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El Conquistador De Los Para Siempre
Capitulo IV
El Gorrión Que Tiño De Rojo Su Corazón
Pieles en el suelo, una cama mejor dicho, formada con piel de ciervo, daba paso a un ambiente cálido, iluminado por antorchas posicionadas cautelosamente. No habría peligro por el crepitar de sus lenguas, la cueva estaba iluminada para que cualquier rincón, por más alejado, fuera visible, y sobre todo, para que el invierno infernal no cobrara la vida del morador de la cueva.
Entre el olor del pino y las cañas secas se mezclaba así como sus colores, el aroma metálico de la «pintura» de un rojo ennegrecido; todo hecho por manos hábiles y curiosas de lo que en su toque pudiera descubrir. Por eso, sólo por eso acompañaba a este individuo, a su amigo… porque, desde que se conocieron supieron que lo suyo no sería una amistad cualquiera.
En aquel entonces, Rovan, su amigo, vestía igual que ahora, adornado en pieles de animal que se veían más grandes que él, pero aun así su mera presencia imponía. Aún recuerda cómo se sintió nervioso, un tanto temeroso porque lo confundió con un dios emperador, y cuando un dios se muestra, bueno, eso muchas veces no resulta del todo bien.
Sin embargo Rovan no era un dios, era solo un muchacho común (al menos hasta ese momento), con un interés nato por aprender, conocer y experimentar. Podría ser divertido, y ácido en su humor, caballeroso y ejemplar. Desde entonces, Taiojxaimel, ese chico tímido y nervioso no pudo evitar…
Quería saber, ¿por qué?, ¿por qué cambió tanto?, ¿cómo es que se volvió esto?, eso que ahora yacía con visibles y sangrantes heridas; unas más grandes que las otras, pero a fin de cuentas, tan dañinas y horribles como sus pecados cometidos. Eso lo molestaba, pero más que nada, le dolía.
Verlo ahí, como si agonizara, quejoso y mal humorado.
«…..»
Empezó a acercarse al hombre, con un caminar lento para que la «pintura» que llevaba en un cuenco sobre sus manos, no se regara ni se mezclara de más. «Desnúdate», pidió con voz seca logrando cubrir algún indicio de todo aquello que lloraba en su mente, y claro, el hambre que rugía en sus entrañas.
Uno de mis ojos se caló en tu cueva, Rovan, y ya contempla lo pútrido de tu carne. Las líneas negras que son tus venas. Las llagas de tus manos. Me doy cuenta que, pese a esas cosas, sigues conservando tu belleza señorial, tranquila, frágil. Ocultas bien tus alas, al igual que tus sentires por él. Todo lo que te hace ser lo que eres: la estrella más poderosa del firmamento que se enamoró de un mortal al que rechazas por el simple hecho de salvarlo.
Porque, ¿quién amaría lo que escondes? ¿Quién pelearía por ti entre tantas duales memorias? Dime Rovan, ¿te sientes satisfecho con lo que haces? Partir un corazón en mil pedazos es lo que crees que merece ese ser amante de la luna. Tonto, mil veces tonto Rovan. El alado, bien sabes que te observa con ojos más allá que los que ven a un padre, a un hermano en ti. Él vio salvación en el rechazo que producían los demás por su naturaleza. Después de todo, ¿quién más posee alas negras en la aldea? Nadie más. A él le temen pero no tanto como a ti. Tú le brindaste la paz más amada a su mundo de maldiciones y negrura. Y al mismo tiempo se la arrebatas.
El cacique, que acariciaba con sus dedos de uñas rotas la pared de la cueva, escuchó la orden proveniente de la voz que tan bien conocía. Sintió un escalofrío recorriéndole su espina dorsal y cerró los ojos para silenciar lo que tanto tiempo había callado: un rotundo «Te amo» que no asomaría de unos cuarteados labios besados por la noche. Después de todo “Él” lo había llegado a besar. Lo recordaba. Ahora yacía arropado por las pieles de ciervo y a veces imaginaba el roce de las mismas como las caricias que provendrían de él. Más allá del pincel, de sus ojos recorriéndole el cuerpo. Esos momentos los mantenía como sagrados. Sin embargo, no había nada más. Porque para él ya no había nada más.
Volteó a ver la figura imponente, se rindió ante los anillos que decoraban todos sus dedos de yemas llenas de ceniza. Amaba la ceniza y, también, cuando él le daba un matiz oscuro a sus rasgos con ella. Dejó caer las pieles de su ser; exhibió sus heridas, sus cicatrices de guerra; pero no las que se producían por amor. Lo admiró anhelante pero con respeto. Y extendió la mano para tocar el tocado de su vestimenta, las pulseras que adornaban sus muñecas donde leíste cicatrices de tortura autoimpuesta. Líneas que atravesaban en vertical. Líneas que leíste como tuyas.
Estuviste a punto de llorar pero te contuviste, en lugar de eso lo miraste y le sonreíste como a un amigo. Y pronto dirigiste tu luz dañina al dios que poblaba tus noches, tu ensueño, tu oro, plata y mirra y no dijiste nada más.
Es difícil mantener la serenidad cuando el culpable de tu locura está frente a ti, y, sin embargo, ahí estaba él, Taiojxaimel, con el ceño fruncido y los dientes apretados, escondidos tras la línea de su boca, una boca que callaba su odio y su anhelo.
Con sus ojos, azules y fríos, recorrió sin morbo el lienzo de miseria y podredumbre; sintió su dolor y lo comparte en el momento en que toma y detiene tajante a Rovan para que pare de entretenerse con sus ornamentos.
«No te muevas, no quiero lastimarte».
Miente, miente para que esto, lo que sea que sea pueda continuar. Porque sabe que no tiene el poder suficiente para acabarlo, y no tiene tampoco el coraje necesario para hacerlo.
Por eso ahí está, sanando sus heridas, aliviándolas entre sangre/tinta fresca mezclada con cenizas. Leyéndolas para entender nuevamente el ¿por qué?, y a su vez no logrando leer más allá de las voces antiguas del cacique, que pide perdón lanzando improperios. Tampoco ve más allá de una negrura espesa que le prohíbe saber más. Ni siquiera trata intentar forzarse a atravesarla pues, es suficiente ya con los jadeos que se escapan, de vez en vez, de la boca de Rovan debido a sus movimientos que no insiste.
Aquello lo desconcentra.
Es entonces cuando presta atención. Nuevamente se presentan las heridas. Las que ya de por sí abrieron la piel vieja y que crean una llaga nueva. Las dibuja suavemente con la yema de sus dedos, y las graba, no sólo en su mente, también en su cuerpo. En los mismos espacios y con la misma intensidad. Claro que, Rovan no lo sabe, ni su adorada madre. Tan sólo lo sabe su mujer, ante quién se ha desnudado como nunca ante nadie. Por ello nadie más, mucho menos Rovan, saben de aquello.
Que patético eres Taiojxaimel, aun amando a este…si es que se le puede llamar aún hombre, grabando sus cicatrices como besos, si se diera cuenta, seguro que no sale vivo de esta.
«¿Qué ha pasado esta vez, Rovan?, ¿acaso peleaste contra un oso?», preguntaste.
Y es ahí, en medio de la exploración, que te encoges en tu propio dolor y no dices nada. Lo contemplas durante largo tiempo conforme sufres de un calvario que para ti sería regalo si él te lo causara; tus largos cabellos caen en ambos lados de tu rostro cuando te hace la pregunta y agachas la cabeza. Cuando crees que termina. La pregunta flota entre ustedes.
Porque lo veo todo.
Taiojxaimel es frío pero no es por eso que lo amas. No. Es por la bondad que te demuestra. Por la carga que comparten en secreto pese a que no le dices nada. No deseas que sufra por ti. Él es el único que se acerca y si supiese todo te repudiaría. Por eso unes tus yemas con las de ese al que también rechazas, por el que sientes algo que consideras prohibido y al mismo tiempo un salvavidas.
