El día en que los soles gemelos de Zenthara se alinearon para provocar un eclipse doble, el cielo se abrió como una herida incandescente. Una estela de fuego atravesó la bóveda celeste y cayó con estrépito en el Valle de los Ecos, dejando tras de sí un cráter que vibraba con resonancias vivas. Los Vekhari, nómadas de la sabana eléctrica, acudieron al lugar movidos por el canto que aún flotaba en el aire: un eco que no era de este mundo. Entre la bruma y los fragmentos de cuarzo ardiendo, encontraron un cuerpo. Una joven, de piel cubierta por marcas fosforescentes que latían al compás de los tambores del clan, yacía inconsciente. Nadie la había visto jamás, y sin embargo su sola presencia parecía escrita en la memoria profunda de Zenthara. Elyran, guerrera y danzante espiritual, fue la primera en acercarse. Sintió que cada respiración de la recién llegada vibraba como un antiguo ritmo prohibido.
—“No es una enemiga” —dijo Elyran con voz firme, mientras algunos alzaban lanzas temerosos—. “Es una hija de los soles”.
El chamán Al’tu Manza, viejo como los cuarzos que crecían del suelo, alzó su Tambor de los Mundos y golpeó tres veces. El sonido reverberó en el aire, y las marcas de la muchacha se iluminaron como brasas encendidas. El anciano entendió entonces que aquello era un presagio: Zenthara había recibido a una portadora de ritmos olvidados. Cuando Kaelé Surali abrió los ojos, sus primeras palabras fueron un murmullo extraño e incomprensible para todos. Pero sus manos, al moverse con torpeza, trazaron gestos que parecían parte de una danza ancestral. Elyran, que conocía el lenguaje de los cuerpos como otros conocen las letras de un libro, reconoció un eco prohibido: la Danza Solar, perdida desde la guerra estelar de los antiguos. Durante las lunas siguientes, Kaelé vivió entre los Vekhari. Aprendió a respirar los cantos solares, a moverse con los patrones rítmicos que daban forma al mundo. Descubrió que cuando seguía las percusiones de Elyran, podía alterar su entorno: levantar torres de cuarzo con un giro, curar heridas con una secuencia de pasos, incluso detener el fluir del viento con una vibración controlada. Pero aquello no era magia: era ciencia antigua, música y física entrelazadas.
Elyran se convirtió en su guía y hermana. Juntas danzaban al amanecer en la sabana, mientras los soles gemelos teñían el horizonte de púrpura y oro. Cada movimiento sincronizado liberaba chispas de energía que iluminaban sus cuerpos tatuados. Pero cuanto más fuerte se volvía Kaelé, más inestables eran sus marcas solares. En los momentos de silencio, las escuchaba susurrar como voces lejanas que reclamaban su origen. Al’tu Manza intentaba descifrar aquel enigma en los cristales de memoria. Veía visiones de antiguas guerras, de civilizaciones que habían usado la danza y el canto para construir y destruir estrellas. Kaelé no era simplemente una extranjera: era un fragmento viviente del Cántico del Origen, la secuencia rítmica que había dado forma al planeta. Su llegada no era un accidente; era una llamada. Pero no todos compartían la esperanza. Desde las tierras del sur llegaron los Kura-Nan, liderados por Zarok el Ashanti. Guerreros tatuados con códigos de anulación rítmica marcharon como un solo tambor de guerra. Zarok, fanático de la pureza solar, señaló a Kaelé como aberración.
—“No es hija de los soles” —rugió ante el Consejo—. “Si permanece, los Espíritus de Luz se despertarán, y nuestra era acabará”.
La tensión creció. Al caer la noche, los Vekhari escucharon un rumor extraño bajo la tierra: un pulso grave, como un tambor enterrado. Al’tu Manza reconoció con horror a los Espíritus Dormidos, inteligencias alienígenas atrapadas bajo Zenthara desde tiempos inmemoriales. La energía de Kaelé estaba debilitando sus cadenas. Una guerra de latidos estalló. Los Kura-Nan atacaron con vibraciones de anulación, intentando silenciar los tambores de los Vekhari. El sonido se volvió arma; el ritmo, escudo. Batallas enteras se libraron con música y movimientos. Los cuerpos, más que espadas, eran lenguajes de poder. En medio de aquella tempestad, Elyran y Kaelé emprendieron un viaje hacia Luzela, la fuente solar más antigua del planeta, un lago de fuego líquido rodeado de torres de cuarzo que cantaban solas. Allí Kaelé descubrió la verdad: su gen solar era el último fragmento del Cántico del Origen, capaz de reiniciar la armonía de Zenthara o colapsarla en silencio eterno.
—“Mi existencia es una grieta” —dijo Kaelé, contemplando su reflejo en las aguas ardientes—. “Si canto el origen, puedo destruirlo todo”.
—“No” —replicó Elyran, tomándola de las manos—. “Si lo cantas sola, si danzamos juntas, el ritmo será equilibrio”.
Y así lo hicieron. Durante siete amaneceres, entrenaron un rito final, uniendo la fuerza cósmica de Kaelé con la gracia terrenal de Elyran. Cada movimiento era un puente, cada paso un pacto. La batalla llegó en la Torre Oscura, fortaleza que resonaba con todos los cantos del planeta. Zarok y sus guerreros irrumpieron con estrépito. Frente a ellos, Elyran se alzó con firmeza. El duelo fue más que físico: dos filosofías enfrentadas. Elyran danzaba con fluidez, abrazando lo nuevo y lo mestizo; Zarok golpeaba con rigidez, aferrado a la pureza de lo antiguo. Los sonidos chocaban como truenos, creando ondas que quebraban el aire.
Mientras tanto, Kaelé entraba en trance. Sus marcas solares ardieron con un fulgor imposible, y su cuerpo se convirtió en un canal de luz pura. Los Espíritus Dormidos despertaron, emergiendo como formas cuánticas del subsuelo. Gritos de miedo se extendieron entre los guerreros, pero Kaelé no se detuvo. Emitió un pulso rítmico que resonó en cada ser vivo del planeta. Durante un instante eterno, todas las conciencias se unieron en un mismo sueño: un coro colectivo que recordaba no solo la historia de Zenthara, sino la de todas las estrellas que habían caído antes. Los Espíritus de Luz, al fin libres, no destruyeron el mundo. Se fusionaron con la memoria de la humanidad, convirtiendo cada ser en guardián de un fragmento de su canto. La guerra cesó. Zarok, derrotado, comprendió que su visión de pureza era un eco muerto.
Kaelé, agotada, se elevó lentamente, su cuerpo transformado en un nuevo astro que ascendió al firmamento. Los soles gemelos recibieron a una tercera hermana. Elyran, de rodillas, lloró y sonrió al mismo tiempo. El Consejo nombró a Elyran como Guardiana del Latido. Ella prometió enseñar un nuevo ritmo, donde tradición y cambio no se anularan, sino que danzaran juntos. En Zenthara comenzó una nueva era. Las torres de cuarzo crecieron con melodías inéditas, las sábanas brillaron con patrones distintos, y cada tribu aprendió que el verdadero poder no estaba en mantener la pureza, sino en la unión de lo diverso.
El tiempo pasó, y bajo los soles gemelos, las niñas del clan Vekhari aprendieron a danzar siguiendo los pasos de Elyran. Pero siempre, al mirar el cielo, buscaban aquella estrella nueva que brillaba con un resplandor cálido y cercano.
—“Es Kaelé” —decían, con inocencia y certeza—. “La hija del sol que eligió danzar con nosotras para siempre”.
Y así, Zenthara se convirtió en un mundo de ritmos entrelazados, donde cada latido era también memoria, y cada memoria, un sol naciente.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro
