
Es costumbre que don Anselmo use un lápiz detrás de la oreja. Viste ropas sencillas y nació en un pueblo pequeño, de gente creyente y sosegada donde el aleteo de pájaros y mariposas embellecen las madrugadas de tan pastoriles alturas. En su rostro se resguarda una enrojecida y reverencial sonrisa con la que, sin proponérselo, cautiva este noble y paradisíaco lugar. En ese semblante se refleja toda la felicidad con la que vive. Cuando raya el alba, don Anselmo ya está rallando tablas, empuñando la escuadra, desenrollando el metro y afilando el serrucho. Su vida está enmarcada entre lijas, martillos, puntillas, mesas y taburetes. A todo le imprime habilidad y arte zambullido en virutas y aserrines. Talla también las cruces del Campo Santo del pueblo, A lo mejor, es la razón por la que a nadie le importa una hermosa cruz que por años cuelga de una pared del taller de carpintería. Él mismo la pulió y la talló. “Esa crucecita es para cuando me vaya para otro planeta menos puto y corrompido”, le repite a quien le pregunta por la cruz. La costumbre en la carpintería como en muchos oficios, cambia, pero él nunca le cambia el puesto al lápiz. Todo el tiempo lo usa sujetándolo en la misma oreja, la izquierda. Conoce los secretos de la madera. Los caprichos de sus artísticas manos son magia cuando se enfrenta a los bajos relieves de los tablones con minúsculos detalles. Es un curtido ebanista al que en ningún tiempo le falta una franela de mangas hasta los puños que tiene por uniforme. El color de su cabello entrequemado se confunde con el matiz de su cuello corto y grueso Siempre está bien aseado y cuida por lucir arrugados sus sombreros clásicos gardelianos. Fue difícil ganar su huidiza amistad. El orgullo por exaltar su paraíso de palos, estacas y tablones en que vive es lo que más pregona en su marcado y pastoso acento montañero. En mis peores rachas, me gusta aparecérmele ocasionalmente en la puerta de la carpintería para escucharlo y verlo con esa sonrisa natural y apacible. A la empedrada y emboñigada plaza del pueblo sale solamente por un momento en las noches para ir a la iglesia y para fumar picadura de tabaco. Después vuelve para romper las madrugadas con golpes de martillo. Sin embargo, el olor a troncos recién cortados y el zumbido del serrucho propagándose hasta la esquina, no se escuchará más. El señor de la sonrisa huidiza, don Anselmo, no serruchará más robles. Abordó algún aeroplano para otro taller. Voló tranquilo porque talló su propia cruz. Seguirá, posiblemente, convirtiendo en hermosura otros tablones. Pulirá otro sol y limará otras estrellas. Fue un privilegio haber sido el “único hijo” del suavizador de la finura que como piedra pómez exfoliaba amarguras. No molestaba a nadie, no era tóxico, leía, saludaba y apagaba tarde el candil. Nunca me contó, ni sus paisanos se lo explican, cuál fue la razón para que su amor por la humanidad fuera una mísera migaja. En todo caso, en su pueblo no lo olvidarán, él era su sobremesa. Fue un padre sin hijos pero con tachuelas.
AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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José Luís Rendón C. Nació en el Municipio de Argelia (Antioquia) – Colombia. Titulado como Profesional en Comunicación Social. Ha sido corresponsal de prensa alternativa independiente, cronista, periodista y locutor de radio. Cuentos: LEOCADIA, obra ganadora del primer puesto del concurso de cuento “Carrasquilla Íntimo” convocado por El Colegio de Jueces y Fiscales del departamento de Antioquia-Colombia y publicado en la revista Berbiquí. Cuento: EL MONSTRUO DE LA PLATANERA (inédito).
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