El calor lo devoraba todo. La ciudad bajo la cúpula era un refugio, pero más que eso, ahora, una prisión. Las sombras artificiales proyectadas por las torres y edificios mantenían a la humanidad a salvo del sol, ese enemigo superbrillante que ya no era fuente de vida, sino más bien, de muerte. Alex lo sabía mejor que nadie. Él había visto los estragos que causaba, pero no solo en la piel, sino en la mente. El sol, antes objeto de adoración, ahora era temido. Los pocos que desafiaban las advertencias y lo miraban directamente experimentaban algo extraño: visiones. Revelaciones sobre el universo, sobre sí mismos, pero también una oscuridad que los seguía hasta devorar sus sentidos. Se quedaban ciegos. Esa ceguera no era solo física; era mental, un vacío en el que se perdían para siempre. Eva no era como los demás. Mientras el resto se conformaba con la seguridad de la cúpula, ella sentía una inquietud constante, un susurro que la empujaba a buscar más allá de las barreras de vidrio y acero. Había oído los rumores, los murmullos en las esquinas sobre aquellos que se habían atrevido a mirar al sol y lo que habían visto. No eran locos; eran testigos de algo que la humanidad no estaba preparada para entender.
Una tarde, mientras el resplandor amarillo se filtraba a través del filtro de la cúpula, Eva tomó la decisión. Dejar el refugio, sus pies avanzando en dirección hacia el desierto abrasador que se extendía más allá. Sabía que la autoridad de la ciudad lo prohibía, que nadie salía sin un propósito claro. Pero su propósito era descubrir la verdad, y eso era más poderoso que cualquier ley.
Alex la encontró en medio de las ruinas de una antigua estación de observación. «No deberías estar aquí», le dijo, con su voz grave y llena de advertencia. Él había vivido en ese exilio autoimpuesto por años, investigando lo que otros preferían ignorar.
Eva no retrocedió. «He oído hablar de las visiones», respondió, su mirada determinada. «Sé que hay algo más que el calor. El sol está diciendo algo, ¿no es así?»
Alex sabía que no podría detenerla. «No solo dice algo. Grita. Y lo que grita es peligroso». La llevó dentro de la estación, un refugio improvisado lleno de pantallas rotas y libros antiguos. «La gente que mira al sol… ve cosas. Cosas que no son reales. Pero después de esas visiones, el daño es irreparable. El cerebro colapsa. Se quedan ciegos y… ya no son los mismos».
Eva se estremeció, pero no por el miedo. Había una extraña fascinación en lo que Alex le contaba. «¿Por qué nos ocultan esto? ¿Por qué no nos advierten?»
«Porque el gobierno no quiere perder el control. Si la gente supiera lo que el sol está mostrando, su sistema se desmoronaría. Están usando el temor a quedar ciegos como una herramienta. Prefieren que la gente no sepa, que sigan con miedo, que sigan en la ignorancia».
Durante semanas, Eva y Alex trabajaron juntos en un plan para exponer la verdad. Cada vez que Eva escuchaba más sobre las visiones, más sentía la necesidad de ver por sí misma. Era como si el sol estuviera llamándola, desafiándola a mirarlo directamente, a enfrentar la oscuridad que le esperaba. Un día, el calor era insoportable. La cúpula no parecía capaz de mantener a raya las altas temperaturas del exterior. Las máquinas zumbaban con desesperación, intentando regular el clima mientras las autoridades calmaban a la población con nuevas promesas vacías. Fue entonces cuando Alex le habló de la posibilidad de crear un escudo que permitiera mirar al sol sin sufrir sus efectos devastadores. Un dispositivo que bloquearía el daño y preservaría las mentes. Pero algo iba mal. Alex, a medida que investigaba, empezó a experimentar síntomas extraños. Dolor de cabeza constante, destellos de visiones, voces que parecían susurrarle cuando cerraba los ojos. «Es el sol», dijo con miedo en su voz. «He estado expuesto demasiado tiempo. Está dentro de mí».
Eva lo observó, incapaz de ayudar. Sabía que Alex se estaba deteriorando, pero su trabajo debía continuar. El escudo era su única esperanza para protegerse y enfrentar la verdad. Alex insistió en que ella debía terminar el dispositivo, aunque él no lo lograría. «Tienes que mostrarle al mundo lo que realmente está pasando», le dijo con voz temblorosa.
El último día de su trabajo, Eva encontró a Alex mirando directamente al sol, con sus ojos desnudos, sin ninguna protección. Sabía lo que estaba haciendo, sabía que no había vuelta atrás. Pero en sus ojos, ya cegados, había una perturbadora calma. «Lo veo todo ahora», murmuró. «La verdad… es más de lo que imaginaba».
Eva tomó el dispositivo y, con una mezcla de miedo y determinación, lo activó. Las puertas de la estación se abrieron al sol abrasador. Podía sentir su calor, su poder. Se colocó el escudo frente a los ojos, dudando por un segundo antes de levantar la vista hacia el cielo incandescente.
Y entonces lo vio…
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro