas de San Felipe le parecieron más relucientes y encantadoras de lo que eran. Su rancho se insinuó rodeado de paredes musgosas y la quebrada se percibió más arrulladora y rumorosa. La emoción se le vino encima. ¡Y cómo no!, su propio padre, quien nunca vio como este querubín crecía, estaba que aparecía por entre los matorrales de San Felipe.
La abuela había muerto pero recordó el toche aquél al que la anciana llamaba caruso. Pequeño pajarito de hermoso plumaje que por años don Doroteo oyó cantar. No habían tomado los tragos bien calientes a las cuatro de la mañana cuando ya el serenatero empezaba la tonada. Luego alzaba vuelo y formaba siluetas por toda la huerta. Los tragos, ese tinto primero del amanecer, era un auténtico y aromático café, sembrao, cosechao, tostao, molido y endulzao allí mismo en San Felipe. La panela era también del trapiche del mismo rancherío. Recuerda que el mejor sitio para tomar esas totumadas de tragos aguapaneludos era en la propia cocina, al pie del fogón de piedras quemadas con todo el crepitar de la leña que don Doroteo traía del monte con la complicidad de su hacha.
Así era como se sorbía y se disfrutaba del primor de las alboradas filipenses. Así era.
Leocadia agota nostalgias y se remata en tristes reminiscencias. El día en que su padre le habló, se quedó sin misa a la que nunca faltaba, pero no le importó. Estaba preparando con frenesí su retorno. Trepó por los palos y atiborró un costal de naranjas, guamas y algarrobos; amarró dos de las gallinas guachipeladas más gordas para despescuezarlas, y la marrana mona que vagaba libre por los fangales la encerró en el chiquero. Colgó guirnaldas, preparó faroles, alistó bateas y nochebuenas, como si fuera navidad. Como si fuera fiesta.
Llegó el domingo, y en medio de evocaciones, júbilos y jolgorios, el megáfono del lugar adormeció la calma de los campesinos y la de Leocadia también. Era el pregonero quien llamaba la atención de todo San Felipe informando sobre un hecho muy doloroso. Leocadia y Toño, el monaguillo, fueron los primeros en escuchar atónitos la noticia lacónica de un suicidio que había ocurrido muy lejos de San Felipe:
-¡Atención!, ¡atención!, ¡pongan cuidao todos! Se le avisa a la comunidá que don Cándido Soto, el papá del monaguillo se envenenó desde hace ocho días. Recemos por su eterno descanso y por la resignación del acólito. Avisamos también que don Cándido dejó una carta y se había dejado crecer mucho la barba.
Toño era un hombre muy querido, servicial y humilde, como todos en San Felipe. Su padre fue arriero desde la infancia al lado de don Doroteo, el padre de Leocadia.
La cabeza de Toño se dobló con la noticia. Se quitó el sombrero y lo colgó de la primera horqueta que encontró. Sacó su mano derecha por debajo de la ruana que llevaba encima, se santiguó con dificultad y luego miró a Leocadia con indeleble angustia. Y murmuró un responso:
-Virgen Santísima, socorréme, es mi apá porque mi apá tenía barba. ¿Miapá difunto? ¡Socorréme Virgen Santísima!
Y maldice entrecortado y desmadejado:
-¡Langaruto pregonero¡ ¡pregonero maldito! Es mi apá. ¡Pregonero embustero!
Leocadia se quedó lela mirándolo muy condolida. Lo abraza, lo consuela pero también lo reprende. El huerfanito, pálido y tembloroso levantando los hombros la escucha:
-¡Calláte esa boca Toño por Dios, no siás perecoso! El pobre pregonero no tiene la culpa, mirá que lo que nos está avisando es que don Cándido se envenenó. No lo culpe, no lo culpe, ¡Toño por Dios!
-Mándelos llamar a todos, que se vengan todos pa cá, avíseles que miapá faltó,
-pidió Toño profundamente pesaroso.
San Felipe, tan escaso como era de montañeros, entró en cuchicheo. Los azadones quedaron abandonados entre los surcos y las hachas se congelaron recostadas a los árboles. Parientes y vecinos empezaron a moverse y santiguarse. Y desde lejos, sedientos y afanosos empezaron a llegar todos. La noticia cundió. Todo San Felipe se agolpó en casa del huérfano. Su morada parecía un abatido convite.
“El padre de Toño se había envenenao”.
-¡Vida hijueputa esta, mi apá que siempre fue como un roble, que nuca se había enfermao de nada, que se mantenía en andanzas y bullarangas! ¡Vida hijueputa!
-¡Que no siás perecoso y boquisucio, toñito por Dios! -suplicaba Leocadia. – ¡Ay! donde el cura se de cuenta. Mirá toñito que te puede castigar la lengua.¡
-Mi apá que se mantenía contento y tomando guarapo, dizque difunto! ¡Vida hijueputa!, -se lamentaba Toño injurioso. -Y eso que era el acólito de San Felipe.
Era muy raro lo que había sucedido con el padre del monaguillo. Tan raro como el sonido del parlante que regó la noticia. Pero más raro todavía era un pregonero en San Felipe cuando en esos caseríos perdidos no existía ninguno. Pero servía mucho, porque los anuncios y las razones que llegaban para todo San Felipe alcanzaban velozmente la orilla opuesta del río y el eco de los mensajes se estrellaba como rayo de luz contra las verdes lomas de enfrente sin tener que ir hasta el otro lado de los barrancos. Tal vez, por eso se lo inventaron.
Toño se envuelve en un charco de cavilaciones. Conjetura que su padre, aquélla noche del envenenamiento, estaba solo, inclinándose sobre una copa, tragando un postrero sorbo amargo. Cavila que su padre, como pecador arrepentido, evocaba el abandono de sus hijos para abominarlo. Por eso se abismaba en recuerdos maldicientes.
-Que mis palabras no te ofendan apá, pero que hijueputa brebaje fue el que te tomates, ¿ah? ¡Quién sabe qué sería esa hijueputa bocanada!, -murmuró, levantó el puño cerrado e imaginó el lugar del suplicio.
Sus llantos reprimidos, como un estertor que le partían el alma, le amenazaban por dentro. Su padre, como don Doroteo Suescún, también había abandonado el rancho con hijos y todo, con plataneras y todo, hacía muchos años ya. El acólito supuso a su padre agarrando una copa, echándose la cabeza hacia atrás y apurando el último trago de su vida, la última bocanada, la de la muerte. Seguramente don Cándido no alcanzó a limpiarse como otrora lo hizo con el borde de la ruana. En ese perfil amargo, la visión de Toño se desgarró a las puertas de la muerte.
-¿Cómo podía moríse un roble como mi apá?, -se preguntaba adolorido.
San Felipe era un caserío dispensador de gentes buenas, sencillas, campesinas, amaízadas y acomedidas. Pero a la gente campesina y amaízada también se le apaga la vida como a don Cándido, el padre de Toño. Y se le apagó, tal vez, porque sus hijos, lejos de él, crecían y crecían y tenían otros hijos sin que él lo supiera.
-No entiendo estas putas cosas de la vida, -porfía Toño en maldecir.
-¿Mi apá, tan liberao, tan porfiao con la vida y tan cabeciduro, quizque envenenase? -Son muy raros estos hombres en San Felipe. ¡Vida hijueputa!
En medio de tantos agravios, lamentos y aspavientos por la inmolación de don Cándido, asombrosamente apareció de nuevo el pregonero con la bocina. Esta vez se le veía muy afanoso y tembloroso. Por la palidez de su rostro daba la sensación que algo peor había pasado y lo tenía que decir:
-Atención, atención. Pongan cuidao todos. Se le aclara a la comunidá que el que se envenenó hace ocho días no fue el papá de Toño sino don Doroteo Suescún. Atención, atención, volví pa aclarar que el que se envenenó fue don Doroteo, el papá de Leocadia, no don Cándido Soto.
Los rostros mortales volvieron a perder el habla al escuchar la noticia difundida por la bocina. Un viento frío y helado, como esos que hacen en San Felipe al amanecer, envolvió el cuerpo de la nueva huérfana quien en el acto se puso de rodillas, de hinojos a los pies de Toño, agarrándolo fuerte de sus alpargates y colgándose de su ruana.
En segundos todo cambió. Los responsos los rezaron a otra alma, las lágrimas cambiaron de ojos y la futura tumba cambió de dueño. Era otro el menesteroso de sufragios. El envenenao no era don Cándido sino don Doroteo. ¡Pobrecita Leocadia! Las siguientes noches la linda huérfana las pasó de claro en claro. Ni las llamas del crepitante fogón de piedras encenizadas, volvieron a chamuscar la olla de la aguapanela pa los tragos. Toño empezó a comerse las uñas y enmudeció con el dolor de saber lo que era ser huérfano de papá aunque su padre viviera aún.
Cuentan que en la habitación donde terminó don Doroteo sus días, encontraron a su lado una botella vacía con tapa de tusa y una carta en cuya cubierta había escrito de su puño y letra: “Leocadia, te quiero mucho”.
Una carcajada fascinante, eran expresión viva de niño feliz y bastaban para alegrarle la vida. Era la carcajada estruendosa de su padre, lo único que recordaba de él. Fue lo primero que volvió a recordar cuando el parlante aclaró la noticia. Estrelló sus manos contra el rostro sollozante, acarició remilgosamente sus hijos y suspiró cuando le contaron que las manos fuertes, anchas, y trabajadoras de don Doroteo también le habían alcanzado a abrazar su dorso de princesa mocosa.
Lacrimosa, paseó su pensamiento por el alma infantil de su padre y por su carcajada vigorosa, imaginando que de esa dualidad surgió, tal vez, el más puro amor por ella y sus hermanos.
-Si papá, ya se. Acordates el viaje ese mismo día de tu llamada, pero no pa cá, pa San Felipe sino pa la eternidá, -reacciona y se santigua. Al fin y al cabo papá, cumplites tu promesa de partir.A media legua del rancherío, y por camino muy malo, está el Campo Santo que se pasmó en un suave declive. Allí sepultarán a don Doroteo.
Mientras llega su padre convertido en alma santa, Leocadia se ensimisma en recordaciones. El día mas corto de su existencia debió haber sido aquél cuando decidió de tajo, traspasar las fronteras de otro mundo en tal inmolación. Los repiques de la única campana de la iglesita no dejaron de anunciarle la misa tempranera a la cual nunca faltaba y a la que acudían no más de diez feligreses, entre ellos cuatro campesinos que con reverencia se quitaban el sombrero al entrar y seis devotas mujeres que cubrían sus cabezas con mantos negros.
La voz se le quiebra, y los ojos se le aguan cuando le recuerdan que a don Doroteo le gustaba que sus hijos “fueran bien peinaos a la escuela”. Y así los mandó su madre siempre en ese primer y único año de escuela donde el viejo se aparecía llevando consigo golosinas para las niñas. Aunque aprendió a escribir y a leer decidió que nunca abriría la carta de su padre pero sí la respondería. Le bastaba con saber que la quería mucho, y así se lo hizo saber su padre en aquél sobre: “Leocadia, te quiero mucho”.
Una mañana, después de oír misa, corrió hasta el Campo Santo. Una vez allí, reverente dobló las rodillas, se persignó, y se le oyó un rumor apagado de oraciones. Dos lágrimas remojaron su hermoso rostro. Se inclinó tanto que sus temblorosos senos halagaron la lápida con la punta claroscura de sus pezones acariciando la loza. Antes de pararse, la limpió con los dedos, y como “ese te quiero mucho”, todavía le embriagaba las entrañas, escribió estas letras sobre la lápida:
“Papá: Mi Dios le pague por quererme. Yo también te quiero. Si me volvés a llamar, no se te olvide que estaré hirviendo aguapanela o pilando el maíz o voltiando arepas. O puede que en alguna otra parte esté papá. Leocadia, tu hija”.
Secó sus ojos aguados con el dorso de la mano, y después de dar dos zancadas, volvió la cabeza y le lanzó un beso con los labios alargados. Bramó el viento misteriosamente y se fue suspirando con los retratos de San Felipe en su cabeza. Retratos que le hubiera gustado saber de los propios labios de don Doroteo: caminos, fondas, rastrojos, viejos arrieros, pesebres, recuas de mulas, globos, natilla, ríos, quebradas y el tenue roce de la caída de las hojas. Así, ensimismada permanecía cuando las tareas de la cocina y de la huerta la dejaban.
La voz se le anima por un momento con la indecible carcajada de su padre sobre su nuca. Se muerde la lengua y se le hace un nudo en la garganta. Resucita recuerdos, arde en ansias y tocándose las comisuras de la boca no para en susurros:
-¡Ay apacito, te quiero mucho también!
Acostumbrado don Doroteo Suescún al rudo bregar de las montañas de San Felipe encontró fácil en otras tierras, tareas difíciles. Por eso emigró cuantas veces quiso hacerlo en busca de fortuna. Lo tentó la aventura de otros cielos y de otras montañas. Filipenses como estos siempre correrán aventuras como aquéllas, soñando con regresos triunfales como él persistentemente lo quiso.
-Me quemates muy duro el corazón apacito. -Me lo quemates muy duro, como cuando mis dedos se queman sobre los carbones de este fogón al rojo vivo, -se embelesó la infeliz mujer.
-En fin, pá, me voy a abrazar fuerte con usté porque la sangre vale mucho más que tu viaje pa San Felipe. Gracias por tu sangre papá. Gracias por tu sangre. No sé qué hubiera sido de esta pobre con otra sangre. No se. -Y sonríe, por fin.
-En su rostro se dibujaba una sonrisa como sello eterno e indeleble. Tenía un par de huequillos incrustados en los cachetes donde habitaba un remolino de sonrisa inocente. Era una sonrisa expansible que nunca se desvanecía. Esa sonrisa llegaba hasta los pájaros, porque estos parecían detener su vuelo y mirarle de reojo esos huequillos angelicales que la hacían ver furiosamente tierna.
Después de aquello, muchas veces ha amanecido en San Felipe y muchas cosas anormales han ocurrido también. El cielo filipense escupe gemidos. Extrañados, sus moradores, cuando falta poco para el ocaso, se quedan observando en la evanescente luz cómo escalan los últimos rayos de sol, la pared de las cañadas. El acuerdo de don Doroteo con la muerte convulsionó las trochas y resecó chamizos. Al pregonero se lo tragó el río con todo y bocina. Dicen que el alma de don Doroteo vino a deshacer los pasos y aprovechó para llevárselo.
Las flores renegaron, la tomatera se secó y el aleteo de las mariposas no se escuchó más. Las piedras quemadas del fogón fueron reemplazadas por viejas arcillas. Otro burrito colimocho, con el ojo de la soga suelto, pasta libremente desde entonces en el potrero. Leocadia desamarró las dos guachipeladas y le dio libertad a la marrana. Toño, creyendo que en verdad su padre había muerto, y como era tan caritativo, alcanzó a regalar unos cuernos de venado donde el viejo colgaba botellas de guarapo. No quería ese recuerdo de él.
Ella, con esa respiración tan suave y cálida, sigue espantando las gallinas que sin cesar se cagan en la cocina. Con una escoba de ramas barre la rila que las gallinas dejan sobre el piso de tierra. El humo de los fogones de San Felipe se sigue elevando en penachos hasta un cielo empapado de rocío y en veces trasnochado. Los cucaracheros todavía revoletean y trinan juguetones en el campanario, mientras que los arrieros, en memoria de don Doroteo, acallaron hijueputazos.
La gente sigue naciendo en esas mansas casitas de boñiga y cañabrava. Totumadas de guarapo sacian la ansiedad de los campesinos de San Felipe. Y Leocadia, que tiene viviendo la sonrisa en los huequillos de sus cachetes, con todo lo serena y linda que es, se quedó sin papá ese domingo, pero nunca se volvió a quedar sin misa.
AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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*Obra ganadora del Primer Puesto Concurso de Cuento del Colegio de Jueces y Fiscales del Departamento de Antioquia (2008)
José Luís Rendón C. Nació en el Municipio de Argelia (Antioquia) – Colombia. Titulado como Profesional en Comunicación Social. Ha sido corresponsal de prensa alternativa independiente, cronista, periodista y locutor de radio. Cuentos: LEOCADIA, obra ganadora del primer puesto del concurso de cuento “Carrasquilla Íntimo” convocado por El Colegio de Jueces y Fiscales del departamento de Antioquia-Colombia y publicado en la revista Berbiquí. Cuento: EL MONSTRUO DE LA PLATANERA (inédito).
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