EN EL SALÓN
Los murmullos, las risas y las conversaciones rebotaban con disonancia. En la mitad del salón se encontraba una mesa repleta de los más diversos platillos, desde el simple pollo hasta el exótico pescado, pasando por exquisitos faisanes y sopas diversas. También las bebidas fluctuaban entre cerveza y los más curiosos vinos tintos y blancos. Al frente, había un pequeño lugar para algún grupo de música de cuerda, viento y percusión, o trovador solitario. La mayoría de los invitados quería sacarse una foto con la homenajeada, una chica cuyos padres le habían cumplido el deseo de su fiesta de cumpleaños. Un par de músicos compañeros de la joven había terminado de entonar algunas canciones; poco después el turno fue para la guitarra de un trovador, y estaba programado para el rato otro conjunto de música para la gente que gustara de los bailes típicos del lugar.
Enseguida el padre de la chica expresó en medio de los demás:
—¡Ahora vamos a escuchar a un invitado muy especial!
—¡El misterioso cuentero! —se adelantó la chica.
—Así es, damas y caballeros, con ustedes ¡El cuentero más famoso de todos estos lares!
—¡Un aplauso para que aparezca! —exclamó la muchacha.
Los asistentes aplaudieron con gran euforia.
Ahí entré yo, cubierto con una túnica negra y una capucha que me ocultaba el rostro. No es parte de mi espectáculo, ni para darme ínfulas, lo hago para que la gente no se incomode ante la presencia de seres como yo. Es una cuestión de seguridad personal. Pasé entre los asistentes, quienes me veían intrigado y me daban espacio para llegar hasta el sitio destinado a los músicos.
Soy el último de mi especie, pero la gran mayoría de la gente no lo sabe. Para sobrevivir me gano la vida contando de pueblo en pueblo mi historia, más nadie me cree, toman mis palabras como un bonito cuento para pasar el rato. Eso no me gusta, en ninguna parte encuentro eco, parece que ya no queda ninguno de los que vivieron en ese momento. Aunque cuando descubro mi capucha me vean la piel cubierta de vello, y sepan realmente quién soy, ya nadie se asusta, dicen que es un raro caso de hipertricosis y muestran compasión por mí. Eso me molesta, porque no soy un bicho de circo.
Cuando la gente celebra algún festival siempre dice:
—¡Busquen al velludo, ese es bueno!
—¡Díganle al velludo que venga a contarnos historias!
—¡Sobre todo la que dice que es la suya!
—¡Ah, si hay gente loca en este mundo!
Eso es bueno, porque mi apariencia me ha permitido vivir casi como un juglar, pero también malo, porque el olvido es dañino, es como la indiferencia.
Muchos ojos fijaron la atención en mí: mujeres, hombres, ancianos, chicos y chicas. El ruido dio paso a un silencio sepulcral. Después de pasar mi vista por tan concurrido auditorio, destapé mi capucha y todos pudieron ver mi rostro completamente cubierto de un vello café. Un prolongado ¡Ooohhh! se fue esparciendo desde el inicio del salón hasta donde me encontraba, como una enorme ola de mar. Ya estaba acostumbrado a este tipo de expresiones, y me gustaba impactar un poco, porque así lograba atraer de inmediato la atención del público. Levanté las manos, me presenté y, después de modelar un poco mi voz, empecé la historia, mi historia.
EL ORIGEN
Hace mucho, mucho tiempo llegó al Pueblo del Sur un viejo, cuyo único equipaje era una caja. El peregrino era un hombre con la espalda encorvada, los cabellos encanecidos y las manos manchadas. Venía de muy lejos y quiso descansar antes de continuar su trayecto. Entró en la cantina, pidió una cerveza y un poco de comida. El cantinero, un hombre de brazos y cuerpo fuertes, le dijo que le serviría la cerveza, pero la comida podía encontrarla en el restaurante de enfrente.
—Está bien. Luego iré allá —aceptó el viejo después de girar su cuerpo y ver el restaurante.
Tomó la cerveza y bebió con avidez. Sus manos temblaban y, con un fuerte respiro, dijo:
—Me ha vuelto el alma al cuerpo. Otra, por favor.
El cantinero lo observaba con detenimiento. Le causó interés la caja que había dejado a un lado de su brazo derecho, porque de ella escuchó que salía un maullido.
—¿Trae ahí un gato? —preguntó.
—Sí, cómo no —respondió el viejo.
—¿Y por qué no lo saca? Debe estar muriéndose de sed el pobre animalito, al igual que usted —dijo el cantinero y sonrió.
—Sí, tiene razón. Pero a él no le gusta la cerveza.
—Bueno, yo puedo regalarle un vaso de agua o de leche. No se la voy a cobrar, recuerde que somos grandes productores de leche —dijo el cantinero, orgulloso.
—Muy bien, es usted muy generoso.
El viejo extrajo de la caja un lindo gatito blanco, con un ojo gris y el otro amarillo. Era flaco, y lo parecía aún más porque las costillas le resaltaban por el sudor. El cantinero trajo en dos vasos un poco de leche y de agua y se las ofreció al animal. Éste prefirió la leche.
—¡Mírelo, qué sediento estaba! Apuesto a que también está hambriento —comentó el cantinero.
—Sí, lo apuesto también. Al rato le daré de comer.
—¿Y de dónde viene?
—De lejos, de muy lejos.
—¿Y siempre lo ha acompañado ese gato?
—No, lo encontré en el camino. Me salió al paso y empezó a seguirme. Conseguí esta caja y ahí lo metí.
Con estas palabras hablaba el viejo cuando la hija del cantinero, Dioselia, una bella adolescente de cabellos negros, entró por la puerta detrás de la barra. De inmediato, la expresión de su rostro cambió cuando miró al gato.
—¡Qué lindo! ¡Qué lindo! —exclamó acariciándole la cabeza.
El gato correspondió a las caricias ronroneando, mientras se sobaba el costado en el brazo de la chica.
—¡Parece que le simpatizas! —exclamó el viejo.
—Sí, así es —el cantinero hizo un guiño a su hija.
—Te lo regalo —dijo el viejo—. Así me quitas una carga de encima.
La adolescente aceptó el obsequio muy contenta y se lo llevó a su cuarto. El viejo le pagó al cantinero y se dirigió hacia el restaurante.
Dioselia, después de haber recibido el gato, subió contenta a su cuarto con el nuevo regalo. “No vayas a dormir con él”, recordaba las palabras de su padre, a quien siempre le había parecido dañino el pelo de los gatos. “Sí, pa’, le haré una camita con alguna caja de licores”, respondió la adolescente. Puso al animalito sobre la cama y, de debajo de ésta, sacó una caja, en la cual acomodó unos trapos, a manera de cobijas, y otros, como almohada.
—Creo que así estarás cómodo —comentó la chica, como si el gato pudiera escucharla.
El animalito no dejaba de mirarla y, con un bostezo, hizo que ella sonriera.
—¡Ay! ¿Tienes sueño, verdad? —se quedó pensando en que no le había puesto nombre—. ¿Cómo te llamaré? ¿Cómo te llamaré? —se preguntaba, mientras barajaba en la mente algún nombre especial.
Miraba de un lado hacia el otro del cuarto para buscar una ayuda. Hasta que al fin dijo:
—Te llamaré Albo, que significa “blanco”, porque eres como la leche, y te gusta mucho, ¿verdad, minino?
El gato dejó escapar un leve maullido y después bostezó de nuevo.
—Ya. A dormir —ordenó la chica.
Dioselia lo tomó entre los brazos y lo acostó en el nuevo lecho. Se preparó para ponerse el pijama, pero antes pensó en dejar algo de leche al felino. Bajó las escaleras y llegó a la cocina. Puso un poco de leche en un plato. Regresó a la habitación y le ofreció el alimento. El animal bebió y a ella pronto la venció el sueño.
Cuando Albo estuvo seguro de que Dioselia ya dormía profundamente, hizo la señal convenida con el viejo: maulló con fuerza; y, al instante, otro gato, que caminaba encorvado y cojeando saltó por la ventana y llegó hasta él. Albo tomó forma humana, y el otro lo imitó.
—Dizque Albo, ¡Qué ridículo! —el viejo se burlaba de su amigo—. “Que significa blanco, porque eres como la leche y te gusta mucho, ¿verdad, minino?” —continuaba burlándose hasta que Albo le increpó:
—¡Ya cállate! ¡La vas a despertar!
—Está bien, no te enojes.
El viejo desapareció por la ventana con un ágil salto. Albo observaba con deseo a la chica que dormía plácidamente. Y poco a poco se acercó a su cuerpo.
DE UN LADO Y DEL OTRO
Como un idilio taciturno que envolviera el ambiente, la noche imperaba y el croar de las ranas salía de las hierbas y de los árboles. Complementaban el conjunto de sonidos pasos acelerados que parecían huir de algún perseguidor. A la chica de pelo abundante, que huía de su novio, nada le parecía peligroso. Detrás, éste le pedía que lo esperara un poco.
—¡Apúrate, lento! —le gritó, mientras se posaba sobre la muralla.
Ya encima, lo miró; él, jadeando, le correspondía desde la base del muro.
—¡Agáchate, que te pueden descubrir! —respondió un poco nervioso.
—Qué miedoso eres. ¡Mira, mira, nadie me puede ver! ¡Nadie me puede descubrir! —dijo desafiante, caminando de un lado hacia el otro por el muro.
—Me gustas tanto… —él murmuró y, al instante, saltó junto a ella.
La chica se le acercó, lo besó despacio con dulzura, y le susurró al oído: “te quiero”. Él le correspondió con una caricia en la mejilla. Saber que alguien podía estar acechándolos, con un arma en la mano, era la fantasía que ella le había propuesto antes de irse cada uno a su casa. Él, entonces, subió sobre el lomo de ella y la penetró. Con caricias salvajes se devoraron a un ritmo que la noche y el canto de las ranas arrullaban. Mientras todos en el pueblo estaban despiertos, haciendo cosas cotidianas, los dos desafiaban la ley que los había obligado a vivir del otro lado del muro, con el temor de asomarse y de ser víctimas de algún centinela. Él continuaba con movimientos cada vez más rápidos y próximos, cuando de repente un estruendo cruzó el aire y un golpe seco se escuchó del otro lado del muro.
La chica gritaba como loca al ver a su novio en estertores de muerte. Cuando comprendió que estaba a merced de los centinelas, corrió asustada hacia su casa, acompañada por lejanos ladridos de perros.
Entre omisiones intencionadas y la bruma del vértigo de los recuerdos, comentó a sus padres lo que había ocurrido, y ellos sólo dijeron: “Él se lo buscó”. Dos días después, ofrecieron como exvoto el cuerpo del muerto en el pequeño templo de Dioselia.
**********
Un muchacho llegó de traer algunos frutos y abrió la puerta. El silencio rebotaba por todas partes como un enorme abrazo, parecía que todos hubieran desaparecido. Ante tal situación, él llamó gritando.
—¡Papá, aquí traigo lo que me…! ¿Qué pasa?
—¡Cállate! —lo regañó su padre.
El joven se percató de las personas que estaban en el cuarto. Un mal presagio resbaló por su espalda; nunca había visto juntos, silenciosos y meditabundos, a su padre, tía y primo. La angustia se respiraba en cada rincón del cuarto.
—¿Qué pasa? —preguntó otra vez al mirar a su madre enferma en la cama.
—Tu mamá no se encuentra bien —fue la frase susurrante del padre.
El joven observó a la mujer recostada, quejándose de los dolores previos al parto. Alguien le había puesto sobre la frente un pañuelo con agua fría, como hacen con las personas que tienen fiebre alta. Él contempló con asombro el enorme vientre al desnudo, que subía y bajaba con cada respiro.
—Ha vuelto a calmarse. Lleva varios minutos así, pero creo que lo peor no ha pasado —comentaba el padre con los ojos fijos en el reloj.
Ya tenía contabilizado el tiempo que duraban esos escasos momentos de sosiego.
El joven se asustó mucho cuando la madre empezó a mover la cabeza de un lado al otro, primero lentamente, luego con tal violencia como si buscara arrojarla lejos, mientras el resto del cuerpo se contorsionaba y un doloroso ¡ay! se expandía por la atmósfera. El padre y el primo la sometieron a la fuerza hasta que volviera a calmarse, o hasta que algo diferente ocurriera. La tía no paraba de rezar y llorar, de rezar y llorar. El joven estaba en una esquina y observaba, comiéndose las uñas y tronándose los dedos.
—¿Papá, dime qué tiene mi mamá? ¡Ayúdala, por favor! —exclamó muy asustado, con el llanto a punto de explotar.
—¡Cálmense! —el padre gritó.
El llanto del joven se desbordó, porque no comprendía qué pasaba. Si sólo estaba preñada, ¿por qué todo parecía una pesadilla? La respuesta vino casi al instante: se dio cuenta de que algo extraño se movía en el vientre de su madre, algo que empezaba a sacar la cabeza por entre las piernas. Ella se desmayó y la tía se llevó la mano a la boca, conteniendo un grito.
—¿Qué es esa cosa? —escuchó gritar a su primo.
Lo que había salido del vientre de la mujer rápidamente se escabulló y saltó por la ventana. El joven no supo qué decir. Minutos después descubrió que su madre había muerto.
LA DESAPARICIÓN
Hace mucho, el Pueblo del Sur fue un lugar próspero, y personas de varias partes de la región visitaban sus límites. Un lugar con mucho comercio y actividades en sus habitantes, por la producción de leche, queso y mantequilla. En sus comienzos estaba muy unido a las otras cinco localidades aledañas: Norte Uno, Norte Dos, Nororiente, Noroccidente y Occidente, lugares que rodeaban al Pueblo del Sur. A su espalda sólo había un inmenso y profundo abismo.
Sin embargo, desde el día en que Albo yaciera con Dioselia, las cosas no fueron las mismas. Empezaron a ocurrir muchos raptos y casos de violación. De un momento a otro, todos sus habitantes desaparecieron. Se esfumaron como el humo entre los dedos. Decían que todas las jóvenes en edad fértil escuchaban raros chillidos, que las seducían con gran atracción, y ellas no lograban controlar el deseo por saber de dónde venían dichas notas. Aunque quisieran detenerse, terminaban en la noche caminando como sonámbulas detrás de los extraños sonidos. Amanecían acostadas en el pasto, con un fuerte dolor en los músculos y con heridas en la entrepierna.
Los médicos concluían que habían sido víctimas de violación. Preocupados, los habitantes empezaron a investigar. Suponían que había un violador nocturno; o que tal vez era un grupo, y debía ser encontrado. Se dividieron por secciones y se programaron para vigilar en las noches y en la madrugada.
Cuando el sol bajaba, nadie podía salir de las casas sin el permiso del pequeño consejo del pueblo. Se impuso una especie de toque de queda. Sólo las secciones de vigilancia tenían un salvoconducto que les permitía patrullar de noche. A veces, iban con ellos algunas mujeres que fueron víctimas de este abuso, para reconocer al usurpador, o algún lugar, o alguna pista que los llevara a encontrar al culpable o culpables. También llevaban a otras mujeres, porque sólo ellas, y no los hombres, eran capaces de escuchar esos chillidos.
En una ocasión, uno de estos grupos de vigilancia, en compañía de una mujer embarazada, seguía a una joven que descubrieron caminando como sonámbula detrás de esos chillidos. Los integrantes del grupo mantenían una distancia prudente sin perderla de vista; pero la mujer embarazada empezó a sentir los dolores del parto. Todos estaban listos a disparar a la cosa que le saldría del vientre, rogando al cielo que la mujer no muriera, como ya les había ocurrido a muchas otras.
Dos de los hombres se ofrecieron a atenderla porque no podían llevarla de regreso al pueblo; y otros tres continuaron persiguiendo a la joven sonámbula. Pronto salió de la mujer un ser que saltó sobre el rostro de uno de ellos. El otro no logró controlar sus nervios, disparó contra el recién nacido y lo mató, pero también hirió de muerte a su compañero. La mujer yacía sin vida en el pasto.
Se escucharon ruidos de pisadas. El hombre pensó en los otros tres amigos, pero en lugar de ellos aparecieron unos seres con la piel cubierta de pelos que se movían con gran agilidad. El hombre hizo un disparo, pero cuando quiso hacerlo de nuevo vio a las sombras abalanzarse sobre él.
Poco a poco los seres velludos que se movían con gran agilidad, es decir, mis antepasados, se hicieron más numerosos, exterminaron a los habitantes del Pueblo del Sur y repoblaron el lugar.
Cuando ya no hubo humanos en el Pueblo del Sur, mis antepasados, a quienes llamaré velludos, porque así les decían, hijos todos de la unión de Albo y Dioselia, se establecieron como nuevos habitantes. Ya tenían un lugar donde vivir, criar a sus hijos y morir en paz. Pero antes debían organizarse, dejar de ser cosas raras que todo mundo persigue, que terminan en bestias salvajes, vagando sin sentido, convertidos en simples asesinos y violadores y perseguidos por muchas partes. Necesitaban afirmar el deseo de unión, consolidación e identidad, que les permitiera ser diferentes de los demás. No querían que esa chispa surgida de un pequeño grupo de nosotros se muriera.
Entonces Albo se presentó:
—¡Yo soy Albo, quien se unió a Dioselia, la madre de todos ustedes! —fueron las palabras de nuestro divino antepasado—. Yo la conocí, tuve la oportunidad de contemplar su belleza. Ella me encomendó reunirlos para que se consolidaran, para que no vagaran, temerosos de ser lo que son.
Le creyeron y alabaron sus palabras.
Albo contó la historia de su primer encuentro con Dioselia, cuando era una doncella. Así, los velludos se dieron cuenta de que él se había unido con Dioselia y había dado origen a todos nosotros.
—¡Él es nuestro padre! —expresaron.
Todos se sintieron bien por sus palabras y lo adoraron.
Era normal, porque por primera vez formaban parte de algo y querían desechar la vida que llevaban.
Al otro día, el divino Albo desapareció, y por un momento mis antepasados experimentaron el desamparado. Necesitaban en quién creer, en un ser divino que los fortaleciera y les diera el alivio de saber de dónde veníamos o quiénes éramos. Repusieron fuerzas y continuaron con su unión. Hicieron tres templos: uno a Albo, otro a Dioselia y un tercero, un poco más pequeño, para el compañero inseparable de Albo. Allí les llevaron ofrendas de leche y queso, y les ofrecieron nuestros muertos. Se sintieron como pueblo. Tenían raíces para empezar a dar frutos. Eligieron algunos líderes y formaron un pequeño consejo, que se renovaba cada año por turnos.
Vivieron en paz por mucho tiempo, y tenían buenas relaciones con sus cinco vecinos. Pronto el pueblo se hizo muy próspero, cuyos límites eran visitados por personas de varias partes de la región. Se retomaron las actividades comerciales, como la producción de leche, queso y mantequilla.
Pero con el tiempo se tornó en un consuelo tonto para muchos, y empezaron a burlarse de Dioselia. Surgieron por todas partes enemigos. Muchos empezaron a llamarla: “Hija del cantinero”, “La violada”. Decían que no éramos más que productos de una eterna violación que se extendía hasta nuestros días.
Y surgió la guerra que casi nos lleva al exterminio. Mis antepasados se rindieron. Se estableció un acuerdo y tuvieron que vivir detrás del muro. La situación empeoró aún más.
Los ataques se dirigieron contra Albo, a quien llamaban “El violador”, con fuertes expresiones que cuestionaban de dónde habría surgido. La verdad muchos se preguntaban eso, incluso hoy en día, de vez en cuando, me llega esa inquietud a la mente. Pero nunca se supo. Para muchos no importaba, para otros sí. Empezaron las burlas, parecía que la derrota en la guerra nos hubiera cegado la mente y enfriado el corazón. Nos acabó la escasa unión y nos agotó la falta de fe. Ya no creíamos en Dioselia ni en Albo.
LA GUERRA
Había trincheras por doquier. Muchas cercas, vallas y trampas rodeaban las localidades cercanas al Pueblo del Sur. Todos estaban listos para la guerra. Acabar con los velludos era el objetivo. Pero ellos no se quedaron atrás, estaban guarnecidos con igual número de protecciones. Alguien dio la orden de atacar. Los moradores de los cinco pueblos dejaron las trincheras y avanzaron hacia el sur. Lo mismo ocurrió con los velludos, que salieron de los escondites. La decisión firme de muerte se desplegó por el pecho de los que lucharon esa vez, y el odio que se traslucía en sus ojos se respiraba en cada bando. Todos estaban listos para morir, querían acabar ya con una guerra tan larga, pero las batallas continuaron y el final no parecía vislumbrarse.
Los velludos eran ágiles, tenían muy buena vista, oído y olfato, y aprovechaban la noche para atacar. Sin embargo, los guerreros de los demás pueblos lograban equilibrar las bajas durante el día. La noche ya no era problema, con un buen sistema de iluminación, muchas trampas y la ayuda de los perros no había de qué preocuparse.
Para fortuna de los velludos, las divisiones y las disputas internas surgieron en los habitantes de los pueblos aledaños. Algunos supersticiosos tenían miedo de matarlos y otros desertaron; pero la amenaza de muerte los hizo cambiar de idea y tomar las armas. Una parte quería una lucha cara a cara, hasta que no quedara ni uno de los nuestros en pie, porque tenían miedo de compartir un territorio con seres de piel velluda, que se movían ágilmente y, según se decía, comían humanos y los secuestraban para sacrificios a un extraño culto de una diosa que era una mujer joven. Otros buscaban la paz y querían un tratado. Se formó una asamblea, la cual terminó votando por una lucha definitiva. Cuatro mensajeros fueron a los demás pueblos, y uno al del Sur, para que la noticia se supiera. La guerra se reanudó y los restantes combatientes tuvieron que salir al terreno a continuar la lucha.
De un lado, un bando no superaba los setenta hombres y algunos perros; y del otro, una cantidad similar de combatientes, siempre a la defensiva y esperando el ataque. La batalla no duró mucho, unas cuantas peleas que no condujeron a nada en concreto. Pronto, los dos bandos se percataron de que era difícil una victoria definitiva, y tuvieron que conversar para llegar al acuerdo que persistió por un tiempo. Algunos de los puntos permitían nuestra subsistencia, con el obsequio de algunas vacas y víveres, pero nos obligaron a levantar un muro, y no podíamos salir de sus límites, si no queríamos morir.
Desde ese momento, los cinco pueblos aledaños siempre estuvieron alerta, tomaron precauciones y formaron guardia a las entradas que venían del sur. No parecía haber manera de que saliéramos del lugar al que quedamos confinados. Los habitantes no admitían que ninguno de los velludos entrara en sus tierras. A veces, sobre todo en las noches, mientras los centinelas vigilaban, descubrían a algunos, jóvenes en su mayoría, que curioseaban por los alrededores, y los mataban. Pero esa situación no duró mucho. Unos años después, los habitantes de los pueblos aledaños esperaron una decisión del consejo para reanudar las hostilidades, de manera definitiva.
EL ABISMO
Después de haber asesinado a sus dos hijos, uno de los velludos se dirigió hacia su hermano dormido para asfixiarlo. Mientras éste daba el último respiro bajo la almohada con la cual se le impedía la respiración, una lámpara apagada cayó al suelo. La esposa entró en el cuarto y, al descubrir lo que su esposo había hecho, la invadió el temor y salió huyendo. El esposo la persiguió y la alcanzó cerca del abismo.
—¿Qué has hecho? —le gritó cuando sintió en el cuerpo la ruda mano de él halándola —. ¿Vas a seguir conmigo?
—Es lo mejor para todos… —dijo, con palabras que sonaban a buenas intenciones.
—¡Ayuda, por favor! ¡Mi esposo se ha vuelto loco! —gritaba con desesperación, pero el silencio y la soledad de la noche no le respondieron.
—¡Cállate! ¿Crees que a mí no me duele? —y le asestó un golpe al rostro.
Ella cayó al suelo llorando.
—¿Por qué mataste a nuestros hijos? ¡Por Dioselia, esto es una locura!
La desesperación del esposo tenía un fundamento: la guerra se aproximaba, ya nada se podía hacer, y muchos creían que ni Dioselia ni Albo mismos cambiarían las cosas. Por momentos, el viento silbaba al tropezar con las entrañas del profundo acantilado. Los dos sentían el golpeteo del aire en las ropas y en sus rostros, como si quisiera refrescar la tensión del momento. El esposo permanecía rígido, de pie, con la mirada fija en su esposa, sin decir una palabra.
—¡Sólo dime por qué lo hiciste antes de que me mates! —gritó ella desesperada por el momentáneo silencio.
—¿No recuerdas lo que dijo mi hermano?
—¿Por qué mataste a los niños?
—¡Correrían la misma suerte que todos nosotros! —respondió tajante.
Hace unos días, el hermano del velludo había llegado de manera inesperada. Mientras la pareja cenaba lo poco que habían logrado sacarle a una vaca, escucharon golpes en la puerta de su casa. Con una escopeta en la mano, el dueño de casa preguntó quién era. Una voz desesperada se escuchó del otro lado:
—Soy… yo… abre, por favor.
El hermano reflejaba en los ojos un miedo poco común en nuestros rostros.
—¡Por Dioselia! ¿Qué pasa? —exclamó la esposa llevándose las manos al rostro.
El recién llegado no respondió. Se sentó en la mesa y pidió leche. Los leves llantos de los hijos de la pareja rompieron la calma del ambiente.
—¡Cállense! —gritó el dueño de casa y los dos chicos corrieron inmediatamente a esconderse en la cocina.
La pareja se sentó junto al recién llegado y la preocupación los inundó. Pasado un momento, el hermano les contó los últimos acontecimientos. Los pueblos aledaños habían decidido declarar la guerra e invadir al Pueblo del Sur, para “exterminar de una vez por todas a esos malditos velludos”, fueron las palabras textuales de un integrante del consejo de los humanos.
—¿Qué podemos hacer? —con estas preguntas finalizó.
—Pues avisar al consejo y… armarnos… prepararnos —respondió el dueño de casa.
Una gran impresión se apoderó de él, quien alertó, al día siguiente, al consejo. Sin embargo, como lo había temido, el consejo no tomó una decisión rápida, pues confiaba en el acuerdo firmado hace muchos años. Además, no había manera de soportar, no había armas ni destreza para una lucha tan desigual. Tal vez resistieran por algunos días, pero el final era de esperarse.
Por ello, tomó esa decisión.
—Se puede encontrar alguna solución… Quizá llegar a un acuerdo con los pueblos aledaños. Ya pasó una vez —comentó la mujer con ingenuidad, mientras el viento le robaba las palabras.
—¿Es que no ves lo que somos? —enfatizó mostrándole su mano velluda.
—¡Pudimos haber tratado de huir con nuestros hijos! Quizá… con la ayuda de alguien… —insistió la mujer.
—¿Y qué haríamos luego? ¿Vagar como si lleváramos una enfermedad encima?—¡Por Dioselia, ésta no era la solución!
—¡No la nombres más! ¡Estoy harto! ¡Y del tal Albo!
—¡No blasfemes!
Y con un simple “Qué importa”, el esposo terminó la discusión. Se dirigió con violencia a su esposa y la cargó en los brazos, mientras ella forcejeaba halándole los cabellos, arañándole el rostro y mordiéndole con los puntiagudos y afilados colmillos en el hombro. Después, él saltó al abismo y un grito desgarrador se desprendió de la boca de ella. Pronto, los dos se confundieron con la espesa niebla de las gargantas del profundo acantilado.
LA GUERRA DE NUEVO
Los enfrentamientos continuaban en el campo de batalla. Un joven atendía las heridas de su padre en el pequeño rincón acondicionado para los heridos.
—Dioselia… Albo… —decía el anciano.
—No hables, padre —rogaba el muchacho, porque la voz suplicante de su progenitor le daba temor.
Un disparo cayó cerca del lugar, desprendiendo algunas astillas de madera.
—Dioselia….
El anciano se interrumpió. Un acceso de tos le cegó la voz por un momento. Una bala había perforado su espalda y quemaba poco a poco uno de sus pulmones.
—Déjame ir a luchar. No quiero ser un cobarde, los nuestros se están muriendo —expresó el hijo.
—Ya no hay nada que hacer, hijo. No te dejé ir a la guerra porque ya sabía lo que iba a pasar…
Gritos y chillidos se escuchaban aquí y allá. Todos corrían, algunos para salvar a sus hijos, otros para enfrentar al invasor, pero muchos caían al suelo víctimas de las balas, o atrapados por los canes. No era difícil distinguir a críos en el suelo destrozados por las mandíbulas de los perros que los humanos habían mantenido hambrientos por días antes del comienzo de las hostilidades.
El muchacho, con un trapo sucio, trataba de limpiar el rostro del viejo, curando en lo posible las heridas, embadurnadas de sangre y espesos vellos.
—Papá, por favor, vámonos de aquí —el muchacho escuchaba muy cerca a los enemigos—. Ya entraron al pueblo. Están destrozando todo, matando a todos. Te voy a llevar a la fuerza a un lugar seguro. ¡Vamos!
—¡Vete! ¡Sálvate, hijo! Recuerda la historia de Dioselia y Albo, siempre…
El viejo murió. El muchacho miró para todas partes buscando la manera de huir. Ya el pueblo había sido tomado, ninguno de los velludos estaba con vida, y los gritos de dolor y muerte pululaban por todas partes, avivados por el olor a pólvora y a madera quemada. El muchacho salió corriendo y logró llegar al muro, pero antes miró hacia atrás, para echarle un último vistazo al templo de Dioselia, Albo y su fiel amigo que ardían en llamas. Saltó y esquivó los disparos que levantaban pedazos de roca al estrellarse contra el muro.
**********
Así logré salvarme. Ese muchacho era yo y aquí estoy ante ustedes, contando la historia que ha hecho de mi existencia un simple juglar errante.
Ante mi final, un silencio temporal se impuso en el salón, reventando después en aplausos y gran euforia. Muchos me invitaron para que compartiera con ellos algunos instantes, pero de manera cortés les decía que no me gustaba quedarme mucho tiempo luego de terminar mi historia. El anfitrión me pagó el dinero acordado y algo de comida. Quise tirárselo en la cara porque ya estaba cansado de estas reacciones, pero de algo necesito mantenerme con vida. Siempre la gente ha creído que mi historia es mentira, que es un simple cuento entretenido. Después de una venia pedí permiso para retirarme. Igualmente me despedí de la chica homenajeada, quien se ofreció a acompañarme hasta la puerta. Atrás, los murmullos, las risas y las conversaciones se reanudaron con la misma disonancia e indiferencia del comienzo. Al traspasar la entrada me despedí una vez más de la joven, la cual me ofreció la mano y yo se la estreché con afecto. Ella miró con curiosidad mi mano velluda. Mientras sentía la delicadeza de su piel, agarré con fuerza sus dedos y la atraje hacia mí. Rapté su cuerpo y con ágiles saltos me perdí en la oscuridad de la noche. Cerca de unos árboles la arrojé sobre la hojarasca y la penetré entre sus forcejeos y llantos. Luego grité con la fuerza que el viento sopla desde las montañas: “¡Dioselia jamás será olvidada!”.
AUTOR: GUILLERMO RÍOS BONILLA (COLOMBIA)
© DERECHOS RESERVADOS AUTOR (A)
Guillermo Ríos Bonilla, nació en 1976 en Colombia (Florencia – Caquetá), y en el año 2004 se naturalizó mexicano. Es licenciado en Letras Clásicas por la Universidad Nacional de Colombia; y maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador, traductor, subtitulador y corrector de estilo.
CONCURSOS DE CUENTO GANADOS
* 2018. XIV Juegos Literarios Nacionales Universitarios de la Universidad Autónoma de Yucatán.
* 2014. Concurso de Cuento de la Universidad de Colima.
– Primer Concurso de Cuento Escríbele a “El Sol de Irapuato”.
* 2010. Concurso de Cuento Universidad de Colima 70 Aniversario.
* 2004. XI Premio Nacional de Cuento Carmen Báez.
– IV Concurso Nacional y Estatal de Cuento José Agustín.
* 1999. II Concurso de Creación Literaria, Género Cuento, realizado por la Universidad Nacional de Colombia.
Segundos, terceros lugares y menciones en otros concursos de cuento en México, Colombia, Argentina y España.
LIBROS DE CUENTOS PUBLICADOS:
* 2017. Réquiem por un polvo y otras senXualidades, e-book, por la editorial Porrúa.
* 2015. Colección “El Rapidín”, cuentos cortos Minimágenes, por la Universidad de Colima
* 2014. Burbujas de aire en la sangre, por la Editorial Samsara.
* 2011. Los vástagos del ocio, por la editorial Samsara.
* 2010. Colección “El Rapidín”, cuento El viejo, por la Universidad de Colima.
* 2008. Historias que por ahí andan, por la editorial Generación Espontánea.
ANTOLOGÍAS:
* 2023. Relatos breves. Antología colombiana, Elipsis Editores.
* 2022. Fictología. Antología del Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”.
* 2021. Festival Rulfiano de las Artes. Cuentos seleccionados 2021.
* 2019. Antología Zombie II, editorial Endora.
– Cuentos del sótano VI, editorial Endora.
* 2014. Cuentos del sótano V, editorial Endora.
* 2013. Cada loco con su tema, Grupo Editorial Benma.
* 2010. Leer el cuento, editorial Endora.
* 2009. Cuentos del sótano, editorial Endora.
– Un ojo al gato y otro al garabato, editada por la Casa del Poeta Alí Chumacero.
* 2007. Desde las islas, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México.
* 2006. Antes de que las letras se conviertan en arañas, editada por el Instituto Mexiquense de Cultura.
Además, diversas publicaciones en varias páginas de Internet.