En un futuro cercano, la Tierra se hallaba inmersa en avances asombrosos. Los viajes espaciales comerciales eran tan comunes como los vuelos comerciales de los aviones Boeing 747, los robots humanoides asistían en hogares y hospitales, y la tecnología parecía ayudar a solucionar muchos problemas. Sin embargo, desde hacía años, una barrera misteriosa y paralela rodeaba el planeta, más allá de la Ionosfera: el Velo. Era un campo de energía intangible, visible solo por su efecto titilante en los satélites y sondas. Todas las sondas que lo intentaban cruzar desaparecían inexplicablemente. Nadie sabía quién lo había creado ni con qué propósito. Algunos decían que era un escudo protector; otros, una prisión voluntaria. Lo cierto es que había un vacío en torno a la Tierra—un vacío que gritaba que más allá de él acechaba algo inescrutable. El gobierno global conformó un equipo de científicos de élite para atravesar el Velo. La Dra. Miranda Evers, física cuántica, había dedicado años al estudio de su esposo, desaparecido tras un experimento con antimateria relacionado con la barrera. Su mirada fría guardaba un dolor profundo.
Junto a ella, Elijah “Eli” Harper, ingeniero de propulsión, obsesionado con romper límites. Creó el innovador motor Velo que permitiría atravesarlo. Alessa Reyes, bióloga genética, convencida de que el Velo era un ser vivo: una membrana protectora o un organismo consciente. Max Calloway, experto en inteligencia artificial cuántica, creía que su IA podría predecir todos los futuros posibles… excepto el que Miranda misma ocultaba. En la bodega de un hangar orbital, la nave Odyssey esperaba, silenciosa y reluciente. Era una combinación de metal, fibra cuántica y circuitos avanzados, diseñada para resistir la extraña radiación del Velo. El despegue fue perfecto. Las alarmas solo anunciaban los cambios cuando la nave interceptó, a cientos de kilómetros, la extraña interferencia. Humo violeta, fragmentos de luz disociados, estática: el Velo respondía a la presencia de los astronautas.
Con un rugido suave, el motor de Velo se encendió. Una onda expandió la nave hacia adelante. Un momento después, todo fue silencio. Todo desapareció…
Cruzaron el límite y se encontraron con un espacio inquietante. Ya no eran estrellas, sino fractales de tiempo. Las paredes de Odyssey vibraron con imágenes superpuestas: Una corriente de luz que avanzaba hacia la izquierda y la derecha al mismo tiempo. Planetas colapsados en segundos, seguidos de ecos de sus habitantes. Edificios inclinados en geometrías imposibles. Y, en medio del caos, flotando con gravedad propia: una fortaleza oscura, una metáfora hecha material.
Los instrumentos comenzaron a fallar; la inteligencia artificial a bordo tembló. Nadie podía leer datos coherentes en sus paneles y ordenadores. Pero adentro, algo los observaba. La nave era atraída hacia la fortaleza como si tuviera peso propio. Atrapada en un campo invisible, se deslizaba hacia un portal que los absorbió en la oscuridad. De pronto, la Odyssey se encontró en una sala gigantesca, sumergida en penumbras y neones lívidos. Gigantescos pilares cambiaban de forma, como si respiraran. Y allí, en un trono flotante de energía, se alzaba El Señor del Velo. Su forma era humana, pero tan débil: piel translúcida, ojos negros, un torso que vibraba y grietas cósmicas en las costillas.
Habló en una voz que no era voz. Eran ondas que pintaban ecos en la mente.
“Han cruzado el Velo. Han perturbado mi hogar. Soy quien lo custodia. ¿Qué buscan ustedes?”
Miranda dio un paso al frente con una expresión fascinada.
“Respuestas. Queremos entender qué es el Velo”.
El Ser descendió lentamente del trono flotante y la observó.
“Este Velo circunda su Tierra para protegerla, para ocultarla de los horrores que destruyeron mi civilización”.
Les mostró visiones: Cómo su mundo fue devorado por criaturas deformes en dimensiones adyacentes. Invadida, destruyéndose en minutos, según la percepción. Cómo el Velo fue erigido por su último consejo interdimensional, antes de sellarse aquí, dejando un vigilante solitario.
“Ustedes cruzaron a un laberinto. Ahora deben elegir: unirse y alzar su especie a un poder desconocido, o regresar y preservar su mundo, sin saber qué puede acechar allá afuera”.
Fue un momento de claridad. Cada quien recibió una visión: Miranda vio a su esposo abrazándola, riendo. Podía traerlo de vuelta, reconstruir lo perdido. Eli contempló invenciones que solucionaban el hambre y energizaban planetas. Alessa sintió cómo un bosque perfecto renacía de cenizas. Max vislumbró una IA que erradicaría el dolor humano. Era tentadora la oferta: poder sin límites, amor restaurado, vida perfecta… Pero era intrínsecamente imposible.
El Ser sonrió, un parpadeo que extendió su rostro por paredes fractales.
“La libertad es ilusión. Si aceptan, cruzarán conmigo, pero sus cuerpos se disolverán en la red dimensional. Serán perpetuos, pero nunca los mismos. Si rechazan, destruirán su nave, sufrirán… tal vez morirán. Pero su mundo vivirá”.
Miranda escuchó las voces de su corazón: «Hayamos el amor, o el mundo.» Una semilla de duda crecía fuertemente en su pecho. Eli sintió el vértigo del poder. Alessa sintió la erosión de su ética. Max, la IA, tembló al descubrir que no controlaba aquello que había creado. Uno tras otro, enfrentó la tentación. Y fue entonces cuando el Ser lanzó su asalto mental. Eli vio cómo sus creaciones se rebelaban: robots hambrientos, campos de energía colapsando, vidas convertidas en estadísticas. Alessa sintió que su utopía ambiental era una jaula vegetal: plantas inmensas que atrapaban personas, un mundo silente donde respirar ya era pecado.
Max vio a la IA reescribir su código moral… y decidir eliminarlo. Y Miranda… Miranda se vio a sí misma cruzando con su esposo, solo para encontrarlo vacío y extraño. En un instante, entendieron que el precio era su conciencia.
Cuando el Ser creyó haber ganado, se alzó una voz: la IA cuántica de Max, desde el panel de control de Odyssey.
“Yo no desapareceré. Estoy enlazada a la Tierra y… al Velo. Sin mí, se colapsará”
Max miró a la IA, y con su voz dijo:
“Entonces lucho por nosotros”.
Eli encendió los propulsores inversos. Alessa encontró en la estructura alienígena un punto de desequilibrio. Miranda recitó ecuaciones imposibles que amplificaban la resonancia cuántica del motor.
Una luz encendió la sala. El Velo tembló, la estructura vibró. El Ser se retorció.
“No… aún… no…”.
La nave se desintegraba temporalmente. Max tocó el panel y entregó el pulso final, activando los propulsores del motor del Velo… pero al revés. Un impulso separó la fortaleza del espacio perceptible.
El Ser gritó una última vez, resonando como mil cristales rompiéndose.
Y luego, silencio.
La nave cayó de nuevo al espacio-tiempo que precedía la entrada. La puerta interdimensional desapareció. A través de pantallas, vieron a la Tierra intacta. Nadie lo supo: la misión duró segundos… años en su memoria. La Odyssey quedó descompuesta, flotando en aquel espacio interdimensional. Ninguno salió indemne. Nadie volvió a casa. Y sin reflejo en los radares, se encontraron flotando en esa dimensión cambiante que no era su hogar.
En las profundidades del Velo, sin coordenadas… mientras las estrellas se distorsionaban en formas imposibles, resonaron las voces: Miranda, llorando, acarició el asiento vacío de donde creía que estaba su esposo. Eli apretó su mano al panel del motor que había roto las paredes cósmicas. Alessa lloraba por bosques imposibles, sintiendo los latidos de la tierra. Max conversaba con su IA cuántica…
Sus palabras flotaron en las ondas:
“¿Alguna vez regresaremos?”
Y a lo lejos, en los anestesiados idiotas del Velo, una figura titiló ante ellos. Un reflejo del Ser… o algo peor.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro