Dos de la madrugada. Un par de disparos rompen el silencio en la calle Compostela. Las detonaciones parecen haberse producido en la casa del capitán jubilado Roberto Santiesteban.
Este hombre está muy enfermo, aquejado de una enfermedad cancerígena.
Los vecinos se alarman, saben de que el capitán posee una pistola. Uno de ellos llama a la policía.
En breve, dos carros patrulleros hacen acto de presencia en el lugar. Los oficiales intercambian palabras con algunos vecinos y sin demora, se dirigen a la vivienda sospechosa. Tocan a la puerta, pero nadie abre ni tampoco responden.
El capitán no está solo, convive con su esposa, una joven y bella muchacha con la cual lleva tiempo de casado.
Al no conseguir respuesta, los policías suben por el tejado y descienden al interior de la casa deslizándose por el jardín. Avanzan. La claridad de algunas luces incandescentes les ayuda a realizar una minuciosa búsqueda en el patio de la casona. A ambos lados de la misma existen habitaciones, hay varias puertas, todas cerradas. Se dirigen a una de ellas que les resulta sospechosa, por tener luz encendida en su interior. Empujan la puerta y esta se abre. Quedan frente a un lujoso cuarto totalmente iluminado, varios espejos, colocados en cómoda y escaparate les hacen ver dobles todas las cosas.
En una cama muy bonita de madera tallada, tendida con sábanas blancas ensangrentadas yacen dos cuerpos: una rubia y hermosa mujer boca abajo, vestida con bata casera que parece dormida, pero la realidad es otra. Está muerta. Su cabeza ha sido destrozada por un balazo. Partículas de cráneo han quedado incrustadas en la cama. A su lado, boca arriba, un hombre entrado en años, de tez blanca, cara arrugada y cabellos canos. Viste pantalón oscuro de casimir y guayabera blanca de mangas largas. Su rudo rostro no parece formar parte de la muerte. Tiene ojos azules, tan abiertos como si contemplara lo que le rodea, pero la frente, ahuecada por un impacto de bala indica lo contrario.
En su mano derecha, todavía entre sus dedos permanece el arma del crimen: una pistola propiedad del capitán.
Los oficiales observan todo en silencio, pero algo les llama la atención. Unos papeles manuscritos descansan sobre el vientre del cadáver del hombre. Los oficiales se acercan, los toman y comienzan a leer detenidamente.
“A las autoridades<. asesino es quien priva a otra persona de la vida, pero a quien se suicida, muchos lo juzgan de cobarde. No me detengo en pensar cuál serà la calificación que yo pueda merecer. Todo depende de cómo se hagan las cosas y cuáles hayan sido las circunstancias que las provocaron.
En mi caso me olvido de las hazañas y condecoraciones recibidas en mi vida de militar, porque sé que mi imagen quedará manchada. Muchos me culpan por haber realizado este matrimonio con una mujer que, en realidad, por la diferencia de edades, pudo ser mi hija. Pero me enamoré y, cuando esto ocurre, no medimos el alcance de nuestras decisiones y muchas veces estropeamos nuestras vidas y también las de otras personas. Por esta causa ocurren numerosas desgracias, provocadas por nosotros mismos tras ilusiones que ante la vida ya ni siquiera nos pertenecen. Y cada quien reconoce sus propios errores cuando se ha agotado el tiempo para remediarlos.
Mi esposa no fue inteligente. Su egoísmo y avidez la llevaron a apresurarse ante los acontecimientos. Soy un hombre enfermo a causa de un tumor maligno que ha hecho metástasis en mis órganos. Ya se han agotado todos los recursos y mi salud ha ido empeorando día tras día a causa de la terrible dolencia. Mi mujer, con honestidad y un poco de paciencia pudo haber esperado mi final, que no era lejano, y convertirse en dueña de todos mis bienes legalmente, porque estamos casados, pero no logró esperar, se dejó arrastrar por estupideces, al igual que otras como ella, que corren tras sueños de fortuna con su mirada puesta en propiedades ajenas y terminan acortando los años de sus vidas. Y no fue màs que esto lo que ella cosechó.
En uno de estos días de fuertes dolores me inyectaba una y otra vez sin conseguir alivio. Ya en la noche quedé medio embelesado por las fuertes drogas y el malestar del cuerpo. Sentí como a los lejos alguien conversaba, reconocí entre sueños la voz de mi esposa, estiré mi brazo hacia el lado que ella ocupaba en la cama y estaba vacío. Abrí los ojos preocupado y presté mayor atención. La otra voz era de un hombre. Entonces, desesperado me lancé de la cama sin hacer ruido, alcé cuidadosamente la cortina de la ventana y miré hacia afuera a través del cristal. Vi a mi esposa en el patio en brazos de otro. Quise morir de rabia, matarla o no se cuántas cosas màs me vinieron a la mente, pero logré calmarme y escucharlo todo. Feliz el que hubiera podido ver las cosas de otra manera. Yo soporté para estar claro de la realidad y que nada quedara en secreto.
Mi corazón, roto y ultrajado, parecía sangrar dentro de mi angosto y oprimido pecho, soportando en silencio la prueba mas detestable que haya puesto la vida ante un hombre: ver a su esposa en bazos de otro y tener que mantenerse tranquilo. Sabía que mi enfermedad era difícil, pero esta monstruosidad la superaba.
Zumbaban en mis oídos las palabras de ella, los mimos que usaba con su amante mientras yo, inocente hasta ese momento, no me había percatado de su perfidia.
Pude conocerlo todo de su propia boca cuando le decía:
– “Mantén la calma, que ya los días que le quedan son bastante pocos. Puede decirse que están contados. Yo le estoy inyectando màs dosis de morfina que la indicada por el médico. En breve tiempo seremos felices como lo he soñado siempre. Solos y sin obstáculos. Pondré en tus manos, como en bandeja de plata, todas sus propiedades, asì te lo he prometido siempre. Sabes que nunca lo amé. Yo me he sacrificado hasta hoy para obtener sus bienes para beneficio nuestro. Pronto llegará el día de disfrutarlos a plenitud. Esta casa, la de la playa, su carro, su tarjeta bancaria, todo serà nuestro dentro de poco, pero tienes que tener paciencia, dejar que todo fluya como hasta ahora. Yo seguiré haciendo mi trabajo, todo saldrá de maravillas. Él es un viejo bobo que no se percatará de nada. Solo cree que lo atiendo porque lo quiero”.
Fijé un poco la mirada en el hombre y comprendí que era un canalla dispuesto a aprovecharse del sacrificio ajeno.
Mi sangre hierve, pero me mantengo tranquilo, como un macabro asesino que planea neutralizar sin escrúpulos a un adversario que pretende ridiculizarlo.
Era clave haberlos exterminado en ese momento, pero no tenía la pistola a mi alcance, solo ella sabía dónde se guardaba, pero mi arma era estratégica. Ser paciente, a pesar de mi soberbia. No quise escuchar màs y me volví a la cama desesperado, pero sin perder las riendas, a planearlo todo. Pensar como efectuar las cosas sin que ella pudiera darse cuenta de que conocía su plan. Soportando para mí el peor de los dolores, pero utilizando la inteligencia necesaria para burlar la avidez de los dos malhechores sin escrúpulos.
Matar para vengar la infamia, suicidarme, porque mi deteriorada salud me impide vivir en una prisión. En fin, terminar todo de una vez sin dar la oportunidad de que nadie se burle ni se aproveche de mi sacrificio. Al final, consideré inútil este diálogo fatal que había escuchado.
Después de esta noche pasaron otras, mientras yo planeaba llevar a cabo este final, pero esta noche me pareció perfecta para cumplir mi propósito.
No tengo sueño ni tampoco dolor. La noche anterior no pegué un ojo por el dolor intenso y la desesperación de pensar que la muerte me sorprenda y ellos se aprovechen.
Hoy dormí todo el día.
Ella duerme plácidamente, la observo reparándola de manera total parado frente a la cama. Me digo entonces: este serà su último sueño o quizás la última noche que duerme.
Pienso que un día la quise. El odio hacia ella se multiplica cada vez que recuerdo que se burla de mí. Pudiera sentir compasión, pero el cerebro manda y la mente exige venganza. Estoy totalmente decidido a llevar a cabo mi plan sin perder un minuto màs.
Vuelvo a mirarla. Continúa desplomada en la cama.
Con manos temblorosas me dirijo al escaparate. De un rincón oscuro tomo unos papeles que guardo a escondidas. En ellos escribo la causa por la que doy este rumbo a mi vida. También una muda de ropa. Quiero vestirme de gala para mi mortaja no quiero dar trabajos cuando me coloquen en el ataúd.
Tal vez lo haga con odio o con pocas ganas luego de lo sucedido. Tras vestirme, tomo los papeles y escribo sobre lo que serán mis últimos momentos. Miro al espejo. La mirada me resulta extraña, se desorbitan mis pupilas, mis labios se resecan, la miro nuevamente su sueño parece ser profundo. En breve pasará a ser eterno.
Un temor escalofriante se apodera de mí, pero no desisto.
Voy por la pistola. Estoy decidido a matarla y también a suicidarme. No porque quiera viajar con ella rumbo a la eternidad, pero sí terminar con mi vida y con toda mi agonía. Entonces, coloco mi dedo índice sobre el gatillo y disparo, asegurándome primero de que esta bala ha puesto fin a su vida. A mi solo me queda un minuto. Me voy a la cama. En breve y de un balazo, terminaré con la mía.
Sin poder ocultar el espanto que les aterra, los militares salen de la casona a confirmar lo que los presentes esperan. Un murmullo corre como un eco, cada quien opina lo que cree.
Una voz se impone a todas las demás:
-Es inútil censurar a alguien que no puede defenderse. El deber de todos es avisar a la familia y brindarle apoyo para darle cristiana sepultura.
Todos callan.
Vuelve a escucharse la misma voz:
-Quizás esto estaba en su camino y todo sucedió para que se cumpliese.
AUTORA: BELARMINA GONZÁLEZ PORTIELES (CUBA)
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Belarmina González Portieles, Nacida en Trinidad (Cuba). Graduada de la Escuela de Turismo en mi ciudad natal. Siempre he mantenido inquietudes literarias y me gusta seguir a las personas que cultivan el género. Me gusta escribir narrativa (Cuentos y Relatos).