La humanidad, hambrienta de expansión y conocimiento, había conquistado el sistema solar como si fuera un tablero de ajedrez. Las ciudades flotaban sobre los océanos de Venus, las minas arañaban los desiertos de Marte, y en las lunas de Júpiter florecían jardines de acero y silicio. Pero la ambición no conoce fronteras. A bordo de la nave espacial “Horus 5”, la doctora Tessa Vahl repasaba los datos que zumbaban en su consola. “Anomalía gravitacional sostenida, región del cinturón de Kufer”, repetía en voz baja, sus dedos temblando levemente sobre la interfaz. Lo que inicialmente parecía una distorsión cualquiera pronto se reveló como algo mucho más inquietante: un portal estelar, una fisura en el tejido del espacio que palpitaba como un corazón antiguo y olvidado.
—“¿Vamos a cruzar?” —preguntó uno de los ingenieros, pálido.
—“¿Acaso vinimos hasta aquí para mirar desde la orilla?”—respondió Tessa.
La Horus 5 atravesó el umbral. Al otro lado, la oscuridad cósmica dio paso a una visión que ningún telescopio jamás había captado: un mundo de verdes imposibles y montañas que flotaban como islas. El planeta, según los sistemas, tenía atmósfera, vida y señales tecnológicas. Lo bautizaron como “Eón Verde”.
El descenso fue suave, como si el planeta los hubiera estado esperando.
Los primeros en recibirlos no fueron máquinas, ni armas, sino seres que parecían salidos de las antiguas leyendas del viejo continente europeo, de personajes como elfos, caballeros con armaduras y enanos. Pero esa vez, eran altos, esbeltos, sus rostros iluminados por patrones bioluminiscentes. Sus ciudades se alzaban en lo alto de árboles colosales, suspendidas entre redes de raíces flotantes y puentes orgánicos. Aquel pueblo se hacía llamar los Alvárien.
—“Venimos en son de paz” —dijo Tessa en el protocolo de contacto, como si fuera sacado de una clásica película de ciencia ficción de los años 50s.
Pero Kaelion, el líder del Consejo Alvárien, no respondió con palabras. Solo los miró. Y en sus ojos se acumulaban siglos de prejuicios.
Eón Verde se moría. A pesar de su belleza intacta e inmaculada, el equilibrio de su ecosistema se tambaleaba por falta de un raro mineral que solo existía en cantidades sustanciales en la Tierra: el Thalasine. El mineral había sido extraído por humanos durante siglos sin saber su valor real. Para los Alvárien, era la savia del universo. Sin él, sus ciudades caerían, su mundo se volvería estéril.
Tessa se debatía entre la fascinación científica y el horror de lo que aquello significaba. “¿Y si ya hemos destruido lo que ellos necesitan para sobrevivir?”.
Mientras tanto, el coronel Marcus Gale, enviado por el Protectorado Terrestre, activaba los protocolos defensivos.
—“Esto es una amenaza soberana” —sentenció—. “No se puede permitir que una raza extranjera extraiga minerales críticos de nuestra biosfera. Ni aunque parezcan elfos de cuento”.
Tessa odiaba esa frase. No eran elfos. Eran Alvarienes, y su juicio era silencioso.
Kaelion habló al fin:
—“Observamos a su especie desde que lanzaron sus primeros satélites. Cuando aún gateaban entre las estrellas. Teníamos esperanza. Pero han envenenado su mundo. ¿Cómo confiar en una criatura que quema su propia casa?”.
Tessa, junto a Enarion, un diplomático Alvárien que aún creía en la redención, exploró las entrañas de Eón Verde. Allí encontraron un templo cubierto por líquenes vivos y estructuras. Un mapa estelar tallado en roca vegetal los condujo a la revelación más inquietante: los Nhamari. Una civilización extinguida. Una especie que, como los humanos, persiguió el Thalasine hasta agotar los recursos de su planeta. En su codicia, habían creado las puertas estelares… y su destrucción. Kaelion temía que los humanos fueran un eco de esa historia. Que su mundo fuera el siguiente en caer.
—“No buscamos estar a la defensiva” —dijo Enarion—, “pero tampoco podemos permitir que la historia se repita”.
Pasado un tiempo, en la tierra, una reunión entre los Alvárien y los gobiernos terrestres degeneró rápidamente. Las órdenes del alto mando eran claras: si los Alvárien intentaban tomar control de los yacimientos de Thalasine, debían ser detenidos. Marcus Gale, cumpliendo su deber con profesionalismo y frialdad quirúrgica, activó las armas orbitales instaladas en Eon Verde. La primera salva golpeó un puesto suborbital Alvárien, desintegrando sus raíces tecnológicas como si fueran ceniza al viento. Eón Verde respondió. Una lluvia de esferas cristalinas descendió sobre la atmósfera, convirtiendo satélites en polvo y sistemas de defensa en música de interferencia, todo como si fuera arte de magia.
Tessa se encontraba en medio del fuego cruzado. Solo le quedaba una opción.
Había estudiado la tecnología simbiótica de los Alvárien. Un implante resonante, una membrana neural que amplificaba las emociones en ondas cuánticas. Lo activó sin permiso, sabiendo que la conexión podría destruirla.
Cerró los ojos.
Y habló, no con palabras, sino con sentimientos: remordimiento, anhelo, ternura, dolor. Proyectó imágenes del Amazonas en llamas, de niños en las playas radiactivas, de aves cubiertas de petróleo… pero también de manos unidas, de personas restaurando arrecifes, de jóvenes que plantaban árboles. Kaelion recibió esas imágenes. Lo sintió como una tempestad suave. Vio a su pueblo en los ojos de los humanos. Y comprendió.
—“Tal vez no están perdidos aún” —dijo.
Y en ese acto, activó su armadura viva para interceptar el rayo que Marcus había ordenado. Su cuerpo ardió como una supernova, pero la energía se dispersó. Su sacrificio detuvo la guerra antes de comenzar. Enarion tomó el lugar de Kaelion. No como comandante, sino como custodio de un nuevo pacto. Los Alvárien ayudarían a sanar la Tierra, no para salvarla, sino para enseñarle a salvarse sola. Los portales permanecerían abiertos, pero no para extraer, ni colonizar: serían puentes de intercambio, de cultura y de curación.
Marcus Gale renunció a su cargo. “No entendí a tiempo que proteger la Tierra no es lo mismo que aislarla”.
Tessa regresó al Amazonas, donde los árboles respiraban de nuevo. Las semillas Alvárien brotaban; ahora había manos humanas para regarlas. Las puertas del Eón Verde continúan suspendidas en el vacío, como ojos que nos miran desde la conciencia del cosmos. Nadie sabe quién las construyó. Pero todos saben lo que significan ahora: una segunda oportunidad.
Porque alguien creyó que aún podíamos aprender.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro
