Esa sarcástica risita de idiotas no era otra cosa que una fastidiosa mueca y una contorsión en la cara con la que anunciaban su próxima bravuconería. Torcían ridículamente a cualquier lado la comisura de los labios para insinuar miedo y congraciarse otra vez con el mal. Pistolas detrás del cinturón y brazos cruzados para que viéramos la empuñadura del arma. Los rostros de la gente quedaban cercados por el pánico al escuchar el ¡bang! ¡bang! de las balas que se entrecruzaban en unos barrios aterrorizados y resignados con la crueldad. La ciudad estaba descompuesta, se desangraba y se mataba sola con un sorprendente ensañamiento. Grupos de sicarios asolaban las calles. Así transcurrieron las décadas de los años ochenta y noventa. Hoy, casi todo florece en Medellín a pesar de la vigencia de corruptos y hampones que aparentando administrarla se la roban y después se ríen de uno en Miami. En medio de aquel fuego cruzado había un hombre bueno y recatado que permanecía recostado debajo de la cornisa de su casa dejando que palomas y cucaracheros le descargaran su estiércol. De todas las que existen en la granja humana, el olor de esa mierda era el único con el que perfumaba el peso de su cruz. Los bandidos de los combos le decían “el tocao” que en su léxico jergal se acercaba a ser desconfiado y temeroso. Nunca quiso pelar los colmillos apretando un gatillo a pesar de que en su mesa solo había migajas de pan. “El tocao” los ignoraba y las ratas del ¡bang! ¡bang! no se metían con él. Lo recuerdo en este espacio porque hace poco se cansó de agonizar. La última vez que lo vi le sobresalían los huesos de los pómulos, había endurecido su expresión y le temblaban ajados sus labios. Mantenía impecable la camisa que hacía poco le había regalado y el pantalón de franela estaba celosamente planchado. Sencillo, combativo y servicial, sus últimos días los pasó recogido viendo los colgandejos de lámparas del cielo raso de su sala. Su infinita hospitalidad y sus invariables brazos extendidos eran orgullo de los pocos que estrechamos su mano. Nos habíamos conocido desde mocosos cuando vivía en la casita ultramarina del pueblito bucólico que tanto extrañaba. Juntarle ahora a destiempo estas letras insensatas, pareciera más un tributo a la imbecilidad y no a él. En todo caso, para agrandar mi pecado fui y le esparcí “al tocao” los pétalos de una rosa. A él le gustaban. Los regué al lado de los troncos de algunos árboles en el espacio del bosque donde también quiso que se esparciera lo que de él quedó. No redimí mis culpas, pero vencí lo vencido por “el tocao”. A aquel ¡plop!, ¡plop! de las balas les hice dar la vuelta hacia la fragancia y la emanación adolorida de los pétalos para Benjamín
AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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José Luís Rendón C. Nació en el Municipio de Argelia (Antioquia) – Colombia. Titulado como Profesional en Comunicación Social. Ha sido corresponsal de prensa alternativa independiente, cronista, periodista y locutor de radio. Cuentos: LEOCADIA, obra ganadora del primer puesto del concurso de cuento “Carrasquilla Íntimo” convocado por El Colegio de Jueces y Fiscales del departamento de Antioquia-Colombia y publicado en la revista Berbiquí. Cuento: EL MONSTRUO DE LA PLATANERA (inédito).
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