Antes de nosotros, existieron creadores que se jugaron la piel por la belleza y son eternos… ¡Conócelos!
El Escritor Rebelde en la inmortalidad del día es:
Pablo Palacio – Nace el 25 de enero de 1906, hijo de Clementina Palacio quien fallece cuando él tenía 6 años; bajo la tutela de sus tíos estudia la primaria y secundaria en su ciudad natal: se gradúa como abogado en la Universidad Central del Ecuador en donde trabaja como profesor titular de Filosofía y Letras, llegando a ser Decano; cumple la función de Subsecretario de Educación con el ministro Benjamín Carrión, y como Segundo Secretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1938, a la par que ejerce el periodismo. Como militante de izquierda, difunde las ideas socialistas desde el Diario La tierra y la revista Cartel. La literatura se convirtió en su vocación y pasión principal.
Su primera publicación, el poema Ojos Negros aparece en 1920 a los 14 años en la revista de la Sociedad de Estudios Literarios de su Colegio. Escribe su primer cuento, El huerfanito, para los Juegos Florales que Benjamín Carrión organizó en Loja en 1921, con el que gana un premio; publica Amor y muerte en 1922, El frío y Los aldeanos en 1923, Rosita Elguero y Una carta, un hombre y algunas cosas más en 1924, Un nuevo caso de marriage en trois en 1925, Gente de provincias, Comedia inmortal, El antropófago, Brujerías, Las mujeres miran las estrellas en 1926.
En 1927 publica ¡Señora!, Novela guillotinada, la colección de cuentos Un hombre muerto a puntapiés, y Débora novela subjetiva que profundiza en la psicología de sus personajes. Benjamín Carrión valora su talento y le dedica un ensayo en su obra Mapa de América. Edita Una mujer y luego pollo frito en 1929, Sierra en 1930, la novela Vida del ahorcado en 1932, el cuento Sierra en 1936, a la par que publica ensayos y artículos de corte filosófico y jurídico en revistas y otros medios impresos.
Pablo Palacio es uno de los iniciadores de la vanguardia literaria en el Ecuador e Hispanoamérica, en lo relacionado a estructuras y contenidos narrativos, su carácter irreverente, antirromántico, la ruptura del tiempo lineal, muy diferente a la de los escritores del costumbrismo, del realismo social de su época. Su obra ha sido publicada de manera póstuma y consta en antologías del Ecuador y de Hispanoamérica.
En 1939 empieza a padecer trastornos mentales y es internado en una clínica psiquiátrica por varios años. Fallece el 7 de enero de 1947, a los 40 años de edad.
EL ANTROPÓFAGO
Allí está, en la penitenciaría, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.
Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza, los más valientes han llegado hasta a provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.
Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.
Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue solo un momento de locura.
Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada.
Medite usted en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.
¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!
¡Ya lo veo con su miserable cara de Lázaro, de sifilítico o canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los pliegues de la boca honda, cerrados como un ángulo!
Va usted a dar un magnífico espectáculo.
Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.
La comida se la arrojan desde lejos. El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan cruda— y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza le chorrea por los labios.
Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy crueles! ¡Ponérselo en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie. Carne habían de darle sin remedio, y cruda.
¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?
Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera, y no teniendo nada de fiera, molesta.
No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba.
Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisiciones. No quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan inofensiva.
Lo del antropófago sí es cierto, inevitablemente cierto.
El lunes último estuvimos a verlo los estudiantes de criminología.
Lo tienen encerrado en una jaula como de guardar fieras.
¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros para disfrazar lo que son.
Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para mirarlo. Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos. Estábamos admirados, y ¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor!
—Véanlo, véanlo como parece un niño —dijo.
—Sí, un niño visto con una lente.
—Ha de tener las piernas llenas de roscas.
—Y deberán ponerle talco en las axilas para evitar las escaldaduras.
—Y lo bañarán con jabón de Reuter.
—Ha de vomitar blanco.
—Ha de oler a senos.
Así se burlaban los infames de aquel pobre hombre que miraba vagamente y cuya gran cabeza oscilaba como una aguja imantada.
Yo le tenía compasión. La verdad, la culpa no era de él ¡Qué culpa va atener un antropófago! Menos si es hijo de un carnicero y una comadrona, como quien dice del escultor Sofronisco; y de la partera Fenareta. Eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio.
Pero los jueces le van a condenar irremediablemente, sin hacerse estas consideraciones. Van a castigar una inclinación naturalísima: esto rebela. Yo no quiero que se proceda de ninguna manera en mengua de la justicia. Por esto quiero dejar constancia, en unas pocas líneas, de mi adhesión al antropófago. Y creo que sostengo una causa justa. Me refiero a la irresponsabilidad que existe de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo.
Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepentido, le pido perdón.
Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay razón para que los jueces, representantes de la vindicta pública…
Pero qué trance tan duro… Bueno… lo que voy a hacer es referir con sencillez lo ocurrido…
No quiero que ningún malintencionado diga después que soy yo pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez.
Así sucedió la cosa, con antecedentes y todo:
En un pequeño pueblo del sur, hace más o menos treinta años, contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad: Nicanor Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y abacera.
A los once meses justos de casados les nació un muchacho, Nico, el pequeño Nico, que después se hizo grande y ha dado tanto que hacer.
La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer que el niño era oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre con tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la necesidad de ellas.
Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es a mi ver justificativo para Nico Tiberio y para mí, que he tomado cartas en el asunto.
Bien. La primera lucha que suscitó el chico en el seno del matrimonio fue a los cinco años, cuando ya vagabundeaba y comenzó a tomársele en serio. Era a propósito de la profesión. Una divergencia tan vulgar y usual entre los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin embargo, para mí lo tiene.
Nicanor quería que el muchacho fuera carnicero, como él. Dolores opinaba que debía seguir una carrera honrosa, la medicina. Decía que Nico era inteligente y que no había que desperdiciarlo. Alegaba con lo de las aspiraciones —las mujeres son especialistas en lo de las aspiraciones.
Discutieron el asunto tan acremente y tan largo que a los diez años no lo resolvían todavía. El uno: que carnicero ha de ser; la otra: que ha de llegar a médico. A los diez años Nico tenía el mismo aspecto de un niño; aspecto que creo olvidé de describir. Tenía el pobre muchacho una carne tan suave que le daba ternura a su madre; carne de pan mojado en leche, como que había pasado tiempo curtiéndose en las entrañas de Dolores.
Pero pasa que el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne. Tan serias que ya no hubo que discutir: era un excelente carnicero. Vendía y despostaba que era de admirarlo.
Dolores, despechada, murió el 15 de mayo del 1909 (¿Será también este un dato esencial?). Tiberio, Nicanor Tiberio, creyó conveniente emborracharse seis días seguidos y el séptimo, que en rigor era de descanso, descansó eternamente. (Uf, esta va resultando tragedia de cepa).
Tenemos, pues, al pequeño Nico en absoluta libertad para vivir a su manera solo a la edad de diez años.
Aquí hay un lago en la vida de nuestro hombre. Por más que he hecho, no he podido recoger los datos suficientes para reconstruirla. Parece, sin embargo, que no sucedió en ella circunstancia alguna capaz de llamar la atención de sus compatriotas.
Una que otra aventurilla y nada más.
Lo que se sabe a punto fijo es que se casó, a los veinticinco, con una muchacha de regulares proporciones y medio simpática. Vivieron más o menos bien. A los dos años les nació un hijo, Nico, de nuevo Nico.
De este niño se dice que creció tanto en saber y en virtudes, que a los tres años, por esta época leía, escribía, y era tipo correcto: uno de esos niños seriotes y pálidos en cuyas caras aparece congelado el espanto.
La señora de Nico Tiberio (del padre, no vaya a creerse que del niño) le había echado ya el ojo a la abogacía, carrera magnífica para el chiquitín. Y algunas veces había intentado decírselo a su marido. Pero este no daba oídos, refunfuñando: ¡Esas mujeres que andan siempre metidas en lo que no les importa!
Bueno, esto no le interesa a Ud., sigamos con la historia:
La noche del 23 de marzo, Nico Tiberio, que vino a establecerse en la capital tres años atrás con la mujer y el pequeño —dato que he olvidado de referir a su tiempo—, se quedó hasta bien tarde en un figón de San Roque, bebiendo y charlando.
Estaba con Daniel Cruz y Juan Albán, personas bastante conocidas que prestaron, con oportunidad, sus declaraciones ante el juez competente. Según ellos, el tantas veces nombrado Nico Tiberio no dio manifestaciones extraordinarias que pudieran hacer luz en su decisión. Se habló de mujeres y de platos sabrosos. Se jugó un poco a los dados. Cerca de la una de la mañana, cada cual la tomó por su lado.
(Hasta aquí las declaraciones de los amigos del criminal. Después viene su confesión, hecha impúdicamente para el público).
Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo primero, estaba en sus cabales.
Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien claro lo siguiente:
Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas.
Se me figura que andaría tambaleando, congestionado.
A un tipo que encontró en el camino casi le asalta a puñetazos, sin haber motivo.
A su casa llegó furioso. Abrió la puerta de una patada. Su pobre mujercita despertó con sobresalto y se sentó en la cama. Después de encender la luz se quedó mirándolo temblorosa, como presintiendo algo en sus ojos colorados y saltones.
Extrañada, le preguntó:
—¿Pero qué te pasa, hombre?
Y él, mucho más borracho de lo que debía estar, gritó:
—Nada, animal; ¿a ti qué te importa?; ¡a echarse!
Mas en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de la pieza. ¿Quién sabía qué le irían a mentir a ese bruto?
La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada.
Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza. Natalia lanzó un grito.
Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había probado manjar tan sabroso.
¡Pero no haber reparado nunca en eso! ¡Qué estúpido!
¡Tenía que dejar a sus amigotes con la boca abierta!
Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo de seguir mordiendo.
Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba los ojos con las manos.
Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y abriendo mucho la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más.
El niño se esquivaba de él que se lo comía por el lado más cercano, sin dignarse escoger.
Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se chupaba los dientes y lamía los labios.
¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!
Y como no hay en la vida cosa cabal, vinieron los vecinos a arrancarle de su abstraído entretenimiento. Le dieron de garrotazos, con una crueldad sin límites, le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le entregaron a la policía…
¡Ahora se vengarán de él!
Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla.
Así, con su sangriento y descarbado aspecto, parecía llevar en la cara todas las ulceraciones de un hospital.
Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como quien se come lo que crea.
AUTOR: PABLO PALACIO (ECUADOR)
FUENTE – AGRADECIMIENTO
Lecturalia – Biografía Pablo Palacio
Equipo Escritores Rebeldes