Cuando los cielos se abrieron por primera vez, los aldeanos pensaron que los dioses habían regresado. Un disco dorado descendió entre las nubes, dejando tras de sí un rastro de fuego azul. Los pastores se arrodillaron, las madres ocultaron a sus hijos, y los ancianos cantaron oraciones antiguas que hablaban de espíritus venidos del firmamento. Pero el que descendió no era un dios. Su nombre era “Pelos”, un ser alienígena que se hacía llamar “Señor del Tiempo y la Creación”. Su voz resonaba en las mentes como un eco seductor y terrible. Trajo consigo máquinas de metal negro, soldados cubiertos por armaduras que brillaban como espejos. Prometió conocimiento, inmortalidad, perfección.
—“Os daré la eternidad en un suspiro” —dijo al consejo de ancianos—. “Y, a cambio, me ofreceréis la obediencia que se debe a un dios”.
La aldea aceptó. No por fe, sino por miedo. Nadie podía oponerse a la voluntad de un ser que hablaba con la fuerza del trueno. Así convenció a los primitivos hombres de participar en su experimento con nanomáquinas. Pelos escogió a los más jóvenes, fuertes y de mirada viva, hombres y mujeres. Los llevó al centro de un valle circular donde erigió una torre que parecía tocar las nubes. En su interior, máquinas invisibles —más pequeñas que el polvo— fueron liberadas en el aire. Nadie las vio, pero todos sintieron el cambio. El tiempo se torció. Los días se hicieron breves, las estaciones fugaces. En cuestión de horas, hombres y mujeres nacían, crecían, envejecían y morían. Las cosechas maduraban en minutos, los árboles se alzaban y se desmoronaban con la rapidez de un pensamiento. Los cuerpos humanos no podían comprenderlo, pero las nanomáquinas de Pelos alteraban los procesos biológicos: cada célula se multiplicaba, moría y renacía con velocidad mil veces mayor que la natural.
Los hombres comenzaron a llamarlo “el ciclo”. Cada amanecer era un nacimiento. Cada noche, una muerte.
Pelos observaba desde lo alto de su torre. No dormía. No comía. Solo registraba datos. Las máquinas a su servicio trazaban gráficos de comportamiento, cambios genéticos, mutaciones. Todo era información. Para él, aquellos seres no eran personas, sino fragmentos de un experimento. Buscaba algo que solo un dios podía desear: controlar la evolución misma.
Durante años —aunque para los aldeanos fueron incontables generaciones— Pelos jugó con la línea del tiempo. Ajustaba las nanomáquinas, aceleraba el crecimiento, modificaba sus respuestas. Cada ciclo traía una nueva raza humana: unos eran altos y pálidos, otros pequeños y ágiles; algunos nacían con pieles luminosas o reflejos felinos. Cada mutación era un capricho, una variación que observaba con frialdad científica.
Pero el tiempo, incluso cuando se manipula, siempre encuentra su propia voz.
Entre los descendientes de los primeros aldeanos surgió una mujer llamada Mneme, de ojos color plata. Era diferente: podía recordar cosas que otros olvidaban. En su mente persistían ecos de vidas pasadas, fragmentos de antiguos nombres, visiones de un dios que miraba desde una torre. Mneme comenzó a escribir. No en piedra ni papel —que se deshacían en cuestión de horas—, sino en su propia piel. Usaba pigmentos minerales que resistían los ciclos de envejecimiento. Así registró la historia de su pueblo en símbolos y espirales que cubrían su cuerpo. Cuando moría, su hija —idéntica a ella en todo— continuaba el relato.
Era una memoria viva. Una línea de tiempo que no podía borrarse.
Los seres alienígenas no sabían que, a través de las generaciones, los humanos aprendían. Las nanomáquinas, diseñadas para acelerar la biología, habían también desarrollado la transmisión de conocimiento genético. Lo aprendido por una generación quedaba grabado, de manera sutil, en la siguiente. Los hijos nacían con las habilidades de los padres: sabían cultivar, construir, leer las estrellas. La evolución se había vuelto consciente. Mneme comprendió lo que estaba ocurriendo. Pelos no era un dios, sino un prisionero de su propia arrogancia. Y si él podía manipular el tiempo, quizá el tiempo también podía volverse contra él.
Una noche —si es que la palabra “noche” tenía aún sentido—, Mneme ascendió a la torre. La escalera era interminable, una espiral de metal pulido que vibraba con energía. A cada paso sentía cómo su cuerpo envejecía y rejuvenecía al mismo tiempo, los ciclos de las nanomáquinas intentando impedirle avanzar. Pero su voluntad era más fuerte. Cuando llegó a la cima, vio a Pelos rodeado de luces, observando un holograma del planeta.
—“Eres el resultado más perfecto de mi experimento” —dijo él, sin siquiera volverse—. “Cada una de tus vidas es un instante de mi obra”.
—“Tu obra nos ha condenado” —respondió Mneme—. “Nos hiciste vivir mil vidas sin sentido. Pero aprendimos algo que tú olvidaste: el tiempo no obedece a los dioses, obedece a la memoria”.
Pelos la miró. En sus ojos brillaba la conciencia antigua de estos seres alienígenas: la de un ser que había usurpado cuerpos y mundos durante milenios.
—“Eres una consecuencia, no una amenaza. Sin mí, dejarías de existir”.
Mneme levantó un fragmento de cristal —uno de los núcleos que contenía la programación de las nanomáquinas— y lo sostuvo ante la luz.
—“Entonces, si mueres, moriremos contigo. Pero el tiempo será libre”.
El cristal se rompió.
La torre tembló. Las luces se apagaron. Las nanomáquinas, privadas de su control maestro, comenzaron a actuar sin dirección. Algunos humanos envejecieron hasta convertirse en polvo en segundos; otros rejuvenecieron hasta la infancia. El caos se extendió por todo el valle. Pelos intentó huir hacia su nave, pero los ciclos de aceleración lo alcanzaron. Su cuerpo, incapaz de soportar su propia divinidad, se derrumbó en un instante, reducido a un amasijo de carne envejecida miles de años en un segundo.
Mneme cayó junto a él. Su último pensamiento fue un susurro: “Que el tiempo recuerde lo que fuimos”.
Durante siglos —o quizá apenas días en la comprensión de estos seres humanos— el valle donde vivían permaneció en ruinas. Las nanomáquinas, sin dirección, entraron en un ciclo natural. Aprendieron a mantener la vida en equilibrio. Los humanos que sobrevivieron evolucionaron lentamente hacia un estado de armonía con el entorno. Ya no morían en un día, sino en años. Los nacimientos se regularon, las estaciones volvieron a su curso normal. Y en el centro del valle, donde antes se alzaba la torre de Pelos, surgió un árbol de raíces luminosas. Sus hojas brillaban con los colores de los ciclos perdidos. Decían que en su savia residían los recuerdos de todos los que habían vivido y muerto durante el experimento. Los aldeanos lo llamaron el Árbol del Tiempo. Nadie lo cortaba. Nadie lo adoraba. Solo se acercaban a escuchar el sonido del viento en sus ramas, que parecía susurrar nombres antiguos.
En una ocasión, una nave espacial proveniente de un mundo lejano descendió sobre el valle. Sus tripulantes encontraron aldeas prósperas, con gentes de mirada serena y una extraña relación con el tiempo: parecían vivir más despacio, como si cada gesto tuviera un peso sagrado.
El comandante del equipo, el doctor Thane, registró en su diario:
“Estos humanos muestran un conocimiento biológico imposible. No usan tecnología, pero comprenden los ritmos de la vida como si pudieran percibir cada célula. Dicen que su dios murió hace mil generaciones y que, desde entonces, el tiempo es libre”.
Durante la investigación, hallaron restos de metal fundido en el subsuelo. Los análisis confirmaron que pertenecían a tecnología alienígena. Una cámara oculta bajo el antiguo valle reveló miles de microdispositivos inactivos: las nanomáquinas de Pelos. Cada una contenía trazos de información, fragmentos de ADN, registros neuronales, incluso recuerdos visuales. Era como si el planeta entero guardara la memoria de sus habitantes en el aire mismo.
