El viento soplaba con fuerza aquella tarde en Xaltocán, levantando polvo y hojas secas que crujían bajo los pies de Aurelia mientras se abría paso por el viejo cementerio. La celebración del Día de los Muertos estaba en pleno apogeo: altares adornados con cempasúchil, calaveras de azúcar y velas titilaban en todas las direcciones, llenando el aire de una energía palpable. Para Aurelia, sin embargo, no era una noche de celebración, sino una de búsqueda. Su abuela le había contado historias cuando era niña, historias que hablaban de los antiguos dioses aztecas que caminaban entre los mortales y de objetos que contenían poder inimaginable. Pero de todas esas leyendas, había una que siempre la inquietaba más: la de Tlaloc, el dios del trueno y la lluvia. Su abuela decía que, mucho antes de la llegada de los conquistadores, el trueno no era solo un fenómeno natural. Era una manifestación de la ira de Tlaloc, canalizada a través de un arma ancestral: una gran vara que podía controlar las tormentas. Esa noche, mientras la gente honraba a sus muertos con música y banquetes, Aurelia se adentró en el cementerio en busca de un viejo mausoleo, uno que había pertenecido a su linaje desde tiempos inmemoriales. Sabía que algo dormía allí, algo que su familia había jurado proteger de generación en generación.
El mausoleo estaba cubierto de musgo, sus paredes de piedra tallada con símbolos antiguos, casi olvidados por la historia. Con un esfuerzo, empujó la puerta oxidada y entró en el interior, donde el eco de sus pasos resonaba en la oscuridad. Frente a ella, una gran estatua de piedra se erguía en silencio, representando a Tlaloc, con sus ojos huecos y dientes afilados. A sus pies, un pequeño cofre de madera yacía polvoriento y cerrado. Aurelia respiró hondo antes de acercarse. Las palabras de su abuela resonaban en su mente: «Solo la heredera de la sangre del trueno puede liberar el poder». Deslizó su mano sobre el cofre, sintiendo el peso de la historia y la sangre que corría por sus venas. Al abrirlo, encontró un objeto envuelto en telas antiguas: una vara forjada en obsidiana, era oscura y fría, brillaba bajo la luz de la luna que se filtraba por las grietas del techo. Cuando la tomó en sus manos, una oleada de energía atravesó su cuerpo. No era una fuerza natural, sino algo ancestral, vivo. Sentía la vara vibrar, como si dentro de ella latiera el corazón de una tormenta, esperando ser desatada.
De repente, sopla afuera una ventisca fuerte. Las velas en el cementerio se apagaron una tras otra, y un silencio inquietante envolvió el lugar. El aire olía a tierra mojada, como si la atmósfera misma presintiera lo que estaba a punto de suceder. Desde el fondo de la tumba, un murmullo empezó a resonar. Aurelia retrocedió, con la vara aún en sus manos, mientras veía sombras moverse entre las tumbas. Las ofrendas en los altares comenzaron a descomponerse rápidamente, las flores marchitándose y las calaveras de azúcar derritiéndose como si una presencia oscura estuviera absorbiendo la vida de todo lo que la rodeaba.
«Te lo advertí…» Una voz rasposa surgió de las sombras, lenta y profunda. Era Calix, el guardián espectral del mausoleo, cuya esencia había permanecido allí desde tiempos antiguos, protegiendo la vara de manos indebidas.
Aurelia giró, viendo cómo la figura de Calix emergía entre las tumbas. Su piel era pálida y estirada, su rostro esquelético cubierto por un manto oscuro. Sus ojos, dos pozos vacíos, brillaban con una luz sobrenatural.
«Eres la última heredera de Tlaloc,” dijo Calix, acercándose con pasos pesados. «Pero con ese poder viene una maldición. La vara no solo trae el trueno… también despierta a los muertos”.
Aurelia apretó el artilugio con fuerza, sintiendo el poder retumbar dentro de ella, pero también el terror crecer en su pecho. Las tumbas a su alrededor comenzaron a agrietarse, y del suelo emergieron manos huesudas que rasgaban la tierra. Las sombras de los antiguos guerreros, aquellos que habían servido a Tlaloc en vida, volvían para reclamar lo que creían suyo por derecho.
«No puedo dejar que te lo lleves» dijo Calix, levantando una mano en dirección a Aurelia. «No eres digna».
Pero Aurelia, con la vara brillando en su mano, supo en ese momento lo que debía hacer. Recordó las historias de su abuela, de cómo los antiguos dioses no solo eran poderosos, sino también justos. Dio un paso adelante, disolviendo su miedo mientras sentía la conexión con el trueno en su interior. La tormenta rugía más fuerte ahora, y la electricidad crepitaba a su alrededor. En un instante, un relámpago descendió de las nubes oscuras, golpeando atravesando su cuerpo. Con un rugido ensordecedor, la energía se desató desde Aurelia, barriendo el cementerio y destruyendo a los espectros que se alzaban desde sus tumbas. Calix cayó de rodillas, derrotado, mientras el cielo se aclaraba y la calma regresaba. Aurelia respiraba con dificultad, pero sabía que había tomado el poder del trueno, que ya no era solo de los dioses. Había sido reclamado por la última heredera viva.
Al día siguiente, mientras el sol comenzaba a iluminar el cementerio, los altares volvían a llenarse de flores frescas, y las almas de los ancestros regresaban en su paz eterna. Aurelia, con la vara de obsidiana en la mano, sabía que su lucha apenas comenzaba.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro