Reposaba adormecido a la sombra del tronco del único árbol en flor de su plantío. No fue sino verme parado detrás de la verja de guadua para ondearme su mano desde allá. Agigantó los pasos y en pocas zancadas atravesó afanoso la huerta. Abrió la cerca y me abrazó tan fuerte y cariñoso que me avergoncé. Yo nunca le había dado un abrazo así a él. Elías es como un hermano, o más. Rara vez lo veo quejoso o irritado; es muy noble, sin una escaramuza en la vida. Aun rodeándome con sus brazos me reclamó: – ¿Te había tragado la tierra, mugroso?, así me dice. –No, Elías, usted sabe cómo es eso en ese mierdero lleno de edificios, son como larvas despiadadas. –Pero cuántas veces te he dicho que mi porfiado anhelo es que vivas aquí. Me echó algo de cantaleta y disimuló mirando las nubes que en ese momento estaban en desbandada, lo que hacía que el sol manejara a su antojo los rayos que despedía. Le entregué el libro que le había traído y le pedí que no lo rayara. El rancho es acogedor y ordenado, con dos grandes ventanales que me doblegan y desde donde se divisan las tomateras y los platanales que cultiva. Las hojas alargadas de los cocoteros nos relajan en la distancia con guiños y bamboleos, mientras se rinden ante la fascinación de las colinas. Echó un vistazo al fogón, destapó la olla humeante y me sirvió un apetitoso sancocho; sabe que ese es el plato con el que más me relamo. Impone un ritmo desprevenido y seguro al andar, y su cara de hombre bueno, no deja de mirarme por debajo del ala ancha de su sombrero, ala un poco inclinada adelante, como estilo vaquero, es el que más le gusta. Colgando de un garabato también tiene otros dos sombreros propios de esta tierra, hechos de palma de hoja y con una cinta negra dándole la vuelta. El calor arde, pero a Elías, la limonada no le falta. No volvió a estar afligido desde que llegó a esta tierrita, allí lo acompañan la huerta, el monte, cocuyos por doquier, el agua y la mirada apacible de Mantro, el mastín que lo sigue a cualquier recodo. Este reino es lo que lo hace inmensamente feliz. Va y viene por los cultivos con su figura delgada y sencilla y unos ojos de miel que lo hacen ver en el olimpo de la nobleza. En este cañón donde está el rancho, entre barrancos y arroyos, sitiado por mandarinos, cedros y halcones, su teléfono permanece con el habla perdida. Dos años después volví para abrazarlo como él me abraza a mí. Me derriten sus meloserías y el afán por demostrar ternura y hospitalidad. Miré a través de los ventanales y no estaba en el rancho. En la parcela del otro lado del riachuelo, por un trecho engalanado de guaduales, me dijeron que estaba en el macizo de los limones. En tanto me acercaba al macizo, me pareció oírlo. Sí, era él, Elías, reconocí su voz. Corrí para rodearlo fuertemente con mis brazos. Lo encontré a la sombra de un madero tupido de ramajes. Sus cenizas descansaban entre las raíces de otro árbol en flor. Sobre el pasto estaba el libro que le había regalado, no tenía rayones, aunque, después del último párrafo escribió. “Leí el libro, pero lo rayé, mugroso. Abrazo fuerte, Elías”. Ahora, todo me lo evoca. Mientras lagrimeo, en mi invisible grito de dolor, decido quedarme con él para remedarlo. Y para agradecerle por su porfiado anhelo.
AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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José Luís Rendón C. Nació en el Municipio de Argelia (Antioquia) – Colombia. Titulado como Profesional en Comunicación Social. Ha sido corresponsal de prensa alternativa independiente, cronista, periodista y locutor de radio. Cuentos: LEOCADIA, obra ganadora del primer puesto del concurso de cuento “Carrasquilla Íntimo” convocado por El Colegio de Jueces y Fiscales del departamento de Antioquia-Colombia y publicado en la revista Berbiquí. Cuento: EL MONSTRUO DE LA PLATANERA (inédito).
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