Thane intentó reactivar una. La diminuta esfera cobró vida por unos segundos, proyectando una imagen etérea: una mujer de ojos plateados, cubierta de símbolos.
—“¿Quién eres?” —preguntó él, sorprendido.
La figura respondió con una voz casi humana, aunque distorsionada por el tiempo:
—“Soy la memoria del ciclo. Soy todas las que vinieron antes. Soy Mneme”.
Los tripulantes quedaron en silencio. Aquello no era una simple grabación. Era una conciencia fractal, una inteligencia nacida del experimento mismo. Mneme se había convertido, literalmente, en la mente del planeta.
—“El dios está muerto” —dijo ella—, “pero su lección perdura. Quiso dominar el tiempo, y nosotros aprendimos a escucharlo. No necesitamos eternidad. Solo memoria”.
Los científicos regresaron a su mundo de origen con copias parciales de las nanomáquinas. El descubrimiento fue revolucionario, pero también peligroso. Algunos vieron en ellas una herramienta médica para regenerar tejidos o prolongar la vida. Otros, una forma de control absoluto sobre la biología. Los informes del equipo fueron sellados, clasificados como de máxima confidencialidad. Sin embargo, una copia anónima del registro de Mneme fue filtrada años después. El mensaje decía:
“La eternidad sin compasión es tortura.
La ciencia sin propósito es tiranía.
Recordad lo que fuimos, antes de querer ser dioses”.
El texto se difundió como una fábula, sin que muchos creyeran en su origen. Algunos pensaron que era una metáfora sobre el peligro de la tecnología. Otros, una historia perdida de una civilización olvidada. Nadie imaginó que aún, en un rincón de la galaxia, un planeta entero respiraba con la voz de Mneme, guardando en su savia la historia de su liberación. Con el tiempo, los habitantes del valle desarrollaron una filosofía basada en lo que llamaban “la Cadencia”. Enseñaban que cada ser tiene un ritmo vital que no debe ser apresurado ni detenido. Vivían en comunión con los ciclos naturales, midiendo los días por el florecimiento del Árbol del Tiempo. Su sociedad no necesitaba dioses, ni amos, solo equilibrio. En los templos de piedra translúcida, los ancianos contaban a los niños una historia prohibida: la del dios que quiso gobernar la vida.
“Pelos, el que jugó con el tiempo, creó un infierno donde los hombres vivían y morían en el mismo amanecer.
Pero de su crueldad nació la sabiduría.
Y de la prisa, la calma”.
Cada generación repetía ese relato como advertencia. No había odio hacia Pelos, solo memoria. Porque los hombres comprendieron que incluso el mal deja enseñanzas, y que ningún conocimiento —por terrible que sea— se pierde si se recuerda con compasión.
A veces, en las noches sin luna, los viajeros del desierto decían ver una figura luminosa caminando entre las dunas. Tenía el rostro de una mujer, el cabello como plata líquida. Decían que era Mneme, el eco eterno del tiempo libre. Algunos afirmaban que podía detener el envejecimiento con una mirada, otros que solo aparecía ante quienes estaban a punto de morir.
Un poeta escribió sobre ella:
“Camina donde los segundos no pesan,
Donde cada respiración es una vida.
Si la ves, no le temas.
Es el tiempo, y te está recordando”.
En una galaxia dominada por guerras y dioses falsos, ese valle se convirtió en un misterio. Algunos la buscaban para estudiar su biología; otros, para encontrar la inmortalidad que creían que allí existía. Pero los hombres no recibían visitantes. Su mundo estaba protegido por una niebla electromagnética que distorsionaba las señales. Era como si el planeta se escondiera del resto del universo.
Y quizá era así. Tal vez Mneme —la mente del planeta— había aprendido que la mejor defensa contra la ambición era el silencio. Bajo el Árbol del Tiempo, el viento aún murmura una plegaria que ningún dios escucha, pero todo ser vivo comprende:
“No queremos eternidad.
Queremos memoria.
Y eso basta”.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro