El invierno siempre había sido una estación de espera. En la Tierra, antes de que la humanidad la perdiera, significaba silencio y preparación: la vida se recogía bajo la nieve, el mundo dormía con la promesa de un renacer. Pero ahora, en los confines del espacio, solo quedaba la eterna noche. La humanidad vagaba sin hogar, dispersa en colonias errantes que giraban alrededor de soles agonizantes. Y en esa larga noche, un nuevo invierno había comenzado: uno que no cubría con nieve, sino con vacío. El “Ignis Swarm”, un enjambre que devoraba estrellas, apagaba los fuegos del universo como si soplara una vela tras otra. Nadie sabía de dónde venía, ni por qué su hambre era infinita. Algunos decían que eran criaturas vivas; otros, máquinas que habían olvidado a sus creadores. Pero todos coincidían en algo: allí donde llegaban, solo quedaba oscuridad. En la nave espacial “Firestorm”, el comandante Alec Vance observaba el vacío en la ventanilla del puente de mando. Más allá, el sol de Delta Erythra titilaba débilmente. Si el Ignis Swarm lo alcanzaba, la humanidad se quedaría sin calor y energía…
—“¿Alguna señal de ellos?” —preguntó Vance, con la voz cansada.
La respuesta vino del capitán Marcus Rhys, su segundo al mando, un hombre de cabello gris y mirada firme, curtido en todas las guerras.
—“Aún nada. Pero lo harán. Siempre lo hacen”.
Alec asintió sin palabras. Sabía que tenía razón. El enjambre no tardaría.
La Firestorm era una vieja nave, reconstruida una y otra vez, pero su corazón —un reactor estelar experimental— la hacía única. Era la última nave capaz de enfrentarse al enjambre con una oportunidad real. Su tripulación era pequeña, apenas treinta almas, y cada una representaba a una humanidad que sobrevivía más por costumbre. Entre ellos estaba Eli Quinn, científica de mirada suave y mente inquieta. Llevaba semanas estudiando una antigua señal interceptada desde el límite del sistema: fragmentos de un idioma desconocido, ecos de una civilización perdida.
—“Comandante” —dijo Eli, acercándose a la sala de mando con los ojos encendidos de emoción—. “Creo que encontré algo”.
En la mesa holográfica, desplegó la imagen de un sistema estelar muerto, rodeado de ruinas. Entre los escombros, el símbolo de una estrella.
—“Estos datos coinciden con los registros de una civilización extinguida hace millones de años. La llamaban Eterna Estrella”.
—“¿Qué es?” —preguntó Vance.
—“No lo sé” —respondió ella, con un tono de voz casi reverente—. “Pero según los fragmentos, era una fuente de energía capaz de reavivar un sol muerto”.
El silencio se hizo denso. Incluso Marcus levantó la mirada del tablero táctico.
—“¿Reavivar un sol?” —repitió Vance, incrédulo.
—“Sí. Si existe… podríamos usarla para detener al enjambre”.
Partieron hacia el sistema señalado. Afuera, el espacio parecía un invierno perpetuo. Las estrellas, como copos de hielo lejanos, titilaban débiles, recordando a todos lo que se había perdido. Durante el viaje, Alec pasaba las noches en el observatorio, mirando hacia la nada. Había perdido demasiados compañeros, demasiados planetas. Sabía que esa misión era, probablemente, la última. Una parte de él —recordaba las navidades de la infancia, los hogares iluminados contra el frío— se negaba a rendirse.
Fue en una de esas, cuando apareció Nyssa Korr.
Una mercenaria. Había sido capturada días antes, tras intentar robar provisiones de una estación aliada. Su pasado era una maraña de rumores: piloto, espía, traidora. Y sin embargo, había aceptado acompañarlos, a cambio de redención.
—“Nunca duermes, ¿verdad?” —le dijo a Vance.
—“Yo sueño todo el tiempo” —contestó ella con una media sonrisa—. “A veces con lugares verdes, cielos azules… ¿Te imaginas?”.
Alec la miró sin responder. Había en ella una vieja tristeza, como si cargara su propio invierno. Cuando llegaron al sistema indicado, hallaron los restos de una civilización inmensa. Ciudades congeladas en el vacío, estatuas erosionadas por siglos de radiación y, en el centro de todo, una esfera cristalina del tamaño de una luna: la Eterna Estrella.
Eli temblaba de emoción mientras analizaba sus lecturas.
—“Es real. La estructura mantiene un campo energético estable. Si logramos activarla, podríamos usar su energía para crear una barrera luminosa, lo bastante poderosa para detener al enjambre”.
Pero antes de que pudieran comenzar, una flota humana, comandada por la Alianza de Hierro, facción que buscaba controlar los restos de la galaxia por la fuerza. Y al frente de ella, el almirante Korran Veyl, antiguo amigo y ahora enemigo.
—“Vance” —sonó la voz de Veyl a través del comunicador—. “No voy a permitir que accedas a ese poder. La humanidad no necesita una estrella. Necesita orden”.
Marcus Rhys apretó los puños.
—“Idiota. Mientras peleamos entre nosotros, el enjambre nos devora convoy a convoy”.
Pero ya era tarde. Las naves de la Alianza abrieron fuego. La batalla fue brutal. El espacio se iluminó. Entre los destellos, la Firestorm maniobraba con precisión mortal, esquivando y devolviendo fuego. Nyssa pilotaba la nave con un control casi sobrenatural.
—“¡Cañones al frente!” —ordenó Vance.
Eli, desde el laboratorio, intentaba mantener activa la conexión con la Eterna Estrella. Cada pulso de energía era como un corazón que despertaba lentamente. Pero el enjambre no tardó. Surgieron miles de luces, moviéndose como una tormenta de fuego. Atacaban con pura hambre. Por un momento, el universo pareció contener el aliento.
Vance observó la masa luminosa aproximarse. Sentía el miedo recorriendo la nave como electricidad. Afuera, la temperatura del vacío descendía; las partículas se congelaban instantáneamente. Era un invierno de luz, donde el fuego mismo traía el frío de la extinción.
—“Eli” —dijo Vance, con voz grave—. “¿Podemos usarla ahora?”.
—“Necesito más tiempo. Si activo la Estrella sin calibrar, podríamos destruirlo todo”.
—“Hazlo”.
La Firestorm descendió hacia el corazón de la Eterna Estrella. La luz la envolvía en un resplandor casi blanquecino. Dentro, las estructuras parecían hechas de hielo y cristal, como una catedral olvidada. Era hermosa y terrible. Nyssa guió la nave entre los corredores luminosos mientras Eli activaba los antiguos mecanismos. Los símbolos de la civilización perdida se encendían uno por uno, resonando con un eco profundo.
—“Funciona” —susurró Eli—. “Está despertando”.
Pero el enjambre ya estaba allí. Se abalanzaban sobre la esfera, disolviéndose en su superficie, intentando devorar a la misma fuente de luz que las amenazaba.
Eli gritó—: “¡Debemos sincronizar el reactor con el núcleo!. Si la Firestorm transmite su energía al campo de la Estrella, podría encenderla!”.
Alec comprendió lo que eso significaba. El reactor de la nave no resistiría. El silencio fue absoluto. Solo se oía el retumbar de la energía y el rugido sordo del enjambre.
Antes de que pudieran detenerla, Nyssa activó la secuencia de transferencia. La Firestorm tembló, bañada en un resplandor dorado. Desde el núcleo de la Eterna Estrella, una ola de luz se extendió por el vacío, tan intensa que los sensores quedaron cegados. El enjambre se detuvo. Cuando todo terminó, la Estrella brillaba como un sol renacido. El sistema entero se llenó de calor y color. A bordo, la tripulación sobreviviente despertó entre ruinas.
Décadas después, los humanos construirían nuevas colonias alrededor de esa estrella. Cada ciclo, cuando el frío regresara, Alec Vance, viejo y cansado, escribía en su bitácora: “El invierno no fue nuestro fin. La nieve caía lentamente sobre las nuevas ciudades humanas. El largo invierno había terminado. Y comenzaba una nueva Navidad silenciosa”.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro
