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El Conquistador De Los Para Siempre
Memorias De Mártires Auroras
El Conquistador De Los Para Siempre
Capitulo II
La Crueldad De Un Gallardo Corazón
Muchas veces se cuenta entre los Gigichenchir, las leyendas de Atizatjir, una aldea bendecida por la existencia de los caníbales de las estrellas. Oculta entre montañas de embelesos y espectrales matices, ríos de brea, y, bosques, bordados de tul carmín y, sobre todo de un invierno imperecedero.
En Atizatjir, la aldea del cambio secreto de las cosas, se encontraba Rovan Nreigriounsa, un cacique que gobernaba con mano de hierro. Su poderío y decoro y su sed de extravagancia, lo acompañaban a donde quiera que fuese, pues las embrujadas tierras que salvaguardaban la fortuna de su historia, no conocían fin.
Él, en su mente de medias lunas, medios soles, medias estrellas, maquinaba planes de siniestra naturaleza con la que satisfacía la naciente eterna de sus oscuros deseos. Ya que eran estos deseos los que moraban en forma de espectro en las mareas pintadas de los lechosos árboles de su mártir providencia.
Para Rovan Nreigriounsa la ambición no faltaba nunca al cosmos de su descanso, pero, también, la astucia se instalaba en la obsidiana de sus ojos; desfilaban ante él ambientes más macabros que las canciones de los espíritus divinos más excelsos; quienes susurraban a sus oídos.
Su mente iba más allá de lo que cualquier mente sensata podía imaginarse.
Un día, tras una encarnizada batalla en las tierras de Qolojisil, fundada por él bajo el ala rasgada del ave, el cacique decidió que los cuerpos inmóviles de los Masún, que eran aguerridos guerreros que habían marchado al frente de batalla contra los Arénéni, las bestias sin corazón que habían manado desde las profundidades, de los caídos antiguamente y Ahrora, el nombre de todos ellos, yacientes en el campo, no serían desechados como simples despojos.
No.
En su visión del mundo que alimentaba a las Gadrenias, sus inventos y maquinaciones, esos cuerpos inertes podían convertirse en obras de arte dignas de admiración.
Así que, convocó a los miembros de la aldea y les exigió que, en el momento preciso de la muerte de cada guerrero, se realizara una máscara mortuoria. Una Draqasar que capturaría su última expresión de agonía. Las máscaras serían elaboradas con maestría, talladas por manos expertas en la madera más noble de los bosques cercanos. Y cada expresión, y cada detalle de sufrimiento, serían representados entre místicos y míticos suspiros.
Pero eso no era suficiente para Nreigriounsa.
Su sed de ostentaciones exigía aún más.
Pronto que pronto, ordenó adornar al majestuoso árbol de los espíritus caminantes, el Madpanísso, de raíces negras, tronco de marfil y hojas de hierro al rojo vivo, ese que se encontraba en el centro de la mismísima aldea. Sería engalanado con flores de todos los colores; esas que cultivaban entre primaveras y álgidos sonrojos las vírgenes doncellas de Trainisúsú, en la más pura y agraria de las faenas.
Sin embargo, no cualquier flor sería suficiente para satisfacer el porvenir de su vigorosa extravagancia.
Exigió que las flores fueran impregnadas del sanguinolento y vital rocío de los guerreros; que sus pétalos fueran teñidos con la esencia de la más dulcificada muerte y del más perpetuo dolor que podrían enfrentarlo, hasta hacer delirar a sus sueños. Quería que esa amalgama de vida y muerte decorara la magnificencia, del noble durmiente. En una macabra danza de plena hermosura y devastadora ingenuidad y depravación.
Pero eso no era todo.
El cacique Rovan, en su prominente afán de tener todo lo que su mente anhelaba, decidió que los cuerpos de los guerreros no serían inútiles después de su muerte entre angustias y quebrantos. Ordenó a sus súbditos realizar una Vaesenir, una extracción de todos y cada uno de los órganos que los cuerpos pudieran contener entre el arrullo de sus besos. Por supuesto, con la intención de adornarlos con piedras preciosas y joyas en nombre de su inevitable belleza.
Se dice que no había límites para su ansia, ya que se le conocía por exhibir y poseer a cada una de las partes más preciadas de los combatientes abatidos en batalla.
Pero también se sabía que el corazón de Rovan no albergaba siniestros planes, sino que, como cacique, instruía a sus súbditos en la preparación del arte de la preservación de las esencias que se resguardaban en cada uno de los integrantes del lugar. Esas de cuyas huestes habían agredido. Por esto dio la orden de preparar, entre inherentes rituales, la hechura de una rica comida, la cual sería consumida en un violento banquete.
Se dice que en la celebración de las Asilga o los ritos de existencia que se acostumbraban a celebrar entre secretos y pérfidas venias, todos y cada uno de los habitantes de Atizatjir degustaron y devoraron toda la carne deliciosa. A fin de cuentas, se embebían del recuerdo de los derrumbados guerreros, y, también, aguardaban con paciencia por su descanso.
Entre ellos, se contaban todos los efectos que se mandaban a crear para ejecutar las Asilgas.
Y, al hacerlo y sólo hacerlo, adquirirían su poderío y conciencia.
Y los dejarían reposar en el interior de sí mismos. No importándoles la moralidad o la decencia, pues sólo les interesaba apoderarse de lo que creían les pertenecía por derecho.
Así celebraron, celebraron y celebraron durante muchos, muchos siglos.
Una vez que celebraron, los cuerpos fueron sometidos a la mutilación y los órganos extraídos, Entonces, Rovan dio la condenada orden que los cadáveres fueran apostados en una nupcial cámara, en nombre de los entredichos, con la naturaleza traicionera. Allí, permanecerían inmersos en un sueño profundo en el que transmutarían su esencia entre quince lunas tristes. En ese tiempo, todos y cada uno de los cuerpos se dejarían florecer y cobrarían vida propia. Así como serían transformados en marionetas, hechas de candor y dulzura, y fungirían como guardianes de los niños y ancianos de la aldea.
Uno de esos seres, de nombre W’sumero, le fue asignado a una criatura nacida de un huevo negro producto del amor de una joven con alma de vieja y de la enardecida lucha en el cielo del día, la tarde y la noche.
El joven protegido había recibido el nombre de Taiojxaimel.
De enigmáticos cimientos; un creciente adivino que condenaba o salvaguardaba a quienes se atrevían a visitarlo. Sus pieles mudas, eran de una amalgama de asno, lobo y cordero, y los que osaban acercarse a él, podían ser crucificados, o, inclusive, llegar a encontrar la redención a través de la mera intención de las más nobles de las palabras.
Porque la aldea, vivía bajo la terrible influencia del cacique y sus oscuros planes.
Y los cegados habitantes, se sometían a sus caprichos y a la crueldad que emanaba de su ser. Hasta que la más increíble de las impolutas tragedias los visitó, y el cambio y la resurrección, se convirtieron en algo cotidiano. Pero Taiojxaimel les logró otorgar una oportunidad de arrullarse con canciones de cuna.
Y, por esto, ellos se rindieron a tres cosas:
Al Yavylgarr, al Maniaramedhya y al Geqlenzinostos.
Pasado. Presente y Futuro en forma de Piel de Asno, Lobo y Cordero.
El más crudo salvajismo de los colores de sus nombres.
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El Conquistador De Los Para Siempre
El Año En Que Fallecieron Mis Memorias
AUTORA: VANESSA SOSA (VENEZUELA)
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Vanessa Sosa. Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Docente en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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