En el mes de septiembre, las sombras caían más pesadas sobre la ciudad, Silas Grayson, un investigador privado con una propensión a estar solo, recibe una nota enigmática. No lleva remitente, ni firma, solo una dirección: una estación abandonada en el distrito sur, el último vestigio de una antigua red de trenes subterráneos. No hay razón para que alguien desee encontrarse con él allí, pero algo lo intrigaba en esas pocas líneas. La noche era fría. El viento suspira a través de los edificios abandonados mientras Silas camina hacia la entrada de la estación. Sus pasos resuenan en el suelo de piedra, cada eco evocando un extraño presentimiento. Este lugar parecía que la ciudad le había dado la espalda, con sus luces titilantes en la distancia, incapaces de iluminar el sendero que se abre ante él… Al adentrarse en el túnel, encuentra una figura de pie, un hombre encapuchado, que le entrega un pequeño dispositivo plateado. «Lo que buscas está en tu interior, pero para verlo, deberás seguir solo», susurra. Antes de que Silas pueda responder, la figura se desvanece entre las sombras, dejándolo solo con el aparato en las manos.
Un botón en el costado emite un tenue resplandor cuando lo presiona. Al instante, siente una presión en su cabeza, como si algo estuviera despertando dentro de él. La visión que sigue es surrealista: una proyección de sí mismo, rodeado de criaturas y figuras de otro mundo, distorsionadas por su propia percepción del miedo a quedarse completamente solo. Mientras el dispositivo lo sumerge en una especie de sueño lúgubre, el túnel se transforma. Sus paredes parecen cerrarse a su alrededor, revelando murales de escenas imposibles: el caos de una ciudad en llamas, figuras de almas atrapadas que estiran sus manos hacia él. En cada imagen, encuentra ecos de su propia soledad, representada en seres atrapados en prisiones mentales, prisioneros de sus propios miedos. En ese abismo visual, Silas se ve transportado a un paisaje desolado, un páramo oscuro donde no hay luz, solo sombras, al igual que el ermitaño de las cartas del tarot. La figura encapuchada aparece de nuevo, guiándolo hacia una montaña solitaria, una ascensión sin fin que, de algún modo, parece conectarse a cada rincón de su vida.
Cada paso hacia la cima le recuerda una parte de sí mismo que ha perdido. Siente un peso en el alma, un reflejo de todas las decisiones que lo llevaron a esa soledad autoimpuesta. Cuando llega al final de la visión, la figura se vuelve hacia él, levantando la capucha para revelar un rostro familiar: es él mismo, una versión de sí que dejó de existir hace mucho tiempo, un recuerdo sepultado bajo capas de amargura y cinismo. La visión termina abruptamente. De vuelta en el túnel, el dispositivo emite una chispa y se apaga, pero Silas siente un cambio profundo, pero irreparable en su mente. Aquella noche, mientras regresa a su solitaria oficina, comprende que el viaje que comenzó no tiene retorno. En lo profundo de su ser, una parte de él ha despertado, y las sombras que lo rodean se han convertido en sus eternos acompañantes, recordándole que, a veces, la peor soledad no es la física, sino la que habita en lo más hondo del alma. Silas Grayson salió de aquel túnel con el pulso acelerado y una tremenda confusión. Sentía las cicatrices invisibles que le había dejado esa visión, un recordatorio de que incluso las emociones enterradas tienen una forma de reaparecer. Mientras caminaba, su mente vagaba entre recuerdos reprimidos y pensamientos perturbadores, como si el aparato en sus manos hubiera abierto una puerta que debía haberse mantenido cerrada para él.
Las calles estaban desiertas, y el eco de sus pasos sonaba hueco en la vastedad de la noche. Sentía una presencia tras él, una sombra que no podía definir, como si el espectro de su pasado lo persiguiera. Al llegar a su despacho, se encerró, intentando calmarse. Estaba a salvo, se repetía, aunque la imagen de sí mismo, en esa versión sin emociones, lo hacía temblar.
Puso el dispositivo sobre su escritorio, examinándolo bajo la escasa luz exterior que entraba. Aunque el cielo estaba ennegrecido por la chispa que se había encendido antes, aún sentía el magnetismo de esa maquinaria siniestra. En su mente resonaba una única pregunta: «¿Y si lo activara de nuevo?».
Silas sabía que había algo en su interior que clamaba por salir, y era el deseo de encontrar una respuesta. En ese estado de tensión, activó el dispositivo una vez más. Esta vez, la reacción fue inmediata: el entorno cambió y se volvió un paisaje más oscuro, más denso, un reflejo de su mente atormentada. Las figuras de su pasado, amigos perdidos, decisiones equivocadas, y personas a las que había alejado, se acercaban lentamente, como en una procesión macabra. El miedo y la soledad se entretejían en esa escena, y la imagen de él mismo, con un rostro serio y desapasionado, lo observaba desde la distancia. Era su «yo ermitaño», la parte de su psique que había silenciado y marginado. Sin embargo, esa figura comenzó a hablarle, revelando las verdades que siempre había evitado: los vínculos que había roto, las oportunidades desperdiciadas y el dolor que él mismo había enterrado. Mientras escuchaba, sentía que sus emociones se desbordaban, como si el ermitaño, con cada palabra, desentrañara los muros que había levantado a su alrededor. Cuando el discurso terminó, Silas sintió una paz inquietante. Entendió que el ermitaño no era su enemigo; era su guía en un proceso de autodescubrimiento que había rechazado por miedo.
El dispositivo volvió a apagarse, y Silas quedó solo en su oficina, meditando en silencio todo lo que había vivido. Sin embargo, esta vez, no sentía el vacío de antes. Comprendió que tenía que enfrentar sus sombras, era mejor aceptar su pasado y construir algo nuevo con esas ruinas emocionales. Había encontrado una fortaleza en su interior que le permitiría vivir con las verdades de su vida, sin esconderse tras la fachada de un ermitaño urbano. Había aprendido que, en ocasiones, para encontrar la luz, hay que sumergirse en la oscuridad.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
© DERECHOS RESERVADOS AUTOR (A)

Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro