Los Silva era una familia de jóvenes que no hacía mucho que se habían comprometido y posteriormente casado, tenían muchas ambiciones a futuro. La verdad es que la vida no les había dado una cuna de oro, carecían de algunos lujos, por lo que tuvieron que trabajar mucho desde que se conocieron para poder asentarse y tener sus cosas. Llevaron una relación característica de dos jóvenes que provenían del campo. Ella, Laura, una muchacha retraída, casi criada en otra época, blanca como la misma leche y con los ojos muy claros, con un color verde muy profundo. Él, Horacio, criado casi junto con el ganado, desde pequeño pastoreaba los campos junto a su padre y hermanos. Flacucho y algo moreno, casi al contrario de su esposa.
Aunque al principio vivieron en casas de parientes, nunca dejaron de trazar su propio proyecto. La vida los llevó a adquirir unas tierras cercanas a la localidad de Trinidad. ¿La Santa Trinidad? Quizás no tan santa como aparentaba… Era una vieja casa, que parecía tener más de un siglo, deteriorada por la humedad y casi engullida por el denso monte de la región. Había un galpón, en un estado lamentable, que servía de refugio para una legión de alimañas: ratas, serpientes, arañas de toda clase, y murciélagos… sí, esos repugnantes murciélagos. La casa necesitaba muchas reformas, pero, con el tiempo, estaban seguros de que podrían transformar esa ruina en un hogar acogedor. Era el sueño de la pareja.
La zona estaba rodeada de un espeso monte, atravesado por un arroyo que pasaba bajo un viejo puente, todo parecía atrapado en el tiempo. El mundo había olvidado ese lugar, sin vecinos ni caminos que lo conectaran con la civilización. Había una sensación de calma y frialdad en aquellos viejos muros, manchados por hongos de la humedad. Había mucho por hacer, solía decir Horacio, mientras deambulaba de un lado a otro de la propiedad. Construir cercas para mantener alejados a los animales, erigir postes aquí y allá. Todo esto hacía que la joven pareja pensara que el sitio no tendría una pronta solución y tal vez sus hijos serían quienes terminarían el trabajo.
En el campo, la rutina era la de siempre: atender a los animales, cuidar las heridas de las ovejas, ordeñar las vacas. Horacio ya estaba más que acostumbrado a realizar ese trabajo, mientras también se encargaba de las reparaciones de la casa. Su mujer, Laura, se ocupaba del aseo, la cocina y, de vez en cuando, ayudaba a su marido. Aunque era una mujer de campo, no era ignorante en absoluto. Sabía cuidarse sola y disfrutaba de la lectura, iluminada por un viejo mechero de queroseno, por las tardes, acompañada de un mate, claro está.
El verano había golpeado la zona con una fuerza impresionante, con temperaturas que rozaban los 40 grados, a pesar de estar rodeados de vegetación y arroyos. Ni siquiera la sombra proporcionaba alivio; podía disminuir algunos grados, pero nada más. Por eso, la joven pareja visitaba frecuentemente el deteriorado puente que estaba a uno o dos kilómetros de la casa. No estaba lejos. Tomaban el camino de tierra en su querida carreta, impulsada por un veterano caballo que avanzaba con paso pesado y cabeza gacha.
El arroyo que pasaba por allí era muy agradable, con una temperatura que bajaba casi 10 grados en ese espeso matorral. Tan espeso que uno podía quedar enganchado en las ramas y las quejas por alguna espina eran comunes. El agua era cristalina, y en ella se podían ver las mojarras que, en grupo, huían de cualquier cosa que se acercara. Se podían distinguir fácilmente las piedras y la arenilla del fondo, así como alguna que otra rama enterrada.
La pareja pasaba la tarde sumergidos disfrutando del agradable momento. Casi como dos jóvenes enamorados por primera vez. Ella lo rodeaba con sus pálidos brazos, manteniéndose así. Escuchando a la increíble naturaleza a su alrededor, los movimientos de animales que se acercaban para hidratarse un poco, pájaros que movían los gajos haciendo sus clásicos sonidos. Todo iba de lo más normal. Le hacía olvidar su situación, los trabajos que aún faltaban en la casa, la falta de ganancias que entraban a la familia. Su soledad profunda en ese lugar. Nada importaba más.
Pero en un exacto momento vio que el arroyo se ponía un poco turbio y oscuro. Algo sumamente extraño para aguas tan claro, tal vez algún pez nadando y revoloteando en el fondo del río, quién sabe. Se separaron por unos segundos del eterno abrazo, pero no fue hasta que Horacio sintió un tremendo dolor punzante en el estómago, un ardor lo dominó completamente, lo hizo retorcer en aquel exacto momento. Laura no entendía lo que había pasado, fue a acudir a su esposo y ayudarlo a salir.
Tomándose el estómago con su mano, sentía como su sangre, casi hirviendo, pasaba entre sus dedos, era profundo y lo sabía.
Ella usó su ropa para intentar parar el sangrado, con fuerza presionó la herida, en un desespero evidente por lo que había pasado, lo ayudó a subirse a la vieja carroza y emprendieron de vuelta a la finca. Horacio se retorcía de dolor mientras cerraba los ojos con fuerza, haciendo muecas. Transpiraba y gemía entre tanto, aquel caballo en un tranco rápido andaba por la maltrecha calle de tierra y piedras.
Al llegar a la casa, Horacio intentó limpiar la herida con ayuda de Laura. Y observó como tenía un pequeño orificio circular en el estómago, con miedo hizo una fuerte venda alrededor de su cintura. Y se recostó en la cama. Mientras ella le traía agua, observaba sin poder hacer nada y sentía un terror que le provocaba temblores de una forma que casi derramaba el vaso.
Al cabo de algunas horas, vio que su esposo se tranquilizaba, ya no se quejaba tanto, pero había cambiado de color, su rostro era extremadamente pálido. Como si estuviera viendo a un difunto, transpiraba abundantemente. Por lo que ella decidió hacerle una sopa, tal vez eso le calmaría un poco el dolor. Aun los dos no sabían que podría haber causado esa herida, incrédulos intentaron buscar respuestas para lo que había pasado. Se preguntaban qué animal podría haber causado tal orificio en su estómago. No tenía ningún sentido lo que estaba pasando. Decidieron esperar para decidir qué hacer, puede que solo haya sido alguna rama muy puntiaguda y resistente, de las tantas que uno normalmente se clavaba en el talón por aquellas aguas, sí, podría ser eso.
Por la noche ella se acostó a su lado y pasaron bien, salvo algún que otro quejido en el momento en que Horacio cambiaba de postura sobre la cama. Parecía ser solo eso, la rama y nada más. Eso quería creer ella.
Pero Laura no sabía lo equivocada que estaba, era algo más, algo que supera todo lo que había visto en su vida. Pasaron los días y de a poco la situación de Horacio cambiaba poco a poco, pero para peor. Ya no quería comer, transpiraba demasiado, su cuerpo hervía en fiebre. Estaba tan caliente que al hablarle parecía sentir que, desde él, salía un vapor caliente. Pasó de tomar algunos vasos de agua, a casi una jarra entera.
Horacio decía que sentía como sus intestinos se movían lentamente, pero Laura pensaba firmemente que estaba alucinando, no podía ser, si desde que llegaron no se había alimentado casi. Las noches pasaron a ser tortuosas, quejándose del brutal dolor, no lograba dormir, ni tampoco lo hacía ella. Ya no sabía qué hacer para mejorar su situación, deseaba que al día siguiente su esposo este de vuelta como antes, caminando de un lugar al otro creyendo en la casa o en el campo. Lo que ella más deseaba era que se recuperara.
Pero no fue hasta una silenciosa noche, ella se durmió rápidamente, llevaba días solamente preocupándose, desvelándose, escuchando los gemidos de su marido. Aun así, esa noche no, esa noche había sido diferente. Despertó por la mañana, al ver los primeros rayos de luz atravesar la ventana. Opinó que su marido por fin se había dormido, por fin estaría mejorando. Se dio vuelta y vio como Horacio miraba fijamente, estaba con los ojos abiertos, clavando la mirada al deteriorado techo de paja. Laura con una mano lo mueve, pero ve que no responde, de ninguna manera responde. Comenzó a preocuparse, más de lo normal. Él estaba completamente blanco, con la boca abierta, tieso, sin realizar ningún movimiento como respuesta a los estímulos de su esposa.
Laura se levantó bruscamente, un torrente de desesperación le recorrió el cuerpo como un río de hielo. No entendía nada, y con la urgencia de un náufrago aferrándose a un pedazo de madera, acercó su oído a su pecho, buscando desesperadamente el consuelo de sus latidos. Pero en lugar de eso, percibió un sonido agudo que resonó dentro de Horacio, un eco macabro que la dejó paralizada.
Retrocedió, boquiabierta, mientras observaba cómo un bulto se desplazaba bajo la piel de Horacio, ascendiendo desde su pecho, recorriendo su garganta, hasta que finalmente emergió de su boca con una repulsiva lentitud. Laura comenzó a gritar con toda la fuerza de su ser, el sonido de su terror llenando el aire en torno a ellos.
Lo que salió de la boca de su esposo era una larva inmensa, blanca, grotescamente gorda y manchada de rojo. La criatura se arrastró fuera, inundando el ambiente con un hedor a putrefacción tan intenso que parecía palpitar en el aire. Aquel engendro, salido de un rincón oscuro y malsano de otra dimensión, abrió sus mandíbulas repetidamente, emitiendo un sonido húmedo y amenazador, como si estuviera buscando su próxima víctima para saciar su insaciable hambre.
Con cada movimiento, la criatura parecía haber nacido de una pesadilla, avanzando con una voracidad implacable. Laura observó, horrorizada, dándose cuenta de que la larva había devorado los órganos internos de Horacio en su ascenso hacia la libertad. La escena se grabó en su mente con una claridad terrorífica, un recordatorio de que el verdadero horror no necesita invitación para irrumpir en la realidad.
AUTOR: GUSTAVO ZABALLA (URUGUAY)
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Gustavo Zaballa – Soy oriundo de la ciudad de Rivera, Uruguay. Me desempeño como profesor de Informática y ajedrez, además de trabajar como desarrollador de software. Intento converger mi predilección por el mundo literario y lo digital con el fin de cautivar a quienes puedan leerme. Amante del terror y la ciencia ficción, soy autor de El Circo de las Bestias: Antología de Terror (junio 2023). He participado en varias colecciones con «Larva» en Criaturas Nocturnas (noviembre 2023) y «La Maldición de la Casa Rodríguez» en Caos Innombrable (mayo 2024) por Editorial Alas de Cuervo, así como con «Umbral» en Historias de Medianoche (junio 2024) por Ediciones Akera. Además, he sido incluido en varias ediciones de la revista Paladín con «Larva», «La luz que cayó del cielo», «3042» y «Umbral» (2024).