Su relación va más allá de lo carnal. Tocaste su alma con ese beso que te robó. Tu primer beso, que también, fue para él el suyo. Recuerdas que compartían una gran camaradería cuando él era más joven. Ahora te cuida y cura tus heridas, y tú en cambio, le contestas con silencios en el cosmos de tu descanso.
Te veo Rovan Nreigriounsa. Yo mismo te enseñé en una visión que ocurriría si le cuentas tu secreto. Te veo.
Te apartas y rebuscas entre las pieles que componen el firmamento de tu lecho una indumentaria tan oscura como una noche carente de estrellas, tan bella como la luz que relumbra de tus ojos y se lo entregas en sus manos; también un collar hecho de huesos y otras cuentas, perlas y por supuesto tu bendición. No maldecirías a ese al que contemplas ahora en silencio.
Acaricias sus brazos con los dedos, a sus pulseras, las líneas de la autolesión. Suspiras. Rezas y tus rezos se escuchan en toda la cueva en ese preciso momento; después de todo él también es un guerrero que te visita, Rovan. Te visita pese a tu rechazo.
Arropas sus alas hechas de lluvia y tristeza con la manta que has tejido con cabellos, quién sabe de qué cabezas, sólo para él. Le acaricias la mejilla con la tuya y cuando te apartas le sonríes como sólo sonreiría un amante de etérea juventud.
Pero no eres su amante, él tiene esposa. Una que tú mismo le entregaste.
«Es para la protección. Persisten muchas cosas que podrían devorarte. Sé que no tengo derecho por más que me reclames que lo tengo sobre ti. De usarte como mi instrumento de combate. En forma de bestia, manchando finalmente la luz de las estrellas», le dices o más bien susurras y le rodeas con el brazalete de huesos la muñeca.
Eres tonto, Rovan, él no anhela esos regalos. Te anhela, pide a gritos las caricias de tu nombre. La verdad que manaría de tu pecho si fueras valiente. El embrujo que ha puesto a un chamán a parir sendos sufrimientos todos los días.
«Es mi obsequio y te lo entrego. Para tu absoluta protección», le dices.
Después de todo, buscas protegerlo de ti mismo.
Sus oídos se mueven conmovidos y atentos por sus rezos y no puede evitar que se le erice nuevamente la piel ante sus caricias, y le observa con sigilo. El sigilo frío y silencioso que usa una bestia para obtener a su presa, aunque sabe, que cualquiera, puede ser presa menos Rovan. Y es que ese…hombre, a pesar de su cuerpo y su alma fisurada, y esa apariencia tranquila como también lo es su voz, sigue siendo más peligroso que cualquier otro.
Él lo sabe, lo ha visto.
Rovan no ha dejado si quiera que termine de curarlo, es inquieto. Taiojxaimel no sabe por qué tiene esa suerte de toparse con gente inquieta.
Bien, déjalo ser, si te quiere dar regalos y protección que lo haga.
Ya los quemará después, como lo ha hecho con muchos otros de sus presentes, aunque ahora que lo piensa, Alaiseraan podrá beneficiarse de ellos. Esa estrella revoltosa vive exponiéndose a diario, y, es mejor, que algo la cubra mientras él se encuentra lejos.
Sonríe, no puede evitarlo, pues sabe que recibirá bufidos inconformes y críticas acerca de los gustos raros que tiene para los «amuletos». Si supiera que provienen de Rovan seguro que también los quemaría; aunque ella lo haría porque no quiere nada de él. Él en cambio los quema porque eso es lo que no desea.
Guarda las sonrisas, y ahora mira con atención a las cosas que le han sido dadas; mueve ligeramente las alas para que la manta se acomode sobre ellas, la siente cálida y a pesar de su material es agradable y suave al tacto. Pero, pica, algo pica dentro de él, y se conmueve de repente.
«….Gracias», dice masticando las palabras, tragando el impulso de la agonía que le ha ido llenando día tras día, mes tras mes, año tras año, esa agonía que aún no rebasa a su ser pero que le ha amenazado como lo hace la muerte a diario.
Y suspira, y vuelve a sonreír viendo a Rovan a los ojos, esos oscuros en los que le gusta saberse atrapado.
«Puedes volver a ponerte quieto, no he terminado aún contigo. Además no trates de evadirme, quiero que me respondas lo que te pregunté. No, olvídalo, mejor dime ¿tienes algo que ver con lo que está pasando en la aldea?».
No puedes huir Rovan, no esta vez. Mi ojo tampoco lo permitiría.
Entonces desvías la mirada que se asemeja a la cueva de un lobo a un lado; lo esquivas, Taiojxaimel es después de todo el ser al que adoptaste cuando era un niño. Lo rescataste, lo amparaste. Mataste por él; le brindaste un amor distinto del que sientes ahora, y eso, ahora, lo resientes. Sin embargo, pese a ese ínfimo problema de no poderle corresponder a causa del gusano que crecía dentro de ti, no lo abandonaste. Le entregaste a una muchacha poderosa de espíritu; por amor. Para ambos las cosas han cambiado. No puedes devolver el tiempo; tampoco revertir tus decisiones.
Entonces leo tu corazón. Su verdad, la que llora en lo profundo y vislumbro la luz que es arrancada por el blanco fuego de tu historia. Tu mudez, tu resignación. ¿Quién amaría a una criatura que está maldita?
«No tienes por qué distinguir o explorar más mis heridas, esto nada tiene que ver contigo (mentiroso). Por más que te pido que te ocupes de tu esposa y protejas a tu hijo no nacido hay disputas; ya no deseo discutir contigo. Además (estás mostrándote vulnerable) siento preocuparte de algún modo; conoces todos mis secretos (menos uno). Me conoces más que a nadie; a donde quiera que vaya no habrá descanso para ti, ni para mí», dices resignado a que te toque. Tiemblas ante sus dedos y vuelves a estudiar sus rasgos. Su anatomía. Los anillos de sus dedos y entonces es tu turno de preguntar:
«¿Te heriste a ti mismo…? ¿Intentaste abrirte las muñecas para que volteara a verte cuando sabes que, por tu estado, el de tu mujer, nosotros dos no podemos estar juntos?», quieres decirle otra cosa pero tu lengua te traiciona.
«Soy Rovan Nreigriounsa, cacique de esta aldea y es mi deber mantenerme casto en nombre de mi naturaleza. En nombre de nuestras pasadas promesas. Soy como un padre para ti y aun así me ves con otros ojos. ¿Es que acaso saciarás tu obsesión al hacerme el amor? ¿Eso es todo lo que quieres aunque sea una vez? No permitiría manchar el renombre que posees en la aldea», siento como su corazón se retuerce, late. Habla, grita por tu causa, clama por tu nombre.
Tu lengua es tan traicionera, te la muerdes. Dile la verdad.
Alimaña, serpiente rastrera, ¡si hablaras de una vez!
«Regresa a tu hogar, a tu esposa, a tu madre. No las abandones por mí, menos en este crudo frío. Por mí no, Casire (lo llamas con su apodo más íntimo. Ese por el que peleaste cuando te enfrentaste a toda la tribu para protegerlo) Protégelas. Son tu familia. Yo sólo soy el pecado que llevas a cuestas. La cruz, agonía sin descanso. ¿Crees que no me duele saberte así?».
Si permites que se quede pasarían juntos esa estación de matiz argentado. Lo tentarías a pecar y ya no habría vuelta atrás. Él moriría. No puedes imaginarlo muerto porque se quebraría tu corazón más de lo que ya está quebrado. A pesar de eso te considero egoísta. No eres feliz, y si lo fueras, no lo merecerías. Porque él siempre será el poderoso hijo de la Triada del Cielo.
Un vidente que te robó el corazón.
Taiojxaimel no puede evitar reír con una risa burlona y amarga. Alza la cabeza al cielo, o más bien al techo de aquella cueva y observa en un cambio rápido de humor, serio, algunas runas y demás figuras que a saber dioses en que momento las hizo Rovan.
«Mis heridas no son por ti Rovan, no te sobreestimes»
Vaya que es fácil de leer. No ha emitido palabra alguna por la que Rovan le haya respondido de la forma en que lo ha hecho. Incluso se siente confundido, por lo que decide que tiene razón. Le dejará ya en paz. Vuelve a bajar la cabeza, observa unos momentos más al cacique Nreigriounsa. Meditabundo.
“Tiene razón, es mejor que regrese con mi esposa y mi hijo no nacido; sus heridas están lo suficientemente curadas, seguro que alguien más podrá tratar lo que queda por cubrir.»
Se siente herido, pero es que le ha costado entender que, ese amor, esa pasión suya, el coraje por cuidarlo y protegerle, por limpiar su nombre…es algo que no debe corresponder. Es algo que Rovan nunca le ha pedido. El mismo dio pie, el mismo le obligó a aceptar sus cuidados y atenciones. Incluso la comida cuando es algo que ni siquiera necesitan, y un sin fin de cosas más, en las que excusaba hasta de lo más inverosímil, con tal de que aceptara. Pero ahora tiene otras preocupaciones, además, la aldea y su gente están sufriendo.
Si antes fueron camaradas, hoy, no pueden ser más que, nada.
Rovan jamás tendrá interés en él, si alguna vez hubo un beso fue porque…ni recuerda el porqué, pero ya basta.
«Adiós Rovan».
Dice con los presentes en sus manos, aunque opta porque no son necesarios, así que camina hacia un lugar de la cueva donde los deja reposar para salir de ahí. Tan sólo carga con la manta que lo cubre; no se ha dado cuenta del cambio del clima que pasa de la calidez silenciosa de la cueva al viento y azote de aire helado que habrá de empeorar mientras pasan los días.
Su corazón, su alma y sus ojos, dicen que aún no es momento de sobrepasar sus límites. Aún no tiene por qué derrumbarse. Despliega sus alas, o al menos eso intentó. Aquella manta que le cubre, aquella extraña manta, tan extraña y cálida le cubre,…ladea su cabeza y a su nariz llega el aroma de, del amigo, del cacique, de ese hombre. El aroma de Rovan.
«Maldito seas, Taiojxaimel».
Retorna con prisa hacia la cueva, y puede vislumbrar a Rovan, como si este hubiese tenido la intención de seguirlo. No lo sabe. Ni siquiera lo piensa. Sólo lo ve, lo alcanza y lo atrapa entre sus brazos.
«Te dejaré, me iré, lo juro, no volveré a venir, ya no lo haré Rovan. Te odio y lo sabes, pero tú puedes saberlo ¿no es así? Tu puedes saber que, no puedo…
No lo deja reaccionar, si lo hace no sabe lo que sucedería por eso se adelanta, tan imprudente como siempre; lo besa, lo besa a la par que le ata entre sus brazos. Entre las alas negras semitransparentes que se despliegan, rasgan la manta al abrirse y ésta queda colgada, ya sin fuerzas.
Después de eso se irá y cumplirá sus palabras. No volverá a ver más al Cacique Nreigriounsa o al menos ya no de buena manera. La siguiente vez que lo vea será para que, la penumbra y la miseria, mueran junto con él.
AUTORA: VANESSA SOSA (VENEZUELA)
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Vanessa Sosa. Mérida, Venezuela (1986). Historiadora del Arte (2018) egresada de la Universidad de Los Andes. Actualmente, ejerce como Docente en una institución. Es una escritora que se considera aprendiz y también autodidacta. Inició en el mundo de la escritura en el año de 2018 con pocos microcuentos y microrrelatos, que transformó después, en relatos más extensos. Se especializa en el género fantástico porque es el que más escribe, sin embargo, considera que hay mucho por mejorar.
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