El Baile De Los Espectros

La pequeña ciudad de Arcadiaville, un lugar que no tenía nada que envidiar a Nueva York o París, resplandecía con un fulgor artificial en los locos años 20s. Rascacielos de acero y cristal arañaban el cielo mientras las luces de neón iluminaban las calles, reflejándose en los adoquines mojados por la llovizna nocturna. En los exclusivos salones de baile, donde la música de jazz resonaba como el latido de la urbe, se daban las tertulias de los ricos y poderosos. Pero entre ellos se movía una sombra, una figura envuelta en misterio y leyendas: Melida Noir. Ella era un espectro en la noche, una maestra con un don inexplicable. No solo robaba joyas y secretos, sino también los recuerdos de aquellos a quienes tocaba. Decían que su presencia en una fiesta era un augurio de desgracia, y que aquellos que osaban cruzarse en su camino perdían algo más que dinero. Para algunos, era un mito; para otros, un fantasma muy real. Una noche de luna llena, en la opulenta mansión Vespertine, se celebraba la más lujosa de las fiestas. Los magnates, los aristócratas y los criminales más refinados de Arcadiaville se reunían para alzar sus copas entre risas y murmullos. La mansión pertenecía a Victor Langley, un magnate cuya fortuna provenía de negocios oscuros: contrabando de armas y reliquias prohibidas.

Entre los asistentes se encontraba Elliot Graves, un periodista que había dedicado su vida a desentrañar los secretos de Arcadiaville. Se había infiltrado en la fiesta con un objetivo claro: descubrir la verdad sobre Melida Noir. Rumores indicaban que aquella noche, ella intentaría robar la legendaria joya conocida como «El Ojo de Osiris», una gema egipcia que, según leyendas, poseía el poder de abrir portales entre mundos. Cuando Melida hizo su aparición, todos los ojos se volvieron hacia ella. Su vestido negro, con destellos de obsidiana, parecía absorber la luz. Se movía con una gracia sobrehumana, como si flotara sobre el suelo. Victor Langley la observó con una sonrisa lánguida, pero en sus ojos fríos se escondía la sospecha. Elliot, por su parte, sintió un escalofrío de la impresión y belleza portentosa de aquella mujer. A la medianoche, cuando las copas estaban llenas y las máscaras comenzaban a caer, Melida se deslizó entre las sombras hacia otro salón y llegó hasta la vitrina donde reposaba el Ojo de Osiris. Justo cuando sus dedos rozaron la gema, una energía oscura brotó de ella, envolviéndola en un torbellino de fuego azabache. Los asistentes gritaron al ver cómo la sombra de Melida se desdoblaba y retorcía en formas imposibles.

Victor Langley sonrió. —“Te estaba esperando, querida” —dijo con voz calmada. —“El Ojo de Osiris no es solo una joya. Es una llave”.

La habitación entera comenzó a temblar mientras grietas de luz azulada se abrían en las paredes. Figuras grotescas emergieron de las sombras, entidades de otro mundo que habían aguardado pacientemente su momento para cruzar al reino de los mortales. Melida sintió cómo su propia esencia era atraída hacia aquel abismo, como si siempre hubiera pertenecido a ese otro lado. Elliot, en su plan espía, había llegado al salón, sin pensarlo, y se había encontrado con la fantástica escena; corrió hacia ella y la tomó de la mano. El contacto lo inundó de recuerdos ajenos: fragmentos de vidas de la vida de Melida; robos, momentos de amor, de miedo y de muerte. Entendió, en un instante, que la dama no era solo una ladrona. Era una entidad incompleta, un eco de alguien que había sido despojado de una vida.

Victor Langley levantó la mano y el Ojo de Osiris brilló con una luz cegadora. —Ahora, regresa a donde perteneces, Melida Noir.

Pero antes de que pudiera completar su conjuro, Melida, con la última chispa de voluntad que le quedaba, arrojó a Elliot fuera del círculo de energía y, con una sonrisa triste, susurró:

—“Cuídate”.

En un instante, una energía la envolvió y la arrastró a través del portal. Las criaturas que habían comenzado a emerger fueron arrastradas con ella, dejando la mansión en un silencio sepulcral. La joya se fragmentó en mil pedazos y Langley cayó de rodillas, con los ojos vacíos; ya no tenía un alma.

Elliot quedó allí, entre los restos de la fiesta y el eco de una mujer que había existido entre los mundos. Arcadiaville, aquella noche, perdió a su sombra más enigmática. Pero en los callejones oscuros y en las historias susurradas en los clubes clandestinos, el mito de Melida Noir perduró, como una advertencia de que algunas puertas nunca deben abrirse.

Años después, en un pequeño anticuario de Arcadiaville, Elliot encontró un espejo antiguo con el marco grabado en inscripciones egipcias. Cuando lo miró fijamente, juró ver, por un instante, una figura vestida de negro observándolo desde el otro lado del cristal. Y una voz, dulce y melancólica, susurró: —“Aún te vigilo”.

AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
© DERECHOS RESERVADOS AUTOR (A)

Entradas relacionadas

Deja tu comentario