Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo — hacia el mal.
-Primera parte, del árbol de la montaña. Así habló Zaratustra,
Friedrich Wilhelm Nietzsche –
Ilustración de Antonio Marín Segovia
EL SUPERHOMBRE Y SUS TRAICIONES
La escena no puede ser más dramática: un cochero muele a latigazos el lomo de su caballo en una calle aledaña a la Piazza Carlos Alberto de Turín. Un ente que camina despacio, ropas oscuras, mirada encendida y pegada al piso, al presenciar tamaño acto de brutalidad, reacciona lanzándose sobre el cuello del animal tratando de protegerlo. Su heroísmo lo testimonian dos marcas que quedan fulgurantes en su mejilla izquierda. Los curiosos no pueden creer lo que observan, un hombre alto, robusto, de espeso bigote rojizo, gimotea aferrado a la bestia de tiro, como el niño que en un par de segundos ha perdido el candor. Y no se equivocan. Un acto vacío de compasión, excepcional en un tipo que cataloga este sentimiento como muestra de debilidad, empuja a Friedrich Nietzsche, nihilista por excelencia, al hogar donde deben descansar los asesinos de dioses: la locura.
Hombres y deidades comparten la maldición de crearse y destruirse por la eternidad. ¿Qué sería de unos y otros sin idolatría? El filósofo, desafió la cuadrícula de su tiempo y se lanzó iracundo contra las estructuras que encasillaban los estamentos de poder y servicio de los cuales era víctima. Proclamó, en textos cargados de furia, la muerte de dios y las instituciones nacidas de aquel concepto. Reyes y profetas, militares y siervos, todos eran nauseabundos productos que se fabricaron mientras la vergüenza estaba ausente. Pero no se limitó al hecho simple de romper con aquella costumbre atávica, según su parecer, se acercó a una respuesta nada popular para llenar el vacío: “Están por su cuenta, vean que es lo que quieren de ustedes mismos, volvimos al primitivismo donde los débiles desaparecen y los fuertes hacen patente el sentido de gloria que debe identificar el alma de cada hombre nacido para trascender”, me grita el santo esquizofrénico Nietzsche, desde sus trincheras en la inmortalidad.
El hombre que se quita capas de conformidad sintiendo las bofetadas que le lanza la certeza de ser su propio dueño, deja de desear y acepta lo que debe hacer para sobrevivir. Cobardía y temor, valores de subordinación que fueron enseñados, toman el nivel de insulto para el espíritu liberto. Los pregones llaman al apostolado de lo individual en pos de lograr la pureza instintiva del grupo. Si se necesita expiar algo, será quien siente la necesidad de pureza el que colocará su propia cabeza en el patíbulo y la cortará. Lo radical depura la sumisión del esclavo que se encadena gustoso a la piedra que todo lo dicta según conveniencias ajenas, llama a asumir el despertar como primer paso para lograr la verdadera liberación. La perfección carece de salud si no está presente el concepto de evolución.
El nuevo hombre, más bien el viejo hombre rescatado de las brumas del tiempo, el cazador, debe emerger en el centro del imperio que sustentan las máquinas. La revolución industrial está en pleno apogeo y el filósofo ve cómo el pasado grandioso de las naciones es pulverizado por el galope del más reciente orden del mundo. Desafortunadamente, ignora el gladiador vehemente y bigotudo que las deidades se esconden y urden planes para hacerse nuevamente necesarias. La religión deja de ser camino, pero la producción en masa, la fábrica, la mente del hombre reciclada como engranaje, se van convirtiendo en los nuevos axiomas de culto y simbolismo que necesitan los propietarios de la historia para propagarse una vez más. La naciente estratificación tiene una base fuerte y llena de mediocridad, es lo mismo de lo mismo con los mismos, pero llena de maquillaje que hace más soportable la carencia impuesta.
Muchos siguieron la línea de este pensador cimarrón y fracasaron, otros simplemente se doblegaron o perdieron en las guerras industriales que se expandieron como plagas, rápidas y voraces. Nietzsche, termina en el hospital siquiátrico al comprobar que una bestia de carga, tiranizada a la fuerza, tiene más dignidad que aquellos que se uncieron y aún nos colocamos el yugo con una rapidez tan detestable como habilidosa. Nada tiene importancia y esa negación hace que todo en el fondo posea sentido; el visionario asesino de dioses lo entendió sin dulces palabras o sesudos análisis que no llevan sino a la muerte del alma. El superhombre no es más que un traidor asqueado de vivir bien muerto en un universo que se cae a pedazos y por el que nadie apuesta una pizca de lealtad. Es en resumidas cuentas, un buscador de inicios así su esencia le indique que está escarbando el fondo de su propia tumba.
UNA BALA EN EL CRÁNEO DE RONALD MC DONALD
Fotografía: Ingimage
La gente en este país siempre se queja de las condiciones paupérrimas en las cuales trabaja, sueldos de hambre, jornadas extensas en las que se queman un montón de posibles años de vida y muchas neuronas en vano. Pelea por monedas, mendiga con traje formal y sueños obtusos. Y este mal no es exclusivo de la base; quien más lo padece es la clase media, la parte grasosa de un emparedado social que se castiga cumpliendo deseos instaurados en su cerebro por la bendita publicidad, los dueños del conocimiento académico y los amos del monopolio de la información que se elabora como si fuese una camisa hecha en China. También remolcan la nada modesta obligación tributaria del país.
La clase media sostiene la burocracia y el desarrollo de esta república nada independiente. Las transnacionales, la gran industria y el capital de especulación con sus exenciones ganadas a punta de sobornos y campañas de reelección financiadas por quienes deben ser vigilados por el estado, se libran de pagar lo que deberían. Los más humildes no tienen con qué hacerlo. ¿De dónde cree que salen los recursos para las embajadas, las camionetas blindadas de los congresistas, el funcionamiento del estado y los “tumbados”? Eso lo pagamos todos con impuestos altísimos.
No voy a pronunciarme al respecto, de esto se encargan los gurús de la “opinadera” nacional. Lo que me interesa es analizar cómo los que más trabajan, a los que todo les cuesta tanto, los que pagan la vagancia de la dirigencia y deben someterse a la dieta de arroz con huevo cuando las cuentas no cuadran, tienen en mente comprar y aparentar como terapia para quitarse las pulgas del espíritu. Aguantarse las estupideces de un jefe holgazán y exigente, o los arrebatos narcisistas de un cliente inepto cada semana sólo para adquirir el celular que cuesta dos o más meses de salario bruto porque “para eso me jodo, para darme mis gusticos”, demuestra lo sordos que son los protagonistas de la historia que hoy se está haciendo (o deshaciendo según el lente con el que se observe).
Esta carencia de norte es palpable en cada fundo neoliberal del planeta infartado. En todo el mundo la frustración se anestesia comprando baratijas ostentosas y nimias, atendiendo prejuicios e idílicos escenarios prefabricados estilo serie de televisión hollywoodense. Chuck Palahniuk, escritor gringo, hace palpable no el problema sino la solución que se le ocurre adecuada en la novela “El club de la pelea”, de la cual se hizo una película también, protagonizada por Norton y Pitt. Este manifiesto nihilista y para algunos “homoterrorista”, además, plantea la destrucción del sistema capitalista, del consumismo, de los dioses que ahora se disfrazan de corporación transnacional, iniciando la debacle en el individuo, que creará, desde las cenizas de su falacia purgada, una nueva sociedad basada en el primitivismo humano (cortada la necesidad, cortada la solución y el solucionador). Presenta al caos personal como una catarsis que en el mediano plazo depuraría la conciencia social de la humanidad y su voluntad personal.
Palahniuk, entrega perlas que mueven nuestras estructuras síquicas, descarta y frena con violencia cualquier instinto de autocomplacencia, tira una bofetada para hacernos despertar. Para la muestra un botón, expresado por Tyler Durden, protagonista del libro:
“La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado cuenta y estamos, muy, muy cabreados”.
La solución que plantea Durden, es la de renunciar a los fáciles absurdos de la diosa codicia, volver a los orígenes, a no desear lo que no se ha de ganar, a patearle el trasero a nuestra propia mediocridad, a probar qué tan comatosos están nuestros instintos, a ser tan grandes que al final del día lo mejor que nos pase sea ignorar a dónde vamos a llegar. Los hombres de estos tiempos nos sentimos huérfanos, defraudados, las iglesias se vacían y a los centros comerciales no les cabe un alma más, la mente nos dice que no somos nadie (y parece tener razón) por lo tanto nos atiborramos de comida impura en los Mc Donald’s, envenenamos a nuestros niños con esa basura química y salimos sintiéndonos un poco menos gente, pero mejores que los vecinos del 402 que se “colgaron” con varias cuotas del carro último modelo que compraron antes de que echaran al marido del trabajo donde estuvo veinte años besando testículos sin ninguna consecuencia.
La esperanza parece latente y tiene ganas de existir. El sentido individual se vuelve pulsión, no hay hermandad sin sacrificio, ni honor posible en una batalla que parece perdida. La mentalidad de vasallos, planteada por Nietzsche, toma relevancia en nuestros días, está viva y hambrienta: lo malo, el servilismo, quedarse callado y aguantar atropellos, agachar la cabeza y esperar el hueso de premio por portarse bien, es un despropósito mayor para quienes no buscan resurrecciones. El enfado de los seres se ahoga siendo legítimo y Durden, expone en otra frase cuán dormidos estamos los que en teoría, tenemos el poder real y cuánto de petulancia hay en quienes detentan una potestad de humo:
“Persiguen a la gente de quien dependen, preparamos sus comidas, recogemos su basura, conectamos sus llamadas, conducimos sus ambulancias y los protegemos mientras duermen… Así que no se metan con nosotros.”
Siento que las próximas guerras de los hombres que comienzan a despertar serán más por reconocimiento a las acciones que por dinero. Una sociedad enferma y sin identidad sirve de preludio a una lluvia de fuego. Le esbocé esta visión a la Doctora Ana María Arboleda, sicóloga y lo único que me dijo, con su estilo frentero y elegante, fue que este planteamiento era una simple manifestación de radicalidad. Estoy de acuerdo con ella, las ideas nihilistas no son la panacea de un mundo mejor, pero encuentro atractivo en estas teorías el sentido de avasallamiento de la mediocridad que todos, en algún momento, hemos defendido por comodidad. La tranquilicé prometiéndole que no iniciaría una revolución de odio, ese no es mi objetivo, de hecho, las teorías expresadas por dos pensadores de siglos diferentes me parecen atractivas y peligrosas si llenan el cerebro equivocado. No pretendo retorcer la conciencia de nadie, simplemente dejo para su reflexión, respetado lector, un berenjenal de ideas no tan salidas de madre.
Dos preguntas finales:
-¿No le encantaría darle un gancho de derecha en la quijada a ese jefe que lo aterroriza con amenazas de despido, pese a que usted cumple hasta la saciedad todos sus caprichos? (Su yo interior sabe que tanto él como usted se lo merecen.)
-¿Acaso no le gustaría meterle una bala en el cráneo a una de esas estatuas macabras de Ronald Mc Donald, sentadas en esas bancas de parque junto a los estacionamientos de la hamburguesería, que asustan a los niños por la pinta de asesino en serie y violador de aquel nefasto payaso pro-obesidad?
AUTOR: CAMILO ETNA (COLOMBIA)
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Camilo Etna (1974) – Poeta y escritor colombiano